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Hubert Lanssiers, profesor de resiliencia

Mi opinión

Aunque sé que éste es un testimonio estrictamente personal y extenso, lo quiero compartir con los interesados en conocer algo más de la obra del padre Hubert Lanssiers, el sacerdote belga que ejerció su extraordinario magisterio en el colegio donde estudié y en las cárceles e infiernos de nuestro país. Hubert partió hacia la eternidad hace diez años; un grupo de sus amigos y discípulos lo hemos recordado en dos simpáticas ceremonias en le Universidad Orval y en la casa del embajador de Bélgica.

A mi me tocó hablar en nombre de sus alumnos. Grato honor. El padre Lanssiers sembró en mi vida algunas semillas que he tratado de cultivar con devoción y mucho agradecimiento.

Les paso lo que dije anoche…


Mis condiscípulos de la Recoleta estudiaron en un colegio inmenso, exageradamente grande, cincelado por una larga historia de prohombres dedicados y héroes de la patria.

En esa escuela casi centenaria, de rancio abolengo y muchas tareas por cumplir, convivían los recuerdos legítimos del aviador José Abelardo Quiñones González, caído en combate en 1941;   las menciones a las valiosas contribuciones de los hermanos García Calderón -Ventura, Francisco y José, este último muerto en Verdún, 1916- , y por supuesto las alusiones permanentes a los repetidos triunfos cívicos de Raúl Porras Barrenechea, José de la Riva Agüero y Osma, Luis Alberto Sánchez, el presidente Fernando Belaunde Terry

Por los patios de esa escuela llena de blasones no hacía mucho había caminado, solemne y engalanado de medallas y el afecto universal, el presidente de todos los franceses, Charles De Gaulle.

Suerte la de ellos…

El colegio donde mis camaradas de la infancia pasaron sus mejores días, no había esculpido en su decálogo fundacional las exigencias que tenía el mío… que era pequeño y funcionaba también en el mismo local inabarcable de Monterrico donde ellos solían juguetear. En mi “colegio” no había espacio para los cuadros de honor en su frontis inexistente, ni se premiaba a los mejores con medallas o diplomas de honor.

El colegio donde pasé mis mejores años y me llené de ideas y compromisos que trato de seguir cumpliendo, era aquel que había construido, con rigor, mucha pasión y heterodoxia infinita, el padre Hubert Lanssiers, el profesor de idealismo que nos convoca esta noche, el sacerdote nacido en Bélgica que convirtió a los que libremente habíamos elegido su credo en habitantes de una patria universal que trascendía entonces y ahora las fronteras nacionales, las fronteras ideológicas, las fronteras personales, para establecerse en un territorio libre poblado de hombres y mujeres en permanente rebeldía contra lo que él mismo llamaba, durante sus monumentales clases de Historia Universal y Filosofía, la condición humana.

En la Recoleta de los años setenta, instalarse, ir llegando a los patios y pabellones donde estudiaban los alumnos de secundaria, constituía tarea de titanes, un esfuerzo propio de Hércules. La primaria recoletana, en comparación al ecosistema donde vivían los casi adultos de media era los más parecido a un diáfano día de campo alegrado por los cánticos y entretenidos juegos del padre Armel.

En la primaria –o en el gallinero- como solían llamarlo con cierta exactitud los mayores, salía el sol todas las mañanas y los días eran siempre aurorales y magníficos.

Aterrizar, acoderar, en cambio, en ese puerto donde habitaban los mayores era cosa de bravos, labor de intrépidos navegantes. Allí los días podían ser broncos y tormentosos; los pantalones cortos o el overol que vestimos durante nuestra apacible infancia –de transición a quinto de primaria- no servían para nada.

En ese territorio apache, difícil de conquistar, entre Escila y Caribdis, moraba un sacerdote peligroso, de pantalón caqui, chompa o pullover cuello Jorge Chávez y casaca verde olivo, que consumía cigarrillos sin filtro que humeaban como un tren al borde del precipicio.

Un individuo de voz tronante y ademanes que daban miedo. Una silueta delgadísima, casi transparente, un ser humano diferente a los que habíamos frecuentado en el idílico claustro primarioso.

En secundaria de la Recoleta, sobre todo en los pabellones de cuarto y quinto de media, gobernaba Hubert Lanssiers, un santo, después lo sabríamos, dispuesto a dar batalla contra los lugares comunes, contra la estreches mental, la anemia intelectual, el esnobismo, la chatura de ideas, el racismo, los monotemas; un enemigo acérrimo de la angurria, del disfuerzo, de las ganas de vivir para simplemente morir, del egoísmo, de la ambición que todo lo destruye, un enemigo del espíritu de secta, de lo banal.

Un defensor a ultranza, en cambio, de la justicia, de la democracia, del diálogo, de la dignidad de las personas, de la cultura occidental; un terco enamorado de la Luna, un amante de la belleza, del cine, del pensamiento oriental; un ferviente lector de El Principito, de las obras de Camus; un aguzado detector de mentiras, de falsas modestias.

Mi madre, que acaba de partir hace unas semanas al encuentro con Dios, lo tenía entre los suyos. Lo admiraba.

A Hubert, un sacerdote de hablar franco que había iniciado su magisterio en los extramuros de La Parada, le había entregado la educación de sus cinco hijos después de haber perdido todos a nuestro padre.

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Un día cualquiera Lanchón, así lo llamábamos con irreverencia los mozalbetes de entonces, me convocó a su despacho, una oficina repleta de libros a un lado del patio de los mayores, que solía tener siempre abiertas las persianas y la puerta.

No me había portado bien, lo recuerdo claramente, debía pagar mis culpas…que por cierto eran muchas.

Lanssiers me hizo esperar más de la cuenta. Se demoró, me imagino ocupado en cumplir las obligaciones que había asumido en un colegio, el suyo y el mío, que empezaba a quitarle valiosas horas al tiempo dedicado a los reclusos de la cárcel Lurigancho.

Ya por entonces la leyenda urbana lo había convertido en el redentor de los reos de las prisiones de Lima. Ya era un héroe civil al servicio de los más necesitados.

Ya su mirada destilaba furia contra el sistema penitenciario nacional.

Mientras soportaba la tormentosa espera, me puse a fisgonear entre los libros, los cuadros, los adornos, las fotografías que decoraban su gabinete de lectura y de trabajo. Lanssiers era un fetichista en toda la extensión de la palabra. Oleteando en la escenografía de ese despacho insólito y a la vez extraordinario me encontré de pronto con fotos en blanco y negro de los campos de arroz de Vietnam; con retratos en sepia del ingreso de las tropas aliadas a Saigón; con ilustraciones de ese Japón tradicional que solía mostrarnos en sus clases inolvidables y que tanto amó.

A pesar del miedo que paraliza y la angustia natural que producen las reprimendas o la posibilidad de una expulsión en marcha, ese escritorio, el del padre Lanssiers, despertó en mí un deseo incontrolable de caminar por el mundo con la misma certeza con la que ese sencillo sacerdote había transitado.

Lejos estaba entonces de comprender que el viaje de Hubert había sido una travesía interior, una navegación por los meandros de una vida interrumpida por los fogonazos de la guerra y el sufrimiento de la humanidad.

Lanssiers fue para mi generación, y para la de los que han asumido su legado, un verdadero extirpador de idolatrías. Un enciclopedista, un Ilustrado en toda la extensión de la palabra que dedicó su vida al culto de la Razón y al compromiso con los Otros.

Para nosotros, sus alumnos, sus discípulos, de alguna manera sus compañeros de ruta, Hubert fue Melquiades, el alquimista de las ciénagas de Aracataca. Fue Laurence de Arabia; también el viejo pescador de El Viejo y el Mar. Fue Amudsen, Livingstone, Schlieman.

Hubert fue un faro iluminando las borrascas que suelen generar la adolescencia y el fin de la inocencia.

Pero bueno me había quedado en el final de “Dead Men Walking”.

Lanssiers llegó, revisó los informes que seguramente habían hecho otros, se sentó en la silla de su escritorio, encendió uno de sus clásicos Gitanes, se fue poniendo rojo y entre voluta y voluta me hizo trizas. Destruyó en menos de veinte segundos a ese personaje que mis compinches y yo habíamos construido durante varios años de mataperradas.

No recuerdo exactamente qué fue lo que me dijo, solo resuenan en mi memoria algunas de sus sabias y bien concebidas palabras: “pituco, sabandija, hombrecito”

En ese momento Hubert fue Mohamed Alí embistiendo contra George Foreman.

Salí trastabillando de su despacho pero al mismo tiempo lleno de seguridades y con una agenda, hoja de ruta le dicen ahora, que sigue guiando mis pasos.

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Treinta y tantos años después de esa cita puedo afirmar sin temor a equivocarme que el vínculo que tuve con el padre Lanssiers, con Hubert, en aquellos lejanos tiempos de Monterrico y el colegio de los Sagrados Corazones Recoleta resultó fundamental para convertirme en el maestro que hasta ahora sigo siendo.

Dicen los entendidos que la resiliencia, esa capacidad que tenemos los seres humanos para superar los traumas y las heridas en el alma que nos causan las experiencias más terribles (el abandono, la orfandad, la guerra, las catástrofes naturales, el encierro), difícilmente brota en soledad. Para que el individuo pueda recuperarse, para que pueda recobrar la confianza en sí mismo necesita de la solidaridad y la compañía de amigos, maestros o tutores.

Hubert fue, finalmente, para esos muchachos con mucha suerte de la Recoleta y para los miles de seres humanos que conoció en las cárceles e infiernos del Perú ese último destello de luz en medio de la noche más oscura.

Por eso, el padre Lanssiers también fue un profesor de resiliencia.

Hubert decía: «el colegio tendría que ser ese espacio donde sopla el Espíritu».

Gracias a él, en el colegio donde estudié se cumplió ese fundamento.

Gracias Hubert, por tanta travesura.

13/5/2016

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