Solo Para Viajeros

Paisaje chiquitano

Diario de viaje, día 102. La riqueza de un viaje, dice Michel Onfray, el teórico francés que ha diseccionado como nadie el oficio del viajero, se basa en la complejidad de la preparación. Los viajes, dice, nacen en la soledad de un gabinete, en la búsqueda incesante del dato requerido en el mapa o en la enciclopedia, o en los libros o apuntes, que se tengan a la mano.

Acertadísimo, mientras más noticias se tenga de un paradero desconocido el goce del mismo será mayor.

Lo digo con humildad, acabo de comprobarlo. Ingresé a territorio chiquitano en un bus muy confortable de La Perla del Oriente con muy poca información a cuestas y me siento desvalido, sin los insumos que se necesitan para terminar de digerir tanta belleza.

Apunto en mi block de notas lo que puedo: “La geografía que recorro es impresionante, una estepa plana, sin ondulaciones ni cerros en los alrededores, dominada por un bosque achaparrado similar en mucho al del norte peruano. Los kilómetros se suceden unos a otros y el manto vegetal se va extendiendo por el infinito de manera exagerada. ¿Dónde estoy?, ¿en qué territorio lunar me he metido?

Acabo de ver en un matorral a un grupo de ñandúes dando brincos con descuido, ¿qué fauna habita este descampado tan extraño? En la Perla del Oriente viajan unos haitianos que tratan de llegar a la frontera de Brasil y una familia de menonitas ataviados como en el siglo XVII. Soy el único turista, creo. Soy el único desconcertado turista, tendría que decir”.

Al medio día mi bus se detiene en una estación en medio del manto vegetal. He llegado a las afueras de San José de Chiquitos, mi destino final el día de hoy, un pueblo fundado en los duros años de la colonización jesuita cuando el llano chiquitano aún estaba poblado por los chiriguanos, de origen guaraní y por unos indios arawak, amazónicos, a los que los colonizadores convinieron en llamar chiquitos.

Y los llamaron así no por la talla que tenían, como se ha dicho, si no por el diminuto tamaño de las puertas de sus casuchas diseñadas para atemperar el sofocante calor de estas praderas tan expuestas al sol de este trópico tan duro.

Tomo una moto lineal cuyo conductor por pocas monedas me deja en la plaza principal de una villa sin muchos oropeles que tiene una iglesia, un conjunto misional, impresionante, bellísimo, tanto que ha sido declarado, junto a seis misiones más de la Chiquitanía, Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.

“Llegar a un lugar del que se ignora todo, dice Onfray, condena al viajero a la indigencia existencial”. Sabio, eso me he sentido todo el día de hoy: un indigente cultural. Existencial.

Llegada la tarde y habiendo caminado mucho, me refugio en un simpático restaurante de la plaza principal para llenarme compulsivamente de información.

“Con sus cerca de 220,000 km2, la Gran Chiquitanía abarca más de la mitad del departamento de Santa Cruz y cerca del 20 por ciento del territorio boliviano. Esta amplia región selvática de tierra roja se extiende a lo largo de cinco provincias del departamento, allí se establecieron en los siglos XVII y XVIII las reducciones jesuíticas de San Javier, Concepción, San Antonio de Lomerio, San Ignacio de Velasco, Santa Ana, San Miguel, San Rafael, San José de Chiquitos, Roboré y Santiago de Chiquitos”.

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Y me entero de más cosas todavía: las aguas de este inmenso ecosistema drenan hacia la cuenca del río de la Plata y también, en menor medida, hacia el Amazonas. Y que en este bosque chato, seco, espaciado habita una fauna que pensé era propia de la cuenca amazónica. Hago la lista de sus representantes más fabulosos: jaguar o yaguareté en la lengua de los chiriguanos; puma, lobo de crín y ciervo de los pantanos, como en el Heath; tapir, ocelote, lobo grande de río, caimán o yacaré, anaconda, ronsoco.

Y tucanes, águilas arpías, guacamayos…

He estado en un paraíso natural y cultural sin saber mucho del mismo. Qué desilusión, qué perdida de tiempo. Prometo no reincidir.

Y sí, si eran ñandúes los que vi en el camino…

Maravilloso.