Mi opinión
He llegado desde Lima para apreciar una de las más bellas postales del norte: la nidada de una pareja de lechuzas de los campanarios (Tyto alba), una de las tantas especies de rapaces que pueblan la noche y la imaginación de los creyentes. En lo más alto del destartalado faro de Máncora, tres polluelos y sus respectivos progenitores no han dejado de lanzar a los cuatro vientos –desde hace cinco semanas- los tétricos chillidos de su ululato característico.
Subir a los cerros de Máncora buscando el mejor sendero para llegar a su viejo y abandonado faro no es cosa sencilla. Los matorrales y las espinas han clavado sus raíces en medio de las grietas de la roca y del abismo que se precipita hacia la carretera. El calor agobia y las cicatrices que las lluvias dejaron en el suelo seco pueden ser la causa de cualquier estropicio, hay que caminar con cuidado. A las once de la mañana el cielo es más intenso todavía y el azul del mar se estrella contra el horizonte para fundirlo todo…
Esas notas y las que siguen las publiqué hace una pilas de años en el suplemento dominical de un diario que ya no existe donde laboraron periodistas que siguen siendo mis amigos como Paco Tumi, Sonaly Tuesta, Santiago Rongagliolo, Patricia Melgarajo y muchos más. Las he recordado ahora que he sido testigo de un hecho extraordinario: dos lechuzas de los arenales (Athene cunicularia) encontraron en las wachumas del jardín de mi casa la percha perfecta para empezar su rutina de infalibles cazadores de la noche. Y desde hace cinco días no dejo de admirar, con nocturna puntualidad, su singular belleza y la altivez con la que auscultan la vida que vivimos los habitantes del territorio que han decidido hacer suyo. Continúo mi relato.
He llegado desde Lima para apreciar una de las más bellas postales del norte post Niño: la nidada de una pareja de lechuzas de los campanarios (Tyto alba), una de las tantas especies de rapaces que pueblan la noche y la imaginación de los creyentes. En lo más alto del destartalado faro, tres polluelos y sus respectivos progenitores no han dejado de lanzar a los cuatro vientos –desde hace cinco semanas- los tétricos chillidos de su ululato característico.
Digo más: la mayoría de búhos y lechuzas son territorialistas; es decir suelen residir en áreas muy bien determinadas y se asocian en parejas que darán paso a un nuevo grupo familiar. La lechuza de los campanario o lechuza común anida en torres abandonadas, faros, en edificios ruinosos o en aposentos que le puedan servir de atalaya para sus cuitas de eximio cazador. Cuando se ve amenazada chasquea la lengua para producir ruidosos sonidos que intentan espantar a sus ocasionales depredadores. Estos ululatos les sirven, también, para comunicarse entre sí en la oscuridad de la noche.
El faro donde me encuentro es similar a todos los de su estirpe: una portezuela de fierro sirve para introducirnos en una estructura circular que presenta unas gigantescas grapas de metal que sirven de peldaños para ganar altura. Decidido a conocer a los nuevos inquilinos, empecé el ascenso por esa escalera que no estimulaba su uso. A unos veinte metros del piso, el olor de la comida descompuesta y la fabulosa línea de hormigas que suben y bajan sin descanso nos advierten que estamos llegando a una madriguera bien abastecida. Un sopor frío recorre mi cuerpo, debo advertirlo. Cualquier movimiento en falso puede lanzarme al vacío.
De pronto, horror en medio de la canícula piurana, un chillido estremecedor y una sombra invaden el universo entero: una silueta gigantesca abandona su letargo y se lanza en picada. Se trata de una lechuza inmensa, de grandes alas y rostro fiero: acaso una manzana podrida o un corazón amarillento.
Resisto como puedo la respiración y me sujeto a la escalera metálica. Me doy cuenta que la descomunal criatura ha seguido cayendo y ya está a unos cuatro metros de distancia de donde me encuentro. Una oportuna abertura en la pared la devuelve al aire libre y en unos segundos, pocos pero interminables, la lechuza que he venido a estorbar se posa sobre lo que sea en la quebrada Cerro Blanco. Debo apurarme antes de que regrese.
Más de ciento treinta especies forman el orden de los estrigiformes (búhos y lechuzas a las dos familias de este orden de rapaces en su mayoría nocturnos). En la costa peruana son comunes la de los arenales y ésta de los campanarios. La alimentación de las dos especies es variada y depende de los lugares donde se mueve. Su dieta incluye ratones, lagartijas y cuanto ser vivo comete el error de moverse en sus cercanías. Han colonizado todo el planeta con excepción de la Antártida y una que otra isla perdida en el interminable océano. Ninguna especie es carroñera aunque sí se han reportado búhos de hábitos alimenticios más especializados: diez especies de estrigiformes son pescadoras.
Producido el apareamiento e iniciada la etapa de incubación, solo la hembra permanece al cuidado de los huevos, siendo su consorte el encargado de alimentarla a ella y a la futura prole. Las hembras son más grandes y vigorosas que los machos, razones no les falta: en la ferocidad de la vida natural son las encargadas de defender la nidada. Cuando se sienten asediadas las hembras se muestran fieras y al igual que los gatos y otros felinos se encrespan para asumir un tamaño desproporcionado que intimide al depredador. Muchas personas, por acercarse más de la cuenta a una fémina enfurecida, han perdido los ojos…
Entonces no lo sabía. Muerto de miedo sigo en ascenso. Donde acaba la escalera, allí donde alguna vez estuvo la luminaria que alumbraba en lontananza, en una especie de falso techo, estaban las demás. Seis ojos brillando en la oscuridad o tres cuerpos de diferentes tamaños dispuestos al combate. ¿Qué atavismo induce a la especie a buscar refugio en las alturas de un faro o de un campanario? ¿qué hace una colonia de lechuzas a tan pocos metros del ajetreo y la bulla de uno de los balnearios más concurridos del norte más norte?
La demografía de las especies de búhos y lechuzas depende de la despensa alimentaria que exista en sus lugares de distribución. Si la dotación de ratones –el principal alimento de las dos especies de esta reseña- se altera y crece su población, las lechuzas empezarán a reproducirse a un ritmo más veloz. Ponen un huevo cada dos o tres días; de allí que entre el primer polluelo y el último hayan varias semanas de diferencia.
Al igual que águilas pescadoras y otros rapaces diurnos, las de los campanarios necesitan apropiarse de una posición privilegiada que les permita un adecuado dominio de las alturas. También un campo de aterrizaje que las salve del peligro que significa para una especie de su tamaño el tener que batir sus alas a ras del piso.
Voy recogiendo con esmero, una vez culminada la testaruda aventura, algunos restos de su comida para saber un poco más de sus hábitos alimenticios y empezar el descenso. Los atrevidos y muy hermosos habitantes del faro de Máncora podrán proseguir su tarea cotidiana. Y las hormigas reiniciar su apurado festín.
Buen viaje…