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La muralla de Lima / Marco Avilés

Mi opinión

A mí que no me cuenten cuentos. El argumento de que estamos levantando un muro, o poniendo una reja, qué es lo mismo, para proteger a los vecinos de los robos, los secuestros, las extorsiones y las demás plagas bíblicas es pueril, estúpido, fuera de la lógica los ciudadanos de una urbe que no se distingue precisamente por el respeto de los bienes de todos. Los que se aprovecharon del terror impuesto por Sendero y el loco Perochena, en los ochenta y el que siguen produciendo los remanentes de las bandas de Retaco, Gringasho y los Malditos de Puente Nuevo, para llenar la ciudad de Lima de retenes (garitas de control con guachimán y portón incluidos), barricadas (léase rejas y otros artificios) y ahora muros, como el de la Guerra Fría o el que los Bush querían levantar en la frontera con México, o sea el resto de América, lo hicieron con el deliberado propósito de excluir a los que llegaron de cualquier parte para convertir la Ciudad de los Reyes, la capital de la Arcadia colonial, en un pandemonio que no les gusta (más allá de lo necesario) poblado de cholos, zambos, negros, pobres de toda las sangres.

Y una recatafila de ingenuos y todos los arribistas de las cinco veces coronada villa no tuvieron mejor respuesta al apartheid urbanita que imitarlo en cada uno de sus barrios clasemedieros. Daba caché vivir, da prestigio todavía, en suburbios cuyos policías son privados y andan por las calles con perros con pedigrí y walkietockies importados de Miami (de China en realidad).

Hasta hace poco viví en un barrio así, exageradamente huachafo. Tan exageradamente huachafo que al unísono todos sus vecinos decidieron saltarse a la garrocha leyes y principios jurídicos el día que el alcalde de al lado decidió apropiarse de una zona histórica de Chorrillos que no le pertenece en nombre de la civilización y el buen gusto. Todos a la una, Fuenteovejuna, se autoproclamaron vecinos de Surco e inmediatamente llegaron los patrulleros, el camión de basura, los jardineros de overol limpiecito, los reglajes en nombre de la seguridad ciudadana y la apropiación de calles, parques, playas por unos pocos, en contra de los demás. ¿Qué hice para no entrar en pánico y patear el tablero? Me mudé, cerré mi casa por veinte años en Villa y me fui, soy feliz en un barrio sin rejas, sin exclusiones, con bastante desorden y tal vez, me dicen, hartos choros a los que hay que poner a raya, pero donde todavía podemos vivir -perro, pericote y gato- sin mirarnos tan feo. A pesar de la rejaza en el Peñascal, los policías municipales revisando las canastas y bolsas de los que tratan de ganar la playa para gozar del sol dominguero y otras barbaridades que me niego a aceptar en nombre de la igualdad, la fraternidad y legalidad.

Les paso este bonito texto de Marco Avilés sobre el mismo tema, lo suscribo en todas sus líneas.


Hay dinero en el país pero falta educación. Entonces gastamos la plata construyendo paredes.

2014 D.C.

Valerio Luyo tenía un restaurante en el distrito de Asia antes de que el gran muro empezara a construirse. Entonces era joven. Ahora tiene 86 años y recuerda aquellos tiempos desde su exilio, en el reposado valle de Lunahuaná, un día de verano mientras barre la entrada de su casa, bajo las montañas.

El joven Valerio Luyo vivía en la zona popular de Asia y, como sus vecinos, jamás había necesitado un salvoconducto para atravesar las playas. Los primeros forasteros eran inofensivos, recuerda. Llegaban desde Lima los fines de semana. Acampaban con sus familias. Enterraban sus restos en la arena. Con el tiempo, levantaron casitas. Trajeron perros, mucamas, televisores. Eran gente de dinero. Desaparecían con la llegada del invierno.

Un día, los nuevos vecinos levantaron un muro. Se aislaron del resto del distrito. Parecía un acto comprensible de protección. Habían terroristas y ladrones en el país. Pero el muro era radical como una mentada de madre de los dioses: los que estaban dentro tendrían acceso al mar. Los que estaban afuera, se joderían.

Los condominios de concreto se multiplicaron con el tiempo siguiendo el mismo patrón: las playas públicas en adelante serían clubes privados. El gran muro protegía a los propietarios y se extendía con hostilidad, como la frontera que separa a dos países que no se entienden. Los que tienen casa de playa van adentro. Los que no tienen casa de playa, afuera. Los de adentro destacaban los nombres de sus territorios con cartelitos coquetos (Playa Blanca, Playa Bonita, Cocoa), como islas de un archipiélago exótico. Los de afuera miraban, envidiaban y seguían de largo en busca de playas aún no arañadas por el gran muro.

Valerio Luyo, que siempre detestó lo detestable, miraba aquella guerra fría desde su restaurante y entendió que las cosas nunca volverían a ser como antes. Ahora debía pedir permiso para transitar por las arenas de su infancia. Un día cerró su negocio y se mudó con su esposa a un lugar más tranquilo, bajo las montañas, donde el gran muro no pudiera alcanzarlo. Allí envejeció tranquilo.

Una mañana de verano me recibe en su casa de Lunahuaná, donde se distrae vendiendo cremoladas de uva borgoña. Le muestro algunas fotografías recientes. Es el muro de Lima hoy, le explico. El viejo Luyo estudia las imágenes con incredulidad.

-Kilómetro 100: una pared de concreto protege un condominio de casitas blancas y se extiende entre la carretera y el mar. La pared continúa en otra fotografía.

-Kilómetro 113: Más condominios.

-Kilómetro 130: Ya no hay vida inteligente pero el muro sigue en pie y corre en el desierto desolado a lo largo de kilómetros y kilómetros como una criatura fantástica. No hay rastros de civilización a lo largo de esa línea divisoria. Pero aquella pared anticipa un futuro donde los que tiene casa de playa podrán bañarse en el mar y los que no tienen casa de playa, no.

El gran muro es una obra digna de estudio antropológico, como tantas curiosidades que construimos sin razón aparente. En el kilómetro 71 de la Panamericana Sur, el muro de Lima es una alambrada con carteles que gritan como el muro de Berlín: «Propiedad Privada. Orden de Disparar». En Ancón, por el norte, el muro muta en una soga que escuálidos guachimanes sostienen mientras sus jefes se bañan adentro y los otros se hacinan afuera.

Ya en la ciudad, el muro adopta todo tipo de formas folklóricas:

-Calles enrejadas donde los guachimanes piden DNI con modales de agentes de la migra.

-Viejos parques públicos que ahora son jardines privados dentro de condominios (donde unos entran y otros no).

-Discotecas y clubes nocturnos donde los cholos y los negros (y toda la gama de variaciones) entran solo cuando tienen plata.

El muro de Lima es más que una obra arquitectónica. Es una ruina viviente que a los arqueólogos del futuro les servirá para explicar que, en pleno 2014, Lima aún era controlada por los neanderthales.

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