Mi opinión
Han pasado treinta y seis años de una tragedia que enlutó al periodismo nacional, 36 años de un drama que nos hizo ver por primera vez la intensidad de una conflagración desbocada y alucinante. Una guerra, voy a llamarla así, que los jóvenes de ahora no conocen: un tiempo atroz, violentísimo, que soportamos viviendo a salto de mata y pensando en lo peor.
Conservo una foto tomada por Jorge Sedano, uno de los periodistas muertos en Uchuraccay en enero de 1983, hace treinta años. La foto no dice mucho, es de una sencillez absoluta, en ella aparecen tres jovencísimos estudiantes de periodismo -Miguel Rico, Jorge Chávez y este cronista- hablando ante un grupo reducido de universitarios. Sedano debía estar cumpliendo una insulsa comisión por la revoltosa universidad donde estudiaba y nosotros, imberbes y delgadísimos, no teníamos ningún empacho en mostrarnos felices de las revoluciones que andábamos armando.
Afuera de nuestra alma máter el país se desangraba mientras la policía del gobierno de Belaunde, como lo acaba de mencionar Gustavo Gorriti, se encontraba, para todo propósito, derrotada por un ejército armado a punta de dinamita y fusiles robados a las fuerzas del orden. Jorge Sedano, el avezado reportero gráfico de La República y siete periodistas que laboraban en diarios y revistas de Lima fueron asesinados en Uchuraccay, hasta entonces una desconocida aldea campesina en las alturas de la provincia de Huanta, en Ayacucho, por una turba de enardecidos pobladores que los confundieron con una columna senderista. Atroz desenlace para una comitiva que partió en un auto destartalado de la desolada Huamanga para cubrir los excesos de la subversión y la guerra civil que empezaba a extenderse por el sur andino peruano.
Han pasado tres décadas de una tragedia que enlutó al periodismo nacional, treinta años de un drama que nos hizo ver por primera vez la intensidad de una conflagración desbocada y alucinante. Los jóvenes de ahora no conocen, ni por asomo, los acontecimientos de una historia, la de la insania violentista, que tuvimos que vivir a salto de mata y pensando en lo peor. Los jóvenes que nos habíamos animado a estudiar periodismo a inicios de la década de los años 80 supimos de sopetón lo que significaba el oficio. Y lo escabroso de nuestro futuro inmediato. Los ocho periodistas abatidos en Uchuraccay (siete en realidad, la octava víctima fue un baquiano que fungía de guía) fueron para nosotros los primeros mártires de una profesión arriesgada y llena de penurias y así los saludamos cada vez que nos tocó valorar su epopeya y su sacrificio en aras de la noticia y la información objetiva.
Por supuesto que después de los hechos que la prensa graficó con tanta elocuencia vendrían las averiguaciones, los mea culpa, las acusaciones mutuas, los enredos, las comisiones de investigación, el circo mediático y la fatiga. Treinta años de verdades a medias y un solo dolor para ocho familias que vieron partir a sus hijos más queridos a una cita (con la noticia) sin retorno. En Uchuraccay, fatídico 26 de enero de 1983, muchos de nosotros perdimos la inocencia y empezamos a vivir en el reino del miedo. Es verdad.
(Y como lo anota Gorriti, en Uchuraccay, ese lúgubre paraje huantino, después de la muerte de los ocho periodistas empezó a tejerse una historia de sangre y vendetas que borró de la faz de la tierra a un pueblo entero. Ciento treinta y cinco de los 470 habitantes de la aldea fueron asesinados en los años siguientes y en 1984 Uchuraccay no existía como centro poblado menor. Esa otra historia habría que terminar de conocerla, está descrita en los informes de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Esa otra historia, me llena de vergüenza…)
Buen viaje…