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Aldo Arozena: “Uno viaja para ser feliz y uno es feliz para vivir”

Mi opinión

Aldo es asiduo colaborador de Viajeros y tiene un espacio en nuestra revista virtual para hablar de montaña, viajes, sueños, frustraciones y también grandes proyectos. Como era muy malo para el fútbol y su acercamiento con la montaña fue casi natural y desde entonces realiza caminatas cada vez que pued


Mi padre fue marino mercante y cuando yo le preguntaba cuál era el sitio del mundo que más le había gustado o impactado siempre se reía. Para él todas las preguntas que te llevaban a elegir una opción como la o el más algo, eran  una tontería. El mundo y la vida, me decía, estaban llenos de matices y todo tenía algo por lo que ser recordado. Creo que tenía razón y hoy ante la obligación de hacer una elección tiemblo. No soy un viajero consumado. Es más, en contra de todas esas frases que glorifican y ensalzan el acto de viajar y sobretodo al viajero, debo admitir que no soy de los que abandonan todo por un viaje. Más de una vez he cerrado la puerta a invitaciones para salir de Lima simplemente porque tenía ganas de quedarme metido en mi casa -o en mi ciudad que viene a ser lo mismo-. Sin embargo, si solo queda jugar a la ruleta rusa del recuerdo, sé con qué experiencia estaría cargada la bala fatídica.

En julio de 2002 visité la Cordillera del Huayhuash junto a mis grandes amigos Óscar y Roberto. Nuestra intención, no podría ser de otra manera, era hacer la celebrada caminata que circunda esta hermosa cadena montañosa, una larga aventura de en promedio unos doce días. Muchas cosas ocurrieron durante esos días de trayecto que finalmente no pudimos acabar pues el décimo día, ante las terribles ampollas de Roberto, decidimos abortar para salir de emergencia por Cajatambo rumbo a Lima. Pero, a pesar de sufrir esa especie de derrota –una más dentro de la larga lista que tengo como montañista- la sensación que me queda hasta hoy es de haber sido feliz durante diez días con una intensidad que ningún otro viaje me ha hecho sentir.

Pienso en la causa y la respuesta no cede fácilmente. Las ideas acaban desapareciendo y me quedo finalmente solo con algunas percepciones que me llevan a resolver, medianamente, la pregunta sobre qué me motiva a viajar. Uno viaja, en buena cuenta, porque quiere experimentar, porque quiere ver, porque quiere llenarse de recuerdos que se sellen en la memoria. Todo finalmente con un solo objetivo, ser feliz. A gran escala como lo fui en Huayhuash o a pequeña como en un día cualquiera en Rapagna, Palacala o Songos. Un ejemplo. Siempre que regreso de la montaña, por muy cansado que esté, me pasan dos cosas: tengo unas ganas locas de tomar Inca Kola y me cuesta mucho conciliar el sueño. Ya comprobé que lo segundo no se da por lo primero. Sucede porque mi cerebro, mucho después de regresar, sigue viviendo la experiencia. Me siento satisfecho, me siento feliz y, sobre todo, me siento con ganas de vivir más.

Uno viaja para ser feliz y uno es feliz para vivir. Un silogismo sencillo, sencillo como la vida misma puede ser a veces

 

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