El Chocó es el lugar soñado, un pedazo del mundo donde arriban las ballenas desde el extremo sur para amamantar a sus crías, un pedacito del paraíso repleto de delfines, de tortugas, de manglares infinitos, de selvas enmarañadas donde abundan las historias de otros tiempos. Un territorio poblado por negros, por indios, por gente de trópicos lejanos como Javier Montoya, un hombre bueno acribillado a balazos el 6 de junio último en su casita-hotel al lado del mar y de sus sueños.
Sobre el Chocó he leído mucho. Acabo de cerrar el último libro de Alfredo Molano (De río en río) y estoy por la mitad del trabajo de Juan José Hoyos sobre la tragedia aurífera en los resguardos emberá de esa región prodigiosa (El oro y la sangre). Leyéndolos no termino de entender el cúmulo de desgracias de este punto del globo desangrado por la coca, el narco, el tráfico de madera, el paludismo, el oro, las pieles, los paramilitares, la muerte en todas sus acepciones.
La guerra parece no tener fin en el Chocó, tampoco en Colombia. Qué horrible, qué pena. El asesinato de Javier Montoya, en Morromico, su hotel, a vista y horror de su esposa, uno de sus hijos y dos turistas es una tragedia, tristísimo, una afrenta a la paz, al mundo nuevo en el que soñamos. Me ha conmovido.
Les dejo el testimonio del periodista José Alberto Mojica del diario El Tiempo de Bogotá. Larga vida a los sueños de Javier Montoya, descanso y plenitud a su familia.