A mí también me educaron Oscar y Lucinda, los empleados que en casa se ocupaban de mis momentos libres de la presión escolar y los avatares de ser el menor de una familia numerosa. Oscar Ramos Santiago era de Ayacucho, de su campo luminoso y al borde del estallido social; Lucinda Soto, de Huánuco, supongo que de alguna de sus provincias colgadas a los Andes.
Con ellos aprendí a valorar la música que lloraban los migrantes en el Coliseo del Puente del Ejército y que los domingos de guardar descanso, ambos solían escuchar en sus habitáculos de desterrados.
En esas largas, interminables audiciones, en esos rituales al decir de Antonio Muñoz Monge, folclorista y provinciano, los peruanos más humildes de la Lima colonial y sombría de mi infancia se olvidaban por un momento de las penurias que les aventaba la urbe que aún no imaginaban conquistar: “Uno se entrega feliz y confiado al hechizo de estas horas que vuelan entre abrazos, bailes y canciones. Verdaderamente una catarsis para poder soportar toda otra semana de neurosis que nos regala la gran ciudad”. Yo me daba cuenta, a mis pocos años, de esa verdad.
Nunca llegué a acompañarlos al “colíseo” como solían llamar a ese templo de la música vernácula, no pude gozar del violín embrujado y retumbante de Zenobio Dhaga Sapaico, del valle del Mantaro; tampoco de las melodías que salían de las manos y el alma de Máximo Damián Huamaní, el hombre de tez tersa nacido en San Diego de Ischua, Lucanas, que ya era reconocido por las multitudes como el amigo del maestro Arguedas, como el magnífico ejecutor de las notas que hacían vibrar a los danzaqs recién llegados desde las alturas de Ayacucho, Huancavelica o Apurímac.
Don Máximo Damián, el peruano ilustre que acaba de partir, fue cultor de una música que está desapareciendo, lamentablemente, herida de muerte por el empuje y predominancia de una modernidad que está matando otras expresiones culturales de este país multidiverso y antiguo. Su partida a los 78 años es una pérdida invaluable, de inconmensurables consecuencias, para la pervivencia del arte popular que se gestó en el siglo XX y del cual él fue uno de sus más grandes exponentes.
Lo había incluido en una lista de posibles entrevistados para “Viajeros, la aventura del Perú”, el programa de TV que hemos lanzado este mes al aire con la pretensión de darle pelea a la telebasura que se ha enseñoreado de la pantalla nacional. Llegamos tarde.
Que el drama de su muerte, precedida del funesto y peruanísimo olvido, llame la atención de autoridades y cultores del arte popular nuestro; finalmente, como dice Leo Casas, otro artista olvidado, el Estado tiene la obligación de velar por la salud y la obra de una pléyade de artistas que debido a su avanzada edad y los rigores propios de una vida dedicada a la música y otras expresiones la pasan mal. Uno de ellos, el gran charanguista ayacuchano Jaime Guardia.
Vuele alto, don Máximo, hacia las estrellas y el sol…
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