“- Tócalo –le dijo Chota, en el aserradero, mientras posaba su mano sobre un enorme tronco de shihuahuaco, especie que puede vivir hasta setecientos años y que hoy corre peligro de desaparecer-. ¿No sientes como si un familiar se hubiera muerto?” El exfiscal Francisco Berrospi rememora en la narración de Joseph Zárate uno de sus encuentros con Edwin Chota, el líder de la comunidad Alto Tamaya Saweto en Ucayali asesinado por las mafias madereras en el 2014.
Aquel día Chota había llegado a Pucallpa para denunciar que más de ochocientos troncos de shihuahuaco y cedro habían sido extraídos ilegalmente –talados salvajemente- en su comunidad. Los gigantes yacían en un aserradero de la ciudad portuaria.
“Lavar madera es un negocio rentable. Con excepción del transporte, los costos son bajos y no hace falta preocuparse por salarios decentes o prácticas amigables con la naturaleza”, continúa el relato de Zárate, ganador este año del Premio Gabo 2108. Tumbar un árbol grande de la selva peruana produce unos tres metros cúbicos de madera de calidad de exportación. Los mafiosos, felices, se frotan las manos: un metro cúbico de caoba, mil setecientos dólares. Uno de cedro, mil dólares. Y cuando esa madera llega al mercado de Estados Unidos, esos precios se triplican. El treinta por ciento de la madera que se comercializa en el mundo es ilegal. Se trata de un negocio que –según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente- mueve hasta ciento cincuenta y dos mil millones de dólares al año: el doble de lo que Apple, Google y Facebook ganaron juntas en el 2017. Y es menos arriesgado que la bolsa: un estudio en Brasil, Filipinas, Indonesia y México, descubrió que la probabilidad de que el crimen de tala ilegal sea castigado es de 0.084 por ciento. Esto sucede sobre todo en países ineficientes, corruptos o víctimas de violencia política”.
“La tala ilegal no tiene, en apariencia, la impronta criminal del narcotráfico. Mientras la cocaína produce adicción, la madera de la Amazonía sirve para fabricar casas, mesas, sillas y otros tipos de mobiliario. Pocos se enteran de que en la selva del Alto Tamaya, como en otras zonas de la jungla peruana, hay nativos cortando madera en condiciones cercanas a la esclavitud; que hay cocineras en los campamentos madereros que son violadas por los taladores; que los jefes indígenas y los funcionarios son amenazados y asesinados por no aceptar sobornos. Las Naciones Unidas considera al tráfico de madera similar a los “diamantes de sangre”, que ha financiado guerras y violaciones masivas de derechos humanos en África. Sin embargo, las autoridades de Pucallpa, una ciudad construida al lado del bosque amazónico, siguen acumulando denuncias que nadie revisa. Ningún maderero ha sido condenado a prisión por talar o traficar árboles en Perú”. Los acusados de haber acabado con la vida de Chota y los tres comuneros de Saweto que lo acompañaban aquella fatídica mañana de setiembre del 2014: Jorge Ríos, Francisco Pinedo y Leoncio Quincisima, siguen libres.