Mi opinión
¿Has llegado por azar a un hotel all inclusive?, ¿sientes que tu esfuerzo por tocar con las manos uno de esos paraísos de las postales que viste en casa fue en balde, inútil sueño de una noche de verano? No lo dudes, escápate del encierro y busca la libertad en un Parque Nacional cercano o una playa al lado del camino que te animaste a tomar. Mira que linda frase me salió en este texto sobre mi travesía casi-mochilera por Santa Marta, en Colombia: «La felicidad tiene el nombre de los caminos por hacer, entre los bosques y el mar, lejos de la monotonía de la modernidad que todo lo opaca, lo vuelve masivo».
Buen viaje, m’hijo…
No lo digo yo, lo dice Bernardo Gutiérrez, el viajero español que publicó hace un tiempito en el sello Altaïr «Calle Amazonas», un libro sobre la Amazonía brasileña que me fascinó: el turismo de masas aburre, destruye y degrada, es un enemigo de los destinos y del ser humano. Más claro, ni el agua. Bueno, pues, desde mi experiencia personal nada más cercano a formar parte de esa tribu urbana tan afecta a eso que llamamos (eufemísticamente) turismo masivo, que pasar unos días en alguno de los tantos hoteles all inclusive que se han construido a lo largo de las islas del Caribe y también en el continente.
Sé que lo que afirmo resulta harto polémico y puede molestar a muchos de los lectores de esta revista que sueñan con pasar, brazalete en mano, unos inolvidable días de sol, arena y playa en algún rincón de República Dominicana (al ladito de Haití) o en la costa atlántica de Panamá o Colombia, Total, turistear tomando una copa de ron helado en una playa de color turquesa después de haberse apuntado en la lista de los que van a hacer surfing, kayaking, windsurfing, snorkeling, luego de haber bailado los ritmos de moda, jugado tennis, voleiball y ping pong, no le hace mal a nadie y constituye uno de los placeres más promocionados y chick de los que se pueda imaginar. “¿Dónde pasaste año nuevo, brother?”, “En las Bahamas, hermanito, lo máximo, una juerga de campeonato”. “¿Y esos dreads, hijita”?, “Me los hizo una negrita linda en una playa cerca de Santo Domingo, tía…”. “Maestro, qué tal bronceado…”, “Puerto Vallarta, socio”.
Prefiero otro turismo; en todo caso y siendo respetuoso de las opciones, mi elección es más sencilla, menos aparatosa, nada hiperactiva. Como Paul Bowles o David Byrne, lo mío está en otros caminos…aunque alguna vez haya sido víctima de uno de los tantos all inclusive que se reproducen como marabuntas por los cinco (o seis) continentes. Al igual que Martí después de haber conocido Estados Unidos, puedo decir que he recorrido las fauces del monstruo. Y el monstruo que habité se llamaba Decameron Galeón Santa Marta, en Colombia.
Si le vendieron gato por liebre, que fue el caso mío y el de mis dos hijos, o se hartó de las palmeras de plástico y el olor a perfume de su vecina de al lado a quien también tuvo que soportar cuando decidió probar el trago verde azulado que se servía en el bar de la piscina del resort colombiano, le propongo estas dos escapadas al verdadero caribe de la tierra de la cumbia. Recuerde que en Santa Marta nació el Pibe Valderrama y que en sus sierras más abruptas perviven varios pueblos indígenas que siguen en franca rebeldía contra la abusiva presencia de la guerrilla y los excesos de los gobiernos de turno.
Primera escapada: Taganga
Salimos del Galeón y pudimos treparnos como felinos a una cómoda buseta que nos llevó, primero, a El Rodadero, el balneario que ofrece todos los servicios a los que desean salir lejos y luego a Taganga, una playa repleta de sabor caribe y ahora sí mar turquesa. Recuerde que el Decameron del cual está fugando recibe las aguas turbias que se forman en los manglares vecinos y también las últimas correntadas color chocolate de los ríos que mueren en esta parte del Atlántico sudamericano, por tanto la claridad de su océano tiene que ver más con el Photoshop que con otra cosa.
Taganga es una linda playa al borde de un bosque seco similar en formas y presencias que el del norte peruano. En Colombia la variedad local del algarrobo se llama trupillo y es un árbol igual de generoso que el nuestro, vainas y sombras incluidas. El mar es de un turquesa que subleva y la playita que la naturaleza ha creado es verdaderamente extraordinaria, como en las postales de los sueños. Un pueblo rústico de pescadores caribeños salpimienta la historia que les voy contando con el decorado más oportuno que se pueda imaginar. Sus botes, largos y marineros, se aglomeran en la orilla misma dándole mayor sabor a lo que usted está observando. Chiquilines avispados juegan fútbol en la arena o le ofrecen los servicios que seguramente sus padres ofertan para llenar la olla: paseos en bote, guiados por los contornos, snorkels y mascarillas para bucear por el arrecife próximo, un buen plato de pescado fresco o artesanía nativa.
Javier, mi hijo y compañero de cuitas y yo, elegimos la navegación por la ensenada y las cercanías de otra foto para recordar: Playa Grande, un refugio al que solo se puede llegar en bote (o a pie) desde Taganga y donde el bosque impone sus condiciones. Desde nuestra posición en el océano nos apuramos a celebrar la presencia de otros niños dándole duro a la pelota.
De regreso a Taganga, Javier, viajero que sí sabe de rutas de verdad, me soltó unas palabras de antología: “Papá, nos hubiéramos quedado por aquí, la estaríamos pasando mejor”. Adiós Decameron para él… y para mí también.
Segunda escapada: Parque Nacional Tayrona
Paul Bowles dice, utilizando la voz del protagonista principal de «El cielo protector», el manifiesto viajero por excelencia escrito en 1949, una frase que podría servir de epitafio para todos aquellos que alguna vez soñaron con descubrir el mundo latente, estático, de los tiempos mejores : “Tienes razón, tienes razón –dijo sonriendo. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos lugares resistirán la enfermedad más tiempo del que supones”. No se refería, por cierto, a las playas que baña el Decameron Galeón en la costa del caribe colombiano. Eso nos quedó claro desde el primer momento al tropezarnos con una familia peruana (papá, mamá, tres hijos y abuela) que iba tomando (a mil) todos los servicios del resort de moda en Santa Marta: Mr. Hiperacción y su banda, lo bautizamos de inmediato. ¡Gozaban y gozaban como locos, qué suerte la suya!. Ya lo dije: existen en el planeta turismo mil opciones para ser felices. La de los all inclusive, una de ellas.
Producida nuestra primera fuga a las playas de Taganga, había que planear un segundo escape. Con Javier convenimos en seguir nuestros instintos viajeros y le preguntamos al primer taxista que encontramos en la carretera por un lugar diferente al que acabábamos de abandonar. Moisés se llamaba el muchacho que después de mirarnos un rato, sentenció: “Lo que ustedes están buscando, lo pueden encontrar en Tayrona, yendo por la Troncal del Caribe, barato nomás”. Dicho y hecho, hacía allí nos embarcamos. La felicidad tiene el nombre de los caminos por hacer, entre los bosques y el mar, lejos de la monotonía de la modernidad que todo lo opaca, lo vuelve masivo.
El Parque Nacional Tayrona, es necesario mencionarlo, es un área natural protegida, si la comparamos con otras de Colombia, relativamente pequeña, de unas quince mil hectáreas de superficie, tres mil de ellas en el mar. Se trata de una cordillera lateral que se desprende de la Sierra Nevada de Santa Marta para formar un dédalo de playas exquisitas…y pobladas, todavía, de caseríos tradicionales y poblaciones indígenas. El parque y sus playas tan promocionadas por la literatura de viajes se encuentran a treinta y cuatro kilómetros de Santa Marta, la ciudad portuaria donde pasó sus últimos días el Libertador Simón Bolívar.
Moisés nos condujo por una troncal que evita el ingreso a la ciudad de Santa Marta, recuerde que nosotros la habíamos recorrido el día anterior y que toma la dirección noreste, como quien intenta dirigirse a la Guajira venezolana. Se trata de un descampado idéntico al del norte peruano, repleto de cactáceas y árboles propios del bosque seco. Las montañas en el sector que vamos conociendo a medida que nuestro coche avanza se notan claramente más empinadas y tupidas. Nos vamos acercando, después de haber tomado un sendero muy bien señalizado, a las playas del parque nacional.
En un retén típicamente parque nacional pagamos el ingreso: siete mil pesos colombianos, diez soles aproximadamente. “¿Cuánto cuesta el ingreso, m’hijo?”, tuve que improvisar como paisa para evitar el pago como extranjero (30 mil pesos por persona). Nos salió bien el chiste y seguimos rumbo al Caribe. El camino contornea una montaña que según nuestro guía suele estar poblada de venados, pumas, ardillas, paujiles, monos tití, sajinos, osos hormigueros y toda la fauna del bosque seco que uno pueda imaginarse.
El mar, quieto y turquesa, aparece de pronto al dar un giro sobre el camino. Desde un mirador natural divisamos la primera de todas las playas de nuestro periplo: Playa Siete Olas, una playa que podría ser tomada por asalto por los miles de surfers que hacen sus pininos en la Costa Verde. Apunto en mi libreta: esta debe ser la bahía con el mar más encrespado que he visto en el caribe colombiano. Al otro lado de la bahía se divisa un campamento o estación de descanso, hacia allí nos dirigimos.
En unos cuantos minutos llegamos a Neguanje, una playa bañada por un mar calmo donde se han improvisado unos cuantos quioscos de necesidad vital para el sediento y un muelle artesanal desde donde salen todos los botes en dirección a Playa del Cristal, la joya de la corona del Parque Nacional Tayrona. Nos subimos a uno de ellos para seguir improvisando camino…
Cinco minutos después arribamos a Playa Cristal (o playa del Muerto), una ensenada pequeña de aguas turquesas a los pies de un bosque umbrío, feraz, imponente. Completan el decorado natural una decena de restaurantes con techos amalocados que sirven de pertinente refugio al visitante. Estaderos, buen nombre, así se llaman en Colombia estos chiringuitos para estar un rato, descansando, mirando a la distancia. Por indicación del buen Moisés tomamos posesión del estadero Doña Juana donde fuimos muy bien atendidos. Hicimos nuestro pedido antes de tomar por asalto las aguas azul turquí (así le dicen al turquesa en estas soledades) y caminar por esta postal del Caribe que todos llevamos en el imaginario.
Toda esta costa está protegida por un arrecife coralino que la convierte en ideal para el buceo. De hecho los siempre ubicuos y desesperantes “llenadores” (el nombre lo conozco desde que abundan en el Cusco ganando clientes para los restaurantes que representan) ofrecen a discreción mascaretas y snorkels. No es lo nuestro, Javicho, le dije a mi hijo antes de meternos al agua a retozar como Dios manda. A golpe de una volvimos a Doña Juana para probar la culinaria marina de esta zona. Almorzamos una muy bien presentada mojarra (casi una tilapia versión Moyabamba) y una reducida –felizmente- porción de arroz de coco. Aprobado.
Volvimos al Decameron extasiados por la dicha. Antes de tomar el camino a nuestro all inclusive nos tomamos la libertad de ingresar de nuevo a Santa Marta, para recorrer los barrios por donde se movió el Pibe Valderrama y, cómo no, volver a pararnos frente al monumento que lo inmortaliza. No nos importó conocer el Barrio Jardín, el residencial vecindario de los que gozaron de la “bonanza marimbera” (de marimba, Canabis), que enriqueció a todos los que la sembraron y comercializaron a fines de los setenta e inicios de la década siguiente. Tampoco recorrer los espacios exteriores de una residencia republicana donde pasó una temporada Simón Bolívar, el padre de la Patria Grande latinoamericana. Para nosotros, fugitivos del Decameron Galeón, el Pibe es el Pibe. No hay otro.
PD: En el resort de marras nos esperaba Guillermo, el mayor de mis dos hijos, que había preferido quedarse en el Decameron para reponerse de una herida muy profunda en el pie derecho, accidente producido en Máncora, norte del Perú, donde había ido a surfear, su deporte preferido. Otro viajero de los buenos.
TARIFA INGRESO:
Extranjero $ 20.000 (US$ 7.69)
Nacional $ 6.400 (US$ 2.46)
Niños (entre 5 y 12 años), Estudiantes con carnet, adultos mayoresde 60 años $ 3.200 (US$ 1.23)
ALOJAMIENTO
ECOHAB o Habitaciones Ecológicas, para 2 y para 4 personas en la zona de cañaveral.
Ecohab 2 personas $ 76.700 (US$ 29.50)
Ecohab 4 personas $ 112.900 (US$ 43.42)
AREA DE CAMPING, se debe llevar carpa, colchonetas, sleeping bag, lámpara, alimentos e implementos para cocinar, en caso de que no deseen cocinar pueden usar el restaurante de la zona de alojamiento.
Espacio de carpa $ 5.300 (US$ 2.00)
Costo por persona en carpa $ 5.300 (US$ 2.00)
RESTAURANTE
Existen tres restaurantes, 2 en las zonas de cañaveral y uno en la zona de arrecifes
Desayuno Almuerzo y cena (en promedio) $ 20.000 (US$ 7.69)
MAYOR INFORMACIÓN:
http://www.parquesnacionales.gov.co/areas/lasareas/
tayrona/tayrintro.htm