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Locos por la Mamita Candelaria

Mi opinión

La fiesta a la Virgen de la Candelaria, en Puno, es una de las celebraciones católicas más espectaculares (y heterodoxas) de América Latina. Cada año miles de fieles se dan cita a orillas del lago Titicaca para bailar durante varios días en honor a una virgen pobre, morena y buena. La vida cotidiana se interrumpe durante semanas y solamente se vive para la Mamita más famosa del altiplano peruano-boliviano. Estuvimos allí para contarles lo que sigue…


¿Cuántas personas recorren las calles de Puno para danzar y ser parte de alguna comparsa durante la festividad de la Mamita Candelaria?, ¿Cuántos músicos llegaron  de todos los barrios –y ciudades del altiplano- para integrarse a las más de setenta bandas que acompañan a los que bailan y adoran a la virgen más famosa del Alto Perú?. ¿Veinte mil, treinta mil, acaso treinta y cinco mil como dicen los más optimistas?. Difícil adivinarlo en medio de la  algarabía y el desborde popular en una ciudad tomada por el exceso y la vitalidad. Durante todo febrero Puno no sabrá de estadísticas ni de datos precisos pues solo habrá tiempo –y ganas- para el baile, la devoción y el éxtasis

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El Baile

Con el perdón de Enrique Bravo Mamani, cultísimo defensor de la fiesta y autor de tres tomos sobre la Candelaria de Puno y Ayaviri, la celebración de ahora tiene más de paganismo que de otra cosa. Aunque los danzantes sigan haciendo  sus reverencias ante la Virgen en la puerta de la iglesia San Juan Bautista del parque Pino o las capillas de la ciudad se abran desde temprano para recibir a los devotos, los nuevos peregrinos de esta celebración sobre los cuatro mil metros de altura suelen llegar desde cualquier parte  del país, primero para danzar -con desenfreno y sin pausa- y luego para otras cosas más mundanas. Tan cierta es esta afirmación que durante todo febrero en Puno más peso tiene en el alma de los creyentes la Federación Regional de Folklore y Cultura que la mismísima autoridad eclesial.

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Y eso no tiene nada de herejía en una ciudad donde el progreso y la modernidad (modernidad kitsch por cierto) se dejan ver en cada esquina y las migraciones (de ida y vuelta) son tan comunes como en Lima o las grandes ciudades del interior. Puno ya no es la bucólica ciudad de iglesias y casonas coloniales al pie de un lago límpido y claro. Puno es la capital de uno de los departamentos más azotados por la miseria y la cultura combi del Perú y su lago –al menos el que deja ver la basura y el desorden de los alrededores del muelle- está contaminado y merece a gritos el cuidado nacional.

Entonces la vieja fiesta que describiera Arguedas en un artículo periodístico poco antes de su muerte (“no creemos que exista en América un acontecimiento comparable en cuanto a danzas y música”) refleja muy bien el nuevo país. La Mamita puneña debe estar feliz por tanto despliegue de sinceridad y cromatismo en los compases de sus nuevos feligreses, en la actualidad más mestizos que indios. Si la fiesta campesina de antaño brillaba por la precisión de los más de 350 bailes autóctonos, al decir de los estudiosos del tema, la fiesta urbana actual, preñada de ritmos bolivianos y falditas que lo lucen todo, se sostiene en el bullicio de setenta bandas cuyos integrantes aprendieron lo suyo en las escuelas de música de Puno, Moho, Juliaca, Yunguyo, Oruro o La Paz y en la gracia, concentración y esfuerzo de cada uno de los miembros de los setenta grupos de danza que durante los días previos al día central (este año, lunes 9 de febrero) desfilaron por las calles de la ciudad practicando sus pasos y midiendo las distancias.

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La devoción

Para cada uno de los barrios de la renovada ciudad de Puno (como para cada una de las instituciones que en los últimos años se han sumado al concurso) competir por el primer puesto es cosa seria. No solamente está en disputa el honor y el respeto de la comunidad, también está en juego la inversión que cada quien tuvo que hacer. Inversión que no baja de los cien dólares en el mejor caso y que en otros alcanza cifras astronómicas si nos atenemos a los datos: una máscara de las buenas, de esas que trabaja al gusto del cliente don Edwin Loza cuesta 600 dólares y entre cinco o diez mil hay que invertir importar desde Oruro una de las bandas bolivianas que al momento del desfile siempre garantizan el espectáculo.

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Es tal la adhesión del habitante de la calle a la Mamita (o al desenfreno de la fiesta) que en los barrios como en el de Laykakota, en los linderos del cementerio de Puno, las tiendas ofrecen indistintamente alquileres de trajes de todos los tonos y préstamos de dinero al gusto del cliente. En una puerta los osos y kingkones (que cuestan mil quinientos soles) se alquilan a precios módicos y en otra se regatean intereses a fin de salir beneficiados por el apuro y enfrentar el baile con mejores rostros.

Pero la devoción a la fiesta no solo es patrimonio de los danzantes. Sobre las escalinatas de la Catedral la multitud se arremolina desde temprano para poder apreciar los desplazamientos de los grupos que van quedando listos. La ciudad entera ha sido ganada por la fiesta y desde sus barrios más notables –Orkapata, Bellavista, Porteño, Laykakota, Azoguini, Mañazo…- van “bajando” los festejantes que en la noche previa al desfile final, en las faldas de los cerros que dominan el lago, ofrecieron sus ofrendas a los mismos apus que antaño dieron protección a los mineros que iniciaron hacia 1583 el culto a una virgen de tez morena y mirada dulce. El sincretismo cultural no puede ser más evidente durante las albas: las bombardas y camaretazos iluminan la fría noche puneña  mientras los peregrinos de este nuevo culto apuran sus plegarias a la pachamama. Todo ha quedado listo para el día final.

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El éxtasis

Dicen los entendidos que la presencia de la mujer (antes marginada por completo del baile y los festejos) ha sido determinante en la transformación de la fiesta. Es ella la principal convocada. Si los hombres destacan por sus destrezas en el arte de las piruetas y las convulsiones, la sensualidad de las damas (ataviadas las más de las veces con diminutos y coloridos trajes que traslucen unos encantos que solamente se dejarán ver una vez en el año), han convertido a la fiesta tradicional en  una manifestación viva de mestizaje cultural y desenfado. Las diabladas, las morenadas y las kullahuadas, las danzas más comunes durante la Candelaria,  alcanzan su elevación mayor gracias al impulso de las mujeres que con su belleza y gracia han definido una fiesta que aunque católica tiene en sus entrañas los atavismos del viejo culto y las licencias de una modernidad que llegó a los Andes para transformarlo todo. Para bien y para mal.

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