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Walter Wust: «Sin algarrobos la economía del norte colapsa»

Acabo de llegar de Nazca donde los algarrobos (Prosopis pallida) son llamados simplemente huarangos y al igual que en el norte del Perú sufren también los rigores del uso indiscriminado al que son sometidos por una población que desconoce la importancia que tienen para el ecosistema en general y la vida misma, Nadie parece preocuparse por el estado de los huarangales, otrora inmensos bosques que desde los tiempos remotos de los nazca, señores del desierto y los extremos, posibilitaron el asentamiento de pueblos y ciudades.

En el centro ceremonial de Cahuachi, un santuario tan importante en su tiempo como el de Pachacamac y mucho más grande que Chan Chan, los troncos de huarango siguen sosteniendo galerías y paredes que después de mil quinientos años de haber sido abandonadas por sacerdotes y peregrinos permanecen en pie, inalterables. Lo mismo en Estaquería, la plataforma de adobe donde se colocaron, antes del inicio de nuestra era, los 240 postes de Prosopis pallida que todavía podemos admirar.

Sin embargo, huarangos y algarrobales son arrasados, no tomados en cuenta, por una población que en épocas de carestía y vacas flacas se lanza sobre los bosquecillos que lograron sobrevivir para tasajearlos a mansalva y vender su madera a pollerías y restaurantes. El boom de la cocina peruana en su acepción más deleznable.

Resulta urgente recuperar estos bosques del desierto teniendo en cuenta que los algarrobos necesitan crecer asociados a otros árboles (acacias, guayabas, molles) pues allí nidifican las aves que los mantienen libres de plagas. Sin estos socios pierden cobertura vegetal y desfallecen, suceso que viene ocurriendo en el norte peruano como consecuencia de la deforestación y la sequía a la que hace referencia Walter Wust en esta interesante entrevista que le hicieran en Actualidad Ambiental después de un viaje familiar por el norte.

En la pampa de Usaca, Nazca, conversé con un campesino viejo, empobrecido, desesperado por haber perdido de sopetón el ganado que heredó de sus mayores, “ya no hay huaranga, señor”, me dijo como quien se atreve a llamarle la atención a unos dioses obstinados en hacerle pasar malos ratos, “los animalitos ya no tienen qué comer”. Hemos olvidado las complejas relaciones que existen en la naturaleza y nos afanamos en negar una verdad inmensa como el desierto de Ica: cuando destruimos parte del tejido biótico que nos acoge ponemos en riesgo la vida de todos.