Bogotá. Bogotá es una ciudad menos espectacular que la nuestra, sus atractivos son más discretos pero sin duda luce mejor, mucho más ordenada y coqueta. ¿Por qué? Porque sus ciudadanos han asumido el compromiso de convertirla en una ciudad ejemplar, que pueda competir con otras, que pueda estar a la altura de Medellín… pero también de Cali o Barranquilla.
Los cachacos, así se denomina a los que nacieron en Bogotá, tienen orgullo de lo que están edificando. Sienten que avanzan y en las próximas elecciones van a votar por Peñaloza o por quien asegure continuar la visión del recordado alcalde Antanas Mockus en la década de los noventa.
Nosotros los limeños, en cambio, tan proclives a la crítica cainita, al apanado como distintivo de raza, no le hacemos ningún mohín a la ciudad que estamos construyendo a pesar de las patinadas del municipio capitalino y los esfuerzos de los que viven y medran del desorden y la cultura Orión. Nos pasamos la vida hablando mal de nuestra ciudad y no valoramos lo mucho que hemos hecho por mejorarla y ponerla a tono con el siglo que vivimos.
Se podría argüir que no tenemos nada que se parezca a sus museos (al de Botero o al del Oro) o que sus centros culturales y su sistema de transporte público no se comparan a los nuestros. También sus ciclovías. Sin embargo, la culta Santa Fe de Bogotá no tiene ni por asomo una feria gastronómica y popular como Mistura; ni una feria del libro tan concurrida como la nuestra. Tampoco una propuesta teatral como la que distingue a Lima ni un festival de cine como el que estamos celebrando. Y qué decir de la poderosa aventura culinaria o los impertérritos atractivos del centro histórico de Lima.
Si seguimos escarbando veremos que a esta vieja capital le hemos puesto luces que la han convertido, hace rato, en atractiva y, a veces, en ejemplar.
Claro, distraídos como estamos, en meternos cabe no nos atrevemos a celebrar. Lamentable, nos sigue animando el anacrónico deseo de sentirnos los últimos de la clase.