Mi opinión
Vuelvo y vuelvo a los trabajos científicos e historiográficos de José María Fernández Díaz-Formentí, Chema Formentí, el médico asturiano que más ama el mundo andino-amazónico y la historia del Perú, un país que aprendió a querer y admirar de adolescente, cuando le tocó participar en la final de uno de los programas de concursos más sintonizados de los años setenta: “Lo que vale el saber”. ¿Lo recuerdan o acaso han escuchado hablar de ese magazine cultural conducido por Pablo de Madalengoitia, fundador de la TV peruana? Bueno, Chema acaba de subir a su muy interesante blog (https://formentinatura.wordpress.com/) este enjundioso artículo sobre la quina (Cinchona officinalis), una planta medicinal utilizada en el mundo andino –por no decir el Perú- desde tiempos inmemoriales que puesta en valor durante la colonia se encargó de dar lucha sin cuartel contra el paludismo, un mal que diezmaba a los súbditos del rey español por esta parte del mundo.
La historia de la quina o chinchona que cuenta el asturiano es notable, se las estoy dejando para que la disfruten. Notable también es la importancia de la planta milagrosa en estos tiempos del COVID-19: el uso de un familiar de la molécula de quinina, la hidroxicloroquina, cuenta Chema, ha proporcionado un rayo de esperanza en el tratamiento de la enfermedad”.
No les cuento más, los dejó con mi dilecto amigo Chema Formentí y la historia del polvo de la Condesa. Buenas tardes para todos.
por José María Fernández Díaz-Formentí
En algún foro en el que he participado sobre cuestiones de los Incas y el Antiguo Perú me preguntaban qué legados habían dejado aquellas culturas andinas a la Humanidad. Pues bien, por más que hoy admiremos su arquitectura, textiles, cerámica, orfebrería, etc., el verdadero legado a la Humanidad que nos han dejado los antiguos peruanos han sido las plantas. ¿Alguien se imagina la gastronomía mundial sin la patata, tomate, judías, cacao, etc.?. Todavía algunas plantas están pendientes de ser descubiertas para la alimentación universal, y otras están en ello como la quinua (aprovecho para rogaros encarecidamente que digáis “quinua”, acentuado en la í, y no “quinoa”, acentuado en la o, que es su nombre anglosajón, nombre que los importadores y comercializadores del grano en España han adoptado estúpidamente en sus productos, despreciando la denominación nativa en los países de habla hispana. Sobre este tema he publicado un artículo en este mismo blog: https://formentinatura.wordpress.com/2016/04/30/quinua-si-quinoa-no/).
Pero aparte de las plantas alimenticias, algunas de las cuales salvaron a millones de personas en las hambrunas, como la patata, hubo otras muchas que también lo hicieron gracias a sus propiedades medicinales, y si hubo una que destacó fue el árbol de la quina, llamado por entonces “quinaquina”. Parece que desde antes de la llegada de los españoles al Perú, los incas y los pueblos de las laderas orientales de los Andes que estos sojuzgaron conocían las propiedades de ese árbol contra la fiebre (“chuqchu” en quechua, término que alude a las fiebres recurrentes con escalofríos y tiritona). Con la llegada de la malaria comenzó a aplicarse con gran efectividad.
Según tradiciones recogidas por Ricardo Palma y por Juan H. Scrivener, en los años 30 del siglo XVII un indio del sur del actual Ecuador, corregidor de Loja, llamado Pedro de Leyva, estaba aquejado de unas fuertes fiebres y se detuvo a la orilla de un remanso de agua para calmar los ardores de su sed. Cuando llegó al pueblo comprobó que la fiebre había desaparecido: las amargas aguas que había bebido eran una infusión natural de ramas y hojas caídas al arroyo; los árboles de los que procedían, y cuyas raíces también estaban en las aguas eran de quinaquina. Días después rebrotó la fiebre, aunque menos intensa, y aquel agua amarga volvió a funcionar. Parece que un jesuita misionero en Loja se benefició también de una infusión de corteza del “árbol de las calenturas” a instancias de un cacique local, según el cual era empleado como febrífugo por su pueblo desde muchos siglos atrás.
Por entonces cayó enferma de fiebres intensas y recurrentes, presumiblemente palúdicas (no está muy claro), la esposa del virrey, el cuarto conde de Chinchón. Estaba cada vez más grave y sin esperanzas de sobrevivir. El corregidor de Loja a la sazón, Juan López de Cañizares, que también se había beneficiado de la infusión, envió un paquete con esas cortezas tan eficaces al médico de la virreina, el doctor Juan de la Vega. No había nada que perder por probarlas, y de nuevo la infusión fue milagrosa y salvó a la condesa.
La quinaquina saltó a la fama: la corteza seca se molía en polvo fino y se mezclaba generalmente con vino. Los llamados en Lima “polvos de la Condesa” o “corteza jesuita” (pues eran los jesuitas quienes comenzaron su acopio y distribución) se enviaron a España y sobre todo a Italia, donde había mayor prevalencia de fiebres palúdicas. Su efectividad era asombrosa, sobre todo en las llamadas fiebres terciarias, y la “cascarilla”, “corteza de Loja” o de quina empezó a valer su peso en oro. Durante siglos fue un eficaz antipalúdico, y cuando Linneo asignó el nombre científico al árbol de la quina lo llamó Cinchona officinalis, en honor a su ilustre beneficiada por la planta, la condesa de Chinchón (“Ci-” en italiano se pronuncia “Chi-“).
En el siglo XVIII las expediciones científicas de la Condamine y de Ruiz y Pavón buscaron activamente el árbol de la quina, así como el botánico Celestino Mutis de la actual Colombia, y distinguieron varias especies de Cinchona, estudiando las más eficaces, pero su demanda y cotización era tal que el árbol iba siendo cada vez más raro, pues al descortezarlo se moría. La escasez trajo consigo también su adulteración con cortezas parecidas y la pérdida de efectividad, pero la mejor no faltaba en la botica o farmacia del palacio real o en palacios de nobles, por si acaso. En el periódico El Mercurio Peruano de 1793 se escribía que la “cascarilla” se remitía del puerto de Paita (Piura) a Lima por mar, y luego “de el puerto del Callao se dirige a España, y de allí se difunde para el Asia, África y Europa, adonde tiene un espantoso consumo”. Fue tan cotizado y valorado que el Perú lo incorporó a su escudo oficial. Lamentablemente, hoy es un árbol realmente difícil de encontrar en los bosques de los piedemontes y valles de los Andes.
En 1820 se aisló su principio activo, la quinina, comprobándose después sus efectos farmacológicos: en efecto era antipirética y bajaba la fiebre, pero además mataba el parásito de la malaria. También se empleó como potenciador del sabor amargo en la bebida, dando lugar a las aguas tónicas, que mezcladas con la ginebra darían lugar al conocido cóctel gin-tonic.
La palabra quechua quina y el árbol homónimo han dado la denominación a un conjunto de moléculas llamadas quinoleínas o quinolinas que incluyen a la quinidina (antiarrítmico) y a diversos fármacos capaces de matar protozoos parásitos, como la propia quinina o sus derivados la mefloquina, cloroquina e hidroxicloroquina. Son capaces de alterar el pH intracelular de los Plasmodium hasta matar a estos microorganismos causantes de la malaria o paludismo. Asimismo también se usan en el tratamiento de ciertas enfermedades autoinmunes, como el lupus eritematoso o la artritis reumatoide.
Un último uso de un “familiar” de la molécula de la quinina ha recibido la máxima atención en la atroz epidemia de 2020 producida por el coronavirus SARS COVID-19. La cloroquina y sobre todo la hidroxicloroquina (menos tóxica) han proporcionado un rayo de esperanza en el tratamiento de esta enfermedad: como en el caso de los protozoos parásitos, estos compuestos alteran el pH intracelular, dificultando la replicación del ARN viral e interfiriendo con los receptores de la membrana celular que, aunque tienen otros fines, utiliza el virus para entrar a la célula y replicarse en su seno. Algo que podríamos comparar a unas cerraduras que abren ciertas llaves moleculares fisiológicas, y que el virus sabe abrir: pues bien, la hidroxicloroquina bloquea esas cerraduras.
La hidroxicloroquina parece estar demostrando su efectividad en esta infección, y se está utilizando: no es exactamente un derivado de su pariente, la “vieja” quinina, pero este grupo de moléculas ha mostrado una vez más ser un conjunto de compuestos que no han parado de salvar vidas desde los lejanos tiempos prehispánicos y los “Polvos de la Condesa”. Una prueba más del gran legado de los pueblos antiguos de los Andes a la Humanidad…