A mi madre le gustaban los gatos, nunca lo voy a olvidar. En nuestra casa del jirón Amazonas, justo en el límite entre Magdalena y Pueblo Libre, los gatos eran parte de nuestra vida familiar y también de la vida vecinal, todos mis amigos en los callejones y conventillos que frecuenté de niño solían tener uno. O más de uno.
Cuando recién llegamos a ese barrio de bravos, una familia que vivía a tres casas de la nuestra era llamada sin rodeos la de los Comegatos. Minino que merodeaba por los techos de caña brava de los Comegatos, zuas, directo a la olla.
Mi mamá vivía en pánico de solo pensar que alguno de sus preferidos pudiera caer en manos de tan peligrosos vecinos.
En casa teníamos muchos. Kiti, recuerdo a una, Michón, a otra, Quipichinqui, Michona, la mayoría de los gatos de la casa, mala suerte la nuestra, eran hembras, hembras reproductoras.
Las noches de gatos en celo se convertían en una sinfonía de maullidos. Las correrías por los techos eran intensas y continuas, casi diarias. Carlos, mi hermano mayor, renegaba en las mañanas, mi mamá se hacía la desentendida, nosotros, Pepe y yo, los más chicos, no decíamos mucho.
Paco y Cusi, los que completaban el quinteto Reaño, andabanm en otra, eran dos jóvenes enamoradizos…
Pero entre tantos gatos que tuvimos recuerdo a Champán, uno de los últimos que Alicia, mi mami, engrío cuando cada uno de nosotros, sus hijos, empezábamos a buscarnos la vida por otros rincones de la misma ciudad.
Era un gato grande, osado, el único que a esas alturas del partido se daba el lujo de entrar a sus apasentos o a visitar la sala, o el salón para decirlo en los términos de entonces, y sellar su presencia altiva y victoriosa con unos meados de antología.
Champán qué bonito nombre. El también finado Pedrito Goicochea no podía ocultar su ojeriza con tamaño contrincante. Pero no decía en voz alta ni mus, Alicia lo hubiera puesto de patitas en la calle.
…
Me encantan los gatos. En mi casa de Villa tuvimos varios, Guille y Javier, mis dos hijos, heredaron de su abuela el mismo gusto por los mininos. Guille recogió uno que encontró en Barranco cuyas crías sí que tuvieron pedigrí, siamesas todas. La pobre Vivió un buen tiempo con nosotros hasta que un día puso los pies en polvorosa. Una fiebre rara que atacó a mis hijos y la llegada a casa de la señora Ana, enemiga jurada de la especie en mención, pusieron triste final a nuestro vínculo amical.
El gusto por los gatos de mis críos se prolongó, debo decirlo, unos años más en casa de Cecilia, su mamá. Guille tuvo un último gatito: Catáneo, un minino cariñoso que fugó por las ventanas del edificio cuando llegó, mejor dicho, cuando creció Kai, el primer Bull terrier de la familia.
La leyenda urbana afirma que Catáneo todavía merodea por la Bajada de Baños y el Puente de los Suspiros. Es un vigoroso gato techero, como los que vivían en las azoteas de Amazonas con Libertad.
Champán así se llamaba el último gato de Alicia, mi madre. Todos estos años me había olvidado de su garbo y concha. Lo había borrado, como he hecho con tantas otras cosas, de mis recuerdos… pero en mi último día en San Bartolo me topé de bruces con el insigne engreído de mamá. Lo juro pos la Sarita, Champán entró a mi casa, que desde que vivo con la señora Ana, se convirtió en un bastión inexpugnable para gatos, gatas y gatitos.
Yo estaba sentado en mi escritorio y Champán o un ser idéntico al susodicho salió debajo de mi cama, oleteó por todos lados, en mis narices, como se suele decir, alzó la cola y se fue. Mondo y lirondo.
Para mí, humilde mortal, se trataba de un mensaje de mi madre. Mi mamá me mandó a Champán para decirme que podía partir sin temores, que todo iba a estar bien, como siempre. O como solía decir ella, para decirme, “hijo, alas y buen viento”. Esa noche, mi última en San Bartolo, dormí como un lirón, seguro de estar protegido, inmunizado contra las desgracias, por la prole gatuna de mi madre. Y por Alicia, por supuesto.
Buen viaje…