Mi opinión
Roxabel Ramón escribe regularmente en VOL y en Viajeros, pero su trabajo permanente lo realiza desde El Comercio, qué suerte la del Decano. Pese a su juventud, Roxabel ha recorrido intensamente nuestro país y sabe de sus historias. Viajera impenitente, la viajera de esta semana tiene mucho que decir y lo está haciendo como se debe: con mucho ojo y abundante talento.
No me gusta el infinitivo viajar, prefiero el definitivo, el insalvable ir. En uno de mis recuerdos más lejanos (pinceladas impresionistas) chapoteo desnuda en el río Chanchamayo; en otro, aparezco sumergida en unas aguas termales de color verde que mis padres hallaron en medio de una pampa helada en Yauli. Puedo ver -quizás solo inventé la imagen a partir de la narración de mamá- que nos fuimos de allí trepados en la tolva de un camión traquetero, pálidos de frío. Tenía tres años y hoy tengo veintitrés. Y a esta altura del párrafo, entiendo que todo aquello configuró para siempre mi idea de la felicidad, y esta nostalgia crónica.
Pero yo empecé a IRME recién a los catorce, cuando todo se hizo cuestionable: el progreso capitalista, el desayuno, Dios. Me tardé un poco, pero felizmente descubrí mi nueva ortodoxia: ir sin la obligación de volver.
Un viaje inolvidable, definitivamente el que hice a los catorce. La selva alta me regaló las primeras horas de displicencia. Me enamoré en Pichanaki y por primera vez decidí tener una aventura con tecnocumbia como soundtrack victorioso. Fueron días de trochas, cataratas y pubs nocturnos improbables. Pero, sobre todo, fueron días de deslumbramiento inicial por este país tan inmensamente diverso, tan infinitamente rico, tan intenso, mágico, sobrecogedor. Tanto que no hemos terminado de darnos cuenta. Qué terminado, si recién estamos empezando, avergonzados de nuestra miopía, a volver la vista al Perú.