Marcela Olivas, directora del Museo Nacional de Chavín, entre dioses y hombres
Durante más de dos años, casi tres, fui testigo de excepción de los esfuerzos y la garra de Marcela Olivas, la directora del Museo Nacional Chavín, por hacer del museo que guarda las piezas más notables de la antigua civilización el gabinete de artes y ciencias que los peruanos nos merecemos. Entre los riscos del Huantzán y las terrazas que va formando el río Wacheqsa, apurado en entregar sus aguas sacras al turbulento río Mosna, a unos cuantos metros de la actual ciudad de Chavín, floreció una cultura, para muchos entendidos la primera surgida en el territorio panandino, cuyos hombres y mujeres fueron capaces de dominar la tierra, domeñando también las aguas de los torrentes que bajan de la Cordillera Blanca para crear uno de los paisajes más inauditos y bellos de los Andes del Perú.
Me alegra sobremanera comprobar que el sueño de Marcelita, una de sus muchasquimeras arqueológicas y culturales, se haya cristalizado en el renovado museo que espero muy pronto visitar. Felicitaciones a los artífices de esta osadía, en especial a los amigos de la compañía minera Antamina –Gabriela Antúnez, Milton Alva, Guillermo Rojas y tantos más-, a Peter Fux, del Museo Rietberg de Zürich, a los esposos John y Rosa Rick, a la arqueóloga María Mendoza, a Alejandro Espinoza, a Augusto Bazán, a don Zózimo, a Sonia y a una larga lista de creyentes en la recuperación del legado chavín. En estos días, estoy seguro, sus dioses deben estar de fiesta.
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