Mi opinión
Siempre es grato escuchar, o leer como es el caso, a Vargas Llosa, máxime cuando los temas de los que se ocupa no tienen la tesitura del activismo político, ese pasatiempo en el que nuestro premio Nobel es genio y figura. La entrevista que le acaba de hacer Paco Nadal para El País nos muestra al Vargas Llosa viajero, empedernido trotamundos ya sea por trabajo o por otras veleidades. El escritor arequipeño sabe y en el diálogo con el viajero español reflexiona sobre la importancia del turismo y del retorno a los viajes, ese descubrimiento humano que nos vacuna contra la intolerancia al alentar el conocimiento de los otros. A seguir resistiendo.
Mario Vargas Llosa no es solo premio Nobel de Literatura y referente de las letras contemporáneas en español. Es además un viajero impenitente. Su biografía está llena de la palabra viaje. Viajes de documentación para sus novelas, para presentar libros o recoger premios, privados o para impartir conferencias, viajes como periodista…. Una vida nómada que empezó cuando tenía apenas un año y su familia se trasladó desde su Arequipa natal a Cochabamba, en Bolivia. Y que no ha parado desde entonces. “El viaje ha sido como un sino en mi vida desde antes de nacer”, confiesa en una entrevista a través de la plataforma Zoom. He quedado con él para hablar de viajes, para descubrir a ese Mario Vargas Llosa errante que hay detrás del escritor laureado. Su currículo viajero supera al de galardones literarios. “Soy un periodista y escritor que necesita viajar, porque para mí es muy importante visitar los lugares donde transcurren mis historias”.
Conserva recuerdos muy intensos de sus dos viajes por la Amazonía peruana (en 1958 y 1964), cuyas vivencias le sirvieron luego para novelas como La casa verde o Pantaleón y las Visitadoras. Vivió en Madrid, en París, en Londres, en Barcelona. Viajó por toda Europa y reconoce que solo tomó conciencia de su condición de escritor latinoamericano cuando llegó a Francia. Su peor experiencia viajera fue en el Congo, “una desgracia de país” y si pudiera huir ahora mismo, lo haría a una isla filipina.
Cómo ha influido esa vida de nómada en su obra. ¿Ha viajado tanto porque lo exigía su trabajo o es esa incesante necesidad de viajar la que ha condicionado su trabajo y su obra?
Digamos que siempre me atrajo muchísimo la idea del viaje, pero no tanto el viaje de placer, sino el viaje de trabajo. Porque el viaje de trabajo es el que te hace conocer mejor a la gente, la realidad de los otros países. Pasé mi adolescencia con el sueño de Francia, yo leía sobre todo muchísimo a los escritores franceses, era la época del existencialismo, Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, tuvieron una enorme influencia sobre mí. Fue curioso porque en Francia, donde viví siete años y trabajé como periodista en France Presse y luego en la Radio Televisión francesa, descubrí América Latina desde el punto de vista intelectual. No la descubrí en el Perú, porque estábamos tan incomunicados en esa época con el resto de América Latina que no te sentías un latinoamericano. Fue en París donde descubrí la literatura latinoamericana y empecé a sentirme latinoamericano, a comprender que había un denominador común entre el Perú y los otros países latinoamericanos.
Una de sus grandes novelas, La guerra del fin del mundo, es también un libro de viajes por un paraje fascinante, el sertão del nordeste brasileño. ¿Qué impresión le causó viajar allí?
El viaje al sertão fue apasionante porque lo hice acompañado de un muchacho local que me recomendó Jorge Amado. Fue un viaje maravilloso en el que descubrí que el interior de Bahía no tenía nada que ver con la costa, era un mundo completamente distinto. Un mundo de gentes muy austeras, muy sobrios, un paisaje espinoso, el paisaje de los encuerados le llaman porque como hay muchos árboles que solo tienen espinas, los ganaderos tienen que vestirse de cuero para no clavarse las espinas. Un viaje de un mes que a mí me dio la idea de lo que debió ser esa guerra, de un aislamiento muy grande, casi no había entonces comunicación con el resto de Brasil. Estuvimos en los 25 pueblos que se dice visitó el Conselheiro con sus prédicas. Me emocioné mucho cuando llegamos al poblado de Bom Jesús, donde está aún la iglesia que él construyó. Y también en el lago, porque Canudos ya no existe, han construido un lago artificial encima. Los sertaneros decían que el Conselheiro tuvo razón porque decía que el sertão viraría a mar y aquí está el mar, el agua. Una cosa realmente muy emocionante, creo que es la novela que me ha costado más trabajo escribir.
Para escribir El sueño del celta viajó al Congo, donde Rogert Casement, el protagonista de la novela, pasa buena parte de su vida luchando contra los desmanes del colonialismo. ¿Qué descubrió allí?
Fui a través de Médicos sin Fronteras, una organización absolutamente maravillosa por la que tengo gran admiración porque los he visto trabajar a estos médicos, hombres y mujeres, en condiciones dificilísimas. El Congo es una desgracia de país. Lo que hicieron los belgas, o más bien su rey, Leopoldo II, no tiene perdón. Leopoldo II fue el primer genocida de la historia europea. Dividió el Congo entre compañías a las que se les permitía los peores horrores, mataban a las mujeres, mataban a los hijos si los hombres escapaban y no llevaban la ración de caucho que ellos pedían. Creo que el Congo nunca se recuperó de esa destrucción social tribal que causó la terrible dictadura de Leopoldo II. Me acuerdo de un médico congoleño que me estuvo acompañando en la región de los Lagos y que había estudiado en Francia; de repente se echó a llorar y me dijo: “Aquí las bandas que nos asaltan periódicamente tienen la costumbre para humillar al enemigo, de violar a sus mujeres, todas estas mujeres que usted ve aquí han sido violadas. Yo soy un médico de la Seguridad Social y hace cinco años que no cobro mi salario, vivo de los regalos que me hacen mis pacientes”. Pocas veces en mi vida he visto una realidad tan desesperada, tan sin salida como la de aquel viaje al Congo. Creo que aquellos veintitantos años de Leopoldo II destruyeron para siempre ese país.
Un ambiente muy distinto imagino de Tahití, a donde viajó en 2002 en busca del rastro de Gauguin para El paraíso en la otra esquina.
Tahití es otra cosa, otro espíritu, otro clima muy distinto. Las islas Marquesas, donde está enterrado Gauguin, son las islas más islas del mundo porque son las que están más separadas de un continente. En las Marquesas tienen todavía una presencia de Gauguin porque no deben haber cambiado mucho desde esa época. Es muy curioso porque él está enterrado allí al lado de su peor enemigo, del obispo que estuvo a punto de mandarlo preso. Gauguin se murió antes y entonces no pudo meterlo a la cárcel, pero ahí están los dos enemigos, espero que se hayan reconciliado desde entonces (ríe). Pero a Gauguin no lo quieren nada en Tahití, él fue allí con la idea de que el salvajismo era fundamental para ser un gran creador, él quería retroceder hasta el mundo bárbaro. Y se portó como un bárbaro. Además, ya tenía la enfermedad terrible (siempre se especuló que padecía de sífilis) y dicen que contagió a muchas nativas con las que se acostó. Ha dejado una huella que no es nada simpática, es más bien muy hostil. No así en las Marquesas, donde no hay un resentimiento contra Gauguin. Sin embargo, creo que le dio a Tahití una presencia cultural en el mundo que fue extraordinaria.
¿Cómo viaja cuando va a documentarse para una novela?
Voy escribiendo siempre. Generalmente los hago solo porque me gusta mucho respirar el paisaje, sentir el calor o el frío, sobre todo escuchar a la gente porque algo se me pega a la hora de escribir del cantito muy diferente de cada zona. La República Dominicana, por ejemplo, tiene un cantito que es inconfundible y una manera de hablar que es muy muy jocosa, muy sensual. Las veces que he pasado en la República Dominicana ha sido fascinante sobre todo porque hay un clima que no tiene nada que ver con el del Perú ni con el de Europa. Allí es el Caribe, el corazón del Caribe, con una música que es inconfundible y una manera de comer y de beber. Todo eso enriquece enormemente mi trabajo de escritor.
Vivimos en un mundo en el que se viaja cada vez más, pero se viaja sin perder conexión con tu origen ¿Se pueden contar hoy historias viajeras igual que antes de vivir híper conectados?
Yo creo que no es lo mismo. Puedes conocer a través de la televisión, a través de la radio, a través de los discos muchas cosas que no se conocían antes. Pero nada supera a lo que es el contacto vivo con la gente de un país, con el paisaje. Los olores, los sabores, la música o la manera de hablar. La manera de hablar de cada lugar es absolutamente fundamental para un escritor. Yo no hubiera podido escribir nunca ni La guerra del fin del mundo ni El sueño del celta, jamás, si no hubiera ido a Brasil y si no hubiera ido al Congo. Si no hubiera pasado en la República Dominicana todas las temporadas que he pasado tampoco hubiera podido escribir los libros sobre Trujillo que he escrito. Para mí esa presencia física, que es la del periodista también, por supuesto, es absolutamente insustituible.
Hablemos de Perú, ¿qué le recomendaría visitar a alguien que va por primera vez a su país?
Le recomendaría sobre todo ir a la sierra, conocer lo que fue la cultura inca, el Tawantinsuyu, que fue un imperio notable, para entender cómo un puñadito de españoles conquistaron ese imperio. Allí descubres que el inca era un imperio que absorbía a todos los pueblos que conquistaba de una manera pacífica, admitía sus dioses, los llevaba a Cuzco, aunque imponía sí la lengua general, el quechua. Pero todos esos pueblos soñaban con recuperar la libertad y la llegada de los conquistadores españoles fue el pretexto ideal para liberarse de la presión de ese imperio y apoyaron a los españoles. La realidad es que los españoles dirigieron a grandes masas de todos los pueblos que formaban parte del Tawantinsuyu. También les recomendaría la selva, una región que representa las tres cuartas partes del país y sin embargo es la más desconocida, la que menos ha afectado el turismo. A una hora de Lima puedes regresar a la Edad de Piedra. Lima y las ciudades de la costa son la modernidad, donde te sientes absolutamente en el primer mundo. Y luego está la sierra y la selva. Las tres caras del Perú parecen que fueran tres mundos distintos y en cierta forma lo son, pero están muy unificados por el lenguaje. El quechua era el sueño de los incas, que fuera la lengua general, pero en realidad la lengua general es el español, es lo que ha unificado a los peruanos. Creo también que para un español es absolutamente fundamental ir a Cuzco y ver cómo los palacios incas se convirtieron en palacios coloniales. Y te voy a promover también Arequipa, una ciudad puramente colonial que nace cuando la expedición trágica de Almagro regresa de Chile, donde recibieron una paliza terrible de los indígenas. Llegaron a este valle rodeado de volcanes, respiraron tranquilos y dice la leyenda que entonces un indio les dijo: “are-kpay” (quedaos aquí, descansad aquí) y así nació la tierra donde yo nací.
Hasta no hace mucho, para llamar a casa tenías que buscar un locutorio y pagar 10 dólares (8,2 euros) por tres minutos. Y hasta mandábamos postales. ¿Las nuevas tecnologías están matando el placer del viaje reposado?
Algo se ha perdido, pero se ha ganado mucho. Hace 30 años era imposible llegar a ciertos sitios, hoy día puede llegar a todas partes prácticamente. No hay sitios prohibidos. Entonces eso es bueno, que la gente se conozca, que la gente supere los prejuicios, la desconfianza hacia el extranjero. Hoy en día nadie es extranjero en este mundo en el que podemos movernos con mucha facilidad. Es bueno que se facilite que tantas muchachas y muchachos puedan viajar y viajen, aunque sea en condiciones muy elementales. A mí me parece magnífico que la gente se conozca, que venza esas resistencias de las cuales nace esa cosa perversa que es el nacionalismo. Tener esa experiencia de las otras culturas, de las otras lenguas, de los otros paisajes, de las otras costumbres establece una comunicación entre las personas como las que establece la literatura. Los libros acercan a las gentes y los viajes son muy necesarios para vencer los prejuicios que existen sobre el otro.
El escritor Bill Bryson decía que le encantaba la sensación de ser anónimo en una ciudad en la que nunca había estado. Imagino que hace muchos años que a usted le será imposible ser anónimo en un viaje. ¿Echa de menos aquellos desplazamientos en los que sí podía ir de incógnito?
En los viajes de trabajo procuro ir anónimamente, en los viajes de trabajo no doy conferencias y procuro no tener ninguna publicidad para pasar completamente desapercibido y ser uno más en el montón. Eso es una sensación formidable. Ahora es algo más difícil, pero ir al Perú anónimamente, a una provincia solo, es una experiencia muy especial. Te sientes mucho más libre y el contacto con la humanidad local es mucho más pura, mucho más directa que si vas tú como una figura ante la cual hay siempre un acomodamiento de la personalidad. Para mí es muy importante el lenguaje, escuchar las palabras, la música con que se dicen esas palabras en lugares del propio Perú, cuando voy a provincias. No es que quiera hacer un lenguaje fotográfico ni muchísimo menos, pero llegar a pescar lo que son las maneras de hablar el español de cada localidad es una cosa que me fascina porque es un idioma en el que nos entendemos todos y creo que tiene matices muy locales, muy marcados, que están sobre todo en la música, en la música de las palabras.
La pandemia lo ha trastocado todo, pero antes de que apareciera este virus existía una corriente de turismofobia, una cierta sensación de que el turismo se nos había ido de las manos. ¿Cree que el turismo es Atila o tiene también su parte positiva?
No, yo creo que el turismo es indispensable, que lo peor que podría pasarle al mundo es que la pandemia nos dejará en esta situación de aislamiento, de incomunicación. Pero eso no va a ocurrir, creo que el turismo va a volver y con más empeño que nunca después de este encierro forzoso de más de un año. No, el turismo es absolutamente fundamental, no solamente por el goce que significa conocer otras culturas, otros paisajes, sino fundamentalmente para vencer los prejuicios, los prejuicios que están tan profundamente arraigados en nosotros respecto al otro. El turismo es la mejor defensa que existe contra esa caricatura de los otros y que el aislamiento produce inevitablemente. Creo que ahora los muchachos y las muchachas viajan por el mundo y vencen todos los prejuicios que nosotros teníamos en el pasado. Prejuicios que venían en gran parte del aislamiento y la incomunicación. Ahora bien, creíamos que habíamos dominado la naturaleza y no era verdad, la naturaleza nos puede seguir dando grandes sorpresas, como esta, con cientos de miles de muertos. Creo que vamos a salir de esta más humildes de lo que éramos antes, pero ojalá que el turismo no desaparezca. Al contrario, toda esa gente que ha estado confinada obligatoriamente va a salir con tantas ganas de recorrer el mundo que ya no van a quedar sitios invulnerables al turismo.
Para terminar, si pudiera elegir un sitio al que ir de viaje privado ahora mismo, ¿cuál elegiría?
A una isla que es el sitio más bello que he conocido en mi vida. Una islita que se llama Amanpulo y que está en las Filipinas, a una hora de Manila. Una isla absolutamente perfecta, completamente paradisíaca. Toda la isla es un hotel con un mar de sueño, que parece un mar pintado, de los que aparecen en las películas. Los cuartos son bungalós con salida directa al mar, tiene tres restaurantes maravillosos, un italiano, un francés y filipino. Es el sitio más bello que yo he visto. Ahora, yo estuve una semana y no sé si el octavo día ya sería intolerable (risas). Pero era la felicidad más absoluta.