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Gabriel Herrera: «Viajo para extrañar a quienes amo y porque al regresar los amo aún más»

Mi opinión

A pesar de haber compartido varios proyectos, y a montones, solo una vez he tenido el privilegio de viajar con Gabriel Herrera, un compañero ideal para dar saltos por cualquier punto del mapa. Con él llegué por primera vez a Puerto Prado, la comunidad de Ema Tapullima, el sueño que con tanto afán están construyendo los cocama-cocamilla de esa orilla maravillosa del río Marañón. Periodista, muy buen escritor, fotógrafo talentoso, conversador nato, padre de familia ejemplar, palomilla como pocos; el Gabo es un apasionado de la geografía y de la gente que puebla cada uno de los rincones de este planeta inacabable. Viajar con él, y a su ritmo, es un desafío que vale la pena aceptar. Con este muchacho de aire desgarbado y sonrisa franca se aprende…y mucho. Buen viaje, compañero.


Tres razones fundamentales me empujaron a viajar. La primera, fue un obsequio que un tío mío muy querido, Ricardo, me hizo cuando tenía unos ocho años: cuatro tomos de una enciclopedia Salvat ilustrada que hasta hoy conservo y que me inició en el amor por la geografía. En ese entonces pasaba largas horas leyendo las descripciones de los países del mundo, dibujando mapas, soñando con pisar esas geografías ajenas, con explorar otras latitudes. El segundo paso fue descubrir la literatura de Verne, Salgari y Stenvenson, que desde entonces me acompañan y a los diez años inflamaron mi imaginación con las más grandes aventuras. Por esa época soñaba con viajar a selvas vírgenes, con atravesar la Siberia y cruzar el Atlántico a bordo de una enorme vapor (cuando los vapores ya habían desaparecido claro está). Sin embargo, nunca había salido fuera de la ciudad.

Finalmente, a los 15 años pude hacer mi primer viaje, por tierra, a Cajamarca, acompañado de mi padre –que dicho sea de paso es uno de mis mejores compañeros de ruta–. Recuerdo haber despertado a las siete de la mañana en el abra del Gavilán, puerta de acceso a la extensa campiña cajamarquina. Era marzo de 1993. Esa primera impresión de los Andes, verdes aún por las lluvias recientes, donde decenas de campesinos trabajaban diligentemente sus campos, se grabó profundamente en mi memoria, y provocó una promesa que hice frente a mi padre, y que hasta hoy he cumplido a cabalidad: no dejar nunca de viajar.

Han pasado más de dos décadas desde esa promesa y debo responder –a pedido de mi buen amigo Wili– por qué viajo. Viajo, porque en ningún lugar soy tan feliz como cuando estoy de viaje, sea donde fuere. Porque tengo el privilegio de vivir en una de las regiones más diversas del mundo. Porque viajando puedo conocer más y entender un poco mejor el complejo tejido de razas, costumbres y necesidades de este país que nos tocó en suerte. Viajo para extrañar a quienes amo, y porque al regresar los amo aún más. Viajo y trepo a las montañas porque sé que no estoy diseñado para eso, y aún así lo logro, y llegar hasta allá es un premio para mi espíritu. Viajo para no perder la fe en la gente, para no dejar de asombrarme. Viajo para mantenerme vivo. Porque así puedo ser testigo de instantes irrepetibles, y puedo captarlos para siempre en mi lente (y en mi mente). Viajo, porque no concibo otra forma de existir. Y claro, viajo, para mantener una promesa.

 

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