Había tomado un bus cerca de San Telmo que recorrió la avenida Santa Fé, idéntica a la Colmena de mi infancia para dejarme en Pueyrredón, una arteria poblada por esas tipas enormes que solo saben dar sombra y sin darme cuenta ya estaba dentro de una librería sin mucha gracia pero surtida de trabajos sobre la Patagonia que acababa de recorrer. Mientras escogía uno de los libros de W. H. Hudson que disfruté en El Calafate y me disponía a pagar, un extraño sujeto, blanquísimo, sesentón, una especie de Niño Goyito del barrio de la Recoleta, me abordó para recomendarme una biografía de Alicia Jurado sobre el naturalista inglés nacido y criado en Argentina. Me sorprendió su erudición sustantiva, su dicción y sus maneras de otro siglo.
De Hudson, que conocía de cabo a rabo, pasamos a los viajeros decimonónicos, a la Patagonia misma, al historicismo de nuestros novecentistas (tan preñados de Francia), al embajador Hoyos Osores, al hispanismo supérstite todavía en cierta producción cultural latinoamericana y a una serie de temas que felizmente conocía: el diario Claridad, la editorial Lozada, Juan Parra del Riego, Alfredo Palacios, Ortega y Gasset, Mussolini (mi nuevo amigo no podía ocultar su admiración porl el Duce), Franco y el franquismo, José de la Riva Agüero, Ricardo, Clemente y Angélica Palma, los hermanos García Calderón -me sorprendió que supiera de la existencia de Juan, el García Calderón muerto en Verdún y una serie interminable de temas peruanistas: Amauta, la revista de Mariátegui, Raúl Porras Barrenechea, José Santos Chocano, la Biblioteca Nacional, Manuel Seoane, los seguidores limeños del Ariel de Rodó.
La señora que nos atendía, probablemente la propietaria de la librería de Pueyrredón, no cabía en su embeleso, nos sirvió un refresco y no dejó de observarnos todo el tiempo qué, fácil, pudieron haber sido un par de horas. Dos eminencias hablando de una época de gloria intelectual para sus dos naciones. El personaje en mención vestía como un desocupado, como esos que he visto tantos durante mis paseos por San Telmo, la Boca y Monserrate; con un trajinado polo de esos que regalan en los establecimientos que suelen promocionar su marca y un jean desteñido por el tiempo. Cuando nos despedimos nuestra anfitriona glosó: «Este tipo sabe mucho, todos los días pasa por la tienda para llevarse un libro de remate, hoy compró uno de Mujica Laynes».
Bonita tertulia la de esta tarde, magnífico preludio para recorrer el camposanto de Buenos Aires. Me quedé pensando en los pocos datos biográficos que mi contertulio me dejó al desaire: un trabajo como historiador en Relaciones Exteriores y una afición desmedida por su empleo en Cancillería. A mi me pareció, en cambio, un erudito de su propia biblioteca, un ratón de librerías, un solitario fuera de todo engranaje laboral. Nos despedimos con amabilidad y me dijo que le enviara el libro que, seguramente, iba a escribir sobre los viajeros extranjeros en Argentina (había entendido que andaba en eso). Cuando caminaba por plaza Mitre revisé el papelito donde había puesto sus referencias: Diego Jiménez, calle Azcuénaga 1360, sétimo piso. Obviamente no había puesto ninguna dirección electrónica. Era evidente…los hombres con el perfil de mi inusual compañero de cuitas aborrecen las redes. No las toleran.
Ellas tampoco.