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Una vida de película: Yoshitaro Amano, peruanista y hombre de mundo

Mi opinión

Hace unos días dejó de existir Mario Amano, mecenas y director del Museo Amano, la colección de arte textil prehispánico más notable que existe en nuestro país. Su muerte y la de su madre, Rosa Watanabe, acaecida en abril pasado, han dejado un vacío notable en la cultura peruana y visible congoja entre los que seguíamos su trabajo: los Amano, Yoshitaro, Mario y Rosa, fueron durante varias décadas comprometidos defensores del arte precolombino de la costa norte peruana.

El Museo Amano, fundado en 1964 por el patriarca del clan, es una joya de la cultura nuestra y una vigorosa apuesta familiar por el devenir de nuestro proceso como nación. Lo he visitado innumerables veces como maestro y amante de la arqueología y la creatividad de los antiguos peruanos.

Les dejo esta sabrosa reseña de Enrique Higa sobre Yoshitaro Amano (1898-1982), el filántropo japonés que nos ha legado tanto. La suya fue una vida inmensa, plena en el amor a la patria que adoptó y a su historia. Amano fue un peruanista notable, un iluminado que trascendió a su tiempo. Su hijo y su querida esposa también lo fueron. Descansen en paz.


Yoshitaro Amano nació en 1898 en la prefectura de Akita (Japón). En 1954 se casó con Rosa Watanabe. En 1956 nace su hijo Mario. En 1964 se inaugura el Museo Amano y en 1973 se crea la Fundación Museo Amano. Falleció en Lima en 1982. (Foto: © Archivo de la Familia Amano)

 

Si un cineasta tuviera que dirigir una película inspirada en la vida de Yoshitaro Amano, no tendría que inventar o exagerar nada para darle emoción. Su vida tuvo todos los ingredientes para ser un suceso en la pantalla grande: aventura, drama, pasión, lucha, etc. Le sobrarían escenarios: una hacienda en Chile, una casa comercial en Panamá, un campo de concentración en Estados Unidos, un puerto en África, un museo en el Perú. Y su natal Japón, claro.

Amano fue ingeniero naval, empresario, investigador, trotamundos y filántropo. Lo acusaron de espía. Sobrevivió a un naufragio. Se escapó con el hermano menor del emperador Hirohito. Revalorizó una cultura ignorada.

NEGOCIOS EN LAS AMÉRICAS

Yoshitaro Amano arribó al Perú por primera vez en 1929, aunque solo como destino de paso. El nuestro fue uno de los nueve países americanos en los que llegó a tener negocios en aquellos tiempos (los otros fueron Estados Unidos, Panamá, Paraguay, Uruguay, Chile, Costa Rica, Ecuador y Bolivia).

Recibió las siguientes condecoraciones: Orden al Mérito por Servicios Distinguidos en el Grado de Comendador (Perú), Palmas Magisteriales del Perú en el Grado de Comendador, Medalla de la Cultura Peruana, Premio Yoshikawa Eiji (distinción que Japón otorga a los japoneses que destacan fuera de su país) y Premio Fundación Japón. (Foto: © Archivo de la Familia Amano)
 

En 1935 conoció Machu Picchu, convirtiéndose –sostiene su hijo Mario– en el primer japonés en visitarlo. En 1951 pisó otra vez tierra peruana, pero esta vez para no irse más.

Entre uno y otro viaje, un hecho cambió su vida: la Segunda Guerra Mundial. Un japonés que tenía un barco atunero propio y empresas en las tres Américas era un blanco demasiado visible para EE. UU., que en diciembre de 1941 lo capturó en Panamá. Durante la guerra, los japoneses en esta parte del mundo eran sospechosos, sobre todo si tenían poder económico.

Estuvo internado alrededor de un año y medio en campos de concentración en Panamá y EE. UU. En junio de 1943, fue puesto en un barco que lo llevó hasta la ciudad de Lourenço Marques (hoy Maputo), en Mozambique, donde formó parte de un intercambio de prisioneros. Ahí lo embarcaron a Japón y en agosto ya estaba en su país.

Sin negocios y expulsado como enemigo de guerra por EE. UU., quizá otro habría elegido quedarse en su patria y no complicarse la vida haciéndose otra vez a la mar para cruzar el océano. Pero él, aventurero tenaz, optó por el camino difícil.

En febrero de 1951, se subió a un barco sueco en Yokohama para viajar a América. La embarcación naufragó en una noche azotada por tormentas, pero –por fortuna– sus pasajeros fueron rescatados por un barco estadounidense que los llevó de vuelta a Japón.

La mala experiencia no lo arredró. En marzo volvió a embarcarse. En abril llegó al Perú tras un agitado periplo que abarcó Canadá, Panamá (donde se salvó de ser capturado por segunda vez gracias a un jefe policial que era hijo de un exempleado de su empresa), Jamaica y Bahamas antes de pisar Lima, donde le resultó difícil ingresar por falta de documentos.

En el Perú Amano inició una nueva vida, menos inquieta, pero más fructífera en el aspecto cultural y, en especial, beneficiosa para nuestro país.

Con su clásico casco de safari, Yoshitaro Amano y su esposa Rosa Watanabe, en plena labor de investigación. (Foto: ©Archivo de la Familia Amano)
 

En la década de 1950, Yoshitaro Amano se hizo una presencia habitual en Chancay (al norte de Lima), donde recogía piezas arqueológicas de la cultura que se asentó en esa parte del país en el año 1200. La zona no era virgen, pues los huaqueros la habían profanado, Sin embargo, solo se llevaban los objetos de metal, desechando los textiles.

Los huaqueros consideraban a Amano como un japonés extravagante que incluso estaba dispuesto a pagar por unos telares que ellos quemaban para calentarse mientras huaqueaban. Para él eran muy valiosos. “Los hilos han tejido el mundo”, solía decir.

Las cerámicas también eran despreciadas. Los hijos de los hacendados del lugar las utilizaban para jugar tiro al blanco con sus escopetas. En general, la cultura Chancay era poco valorada.

Difícilmente la estampa de Amano podía pasar desapercibida en la zona. Su hijo Mario describe la vestimenta que singularizaba a su padre: “Casco de safari, camisa blanca, saco y corbata, guantes blancos, pantalón bombacho y botas altas. Un look que resume como “arqueólogo mezcla con safari”.

Un encuentro fortuito fue decisivo para formar su colección de piezas arqueológicas. Un día, explorando, llegó a la hacienda Huando, en Huaral, y encontró un cementerio prehispánico transformado en un basural. Entusiasmado, comenzó a hurgar. De pronto, apareció el hacendado Graña. “¿Qué hace usted ahí?”, le preguntó. “Estoy buscando retazos de textiles”, le contestó.

Graña lo llevó a la hacienda Palpa, propiedad de la familia Vizquerra, que poseía mantos. Ellos, a su vez, lo condujeron a la fonda de un japonés apellidado Ishiki.

El japonés reconoció a Amano, pues había asistido a una conferencia que este impartió poco después de su llegada al Perú para informar a la colonia japonesa de la situación en Japón tras la Segunda Guerra Mundial. El evento concitó gran interés en la comunidad, ávida de noticias.

Ishiki era líder de los kachi-gumi (japoneses que se negaban a aceptar la derrota de su país en la guerra) en la zona, así que alguien como Amano, que desmentía lo que ellos pregonaban, era mal visto.

Sin embargo, Amano logró hacerse amigo de Ishiki. Este, enterado de su interés por los vestigios arqueológicos, le mostró su depósito lleno de cerámicas y textiles.

¿Cómo llegó Ishiki a tener su propia “colección”? Por sus clientes huaqueros. Ya que las cerámicas y los textiles no tienen valor, pensaban ellos, que al menos sirvan para intercambiarlos por comida en la fonda.  

Amano le propuso comprarle las piezas. “Si te lo llevas todo te lo regalo, me están estorbando”, le dijo Ishiki. Cuando se corrió la voz, los amigos del dueño de la fonda que también tenían piezas precolombinas se las obsequiaron a Yoshitaro, feliz como si a Borges le hubieran regalado una biblioteca.

Rosa y Mario Amano están al frente del Museo y de la Fundación Amano. (Foto: ©APJ / José Chuquiure)

Mario recuerda que su padre disfrutaba mostrando su extensa colección. Primero llegaron sus amigos. Más adelante, los amigos de sus amigos. Su fama creció tanto que en 1958 el príncipe Mikasa, hermano del entonces emperador Hirohito, visitó la residencia de Amano para admirar la colección durante su visita al Perú, todo un acontecimiento en la época.

Mikasa se escabulló de su agenda oficial para desaparecer con Amano, revela su viuda Rosa. “Con mi esposo se vinieron a la casa. El príncipe estaba muy contento viendo todo, cuando vino la policía. Mi esposo recibió un resondrón, (le dijeron) ‘calladito no se puede escapar’. El príncipe quería venir. Por eso digo, el príncipe Mikasa visitó mi casa”, dice riendo.

Más de medio siglo ha transcurrido desde aquella visita, pero el recuerdo se conserva intacto en la memoria de Rosa, una mujer de modales suaves que se emociona cuando evoca a Amano. “Estoy nerviosa, hace tiempo que no hablo de mi esposo”, confiesa.

“Era una persona extraordinaria. Solito se hizo hombre”, dice. “Era muy estudioso, muy benévolo con la gente, muy amable; un gran intelectual, él sabía muchas cosas”, añade. Su hijo Mario corrobora: “Era muy serio, muy recto y muy culto, tanto así que aburría. Sabía mucho, sabía de todo”.

¿Por qué Amano eligió el Perú para echar raíces? “Por la arqueología”, responde Rosa. Mario, por su parte, cuenta que su padre decía que en ninguna parte del mundo se podían rescatar con tanta facilidad objetos antiguos, sin necesidad de hacer excavaciones porque estaban en la superficie, como en el Perú. Y lo recuerda como un viajero incansable: “Le gustaba mucho ir a la sierra. Le encantaba el Perú”. 

 

* Este artículo se publica gracias al convenio entre la Asociación Peruano Japonesa (APJ) y el Proyecto Discover Nikkei. Artículo publicado originalmente en la revista Kaikan Nº 88, y adaptado para Discover Nikkei.

 

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