Mi opinión
Como cusqueño -quillabambino para ser exacto- siempre estuve en contacto con turistas y aventureros. Pasé un sin fin de veces por Machu Picchu, a veces compartiendo asiento o pasadizo del tren Cusco-Quillabamba con gente de lugares distantes para mi, todos igual de «gringos».
Ya cuando uno va creciendo empiezan los cuestionamientos. Una de esas preguntas para mi siempre fue ¿por qué el turista se toma fotos con los pobladores locales, con aquellos que marcan diferencia por su vestir? ¿No sabrán aquellos turistas que lo mejor no es lo que sale en la foto sino más bien lo que esa gente lleva dentro y que podría enseñárselo? También, como cusqueño, tuve experiencias de chacra, de campo, de sentirme campesino; eso me ayudó mucho a entender las diferencias entre lo rural y lo urbano, del buen vivir.
Luego de dejar mi Chaupimayo y sus ilustres vecinos los Oviedo, Chaccmani, Chulla entre otros, e iniciar mi vida universitaria con escalas cortas en Derecho, Zootecnia y – mi permanente anhelo colegial de ser arquitecto- fui entendiendo que lo que quería no era precisamente una profesión en sí, sino más bien una herramienta para hacer lo que más me gusta, crecer y sentirme útil en mi país y para mi país.
Un día escuché «te enseñamos a servir al Perú», era el eslogan de Cenfotur y me atrajo tanto que me sume a sus aulas. Poco a poco te vas dando cuenta que esta carrera apasionante te puede vincular a muchas otras disciplinas como las que dejé en el camino y que hoy son parte de mi día a día. Creo que la mezcla de ser cusqueño, ser de alguna manera versátil, de haber tenido experiencias rurales, de haber viajado bastante por el país – mi madre me decía «purinkichu» (andariego)- me empujaron a ser «turistólogo» e inclinarme por esto que hoy podríamos estar llamando Turismo Rural Comunitario.
Una vez fuera de las aulas viene un aprendizaje significativo, el de la realidad, y mi escuela fue Gea, un grupo de gente valiosa que me permitió ser parte de sus proyectos y conocer grupos humanos maravillosos en las comunidades y pueblos de la cuenca de Lurín y algunos otros lugares del país.
En ese interín, y con el afán de aprender -esta vez en postgrado- pasé por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Un espacio valioso que me permitió fortalecer lo aprendido con el tiempo, afirmar convicciones y hacer amigos que, a veces, difiriendo de tus ideas, te enseñaban mucho. Creo que el Diploma de la UARM tiene eso de especial, es el espacio divertido de análisis, de compartir, de dar y recibir ideas, de crear para creer.
Hoy esta suma de de aprendizajes diversos y de años – pocos pero años al fin y al cabo- los quiero seguir entregando a mi país, desde un nuevo lugar y rol, donde me acogieron bien y encontré un equipo estupendo, personas que trabajan duro por sacar adelante el turismo en el Perú.
Como profesor, creo que partí siempre de la premisa de entender ese término y comprendí que se trata de profesar, de inculcar antes que simplemente enseñar. Siempre he sentido que la docencia parte del amor que le tienes a lo que haces y la pasión que imprimes al compartirlo, suena romántico pero es algo a lo que quisiera dedicar parte de mi vida.
Siento que enseñar me hace, además, analizar y darme cuenta de lo valioso que puede resultar motivar en el afán de construir. Yo tuve un gran maestro, que además de tostar café me enseñó que no hay sentido mayor en la vida que el de dejar enseñanzas, ver que otros multiplican ideas y obras. Ése fue mi viejo.