Iquitos. Acabo de cerrar para siempre (qué ingenuo) el libro de Svetlana Alexievich sobre el drama de Chernobil, la hecatombre atómica que terminó de tirar por los suelos la inconmovible ilusión de la fortaleza soviética. Que libro, por dios. Si los académicos suecos le dieron el Nobel a la biolorrusa por su extraordinaria capacidad para descibnir con tanta claridad los desvaríos de nuestra especie no se equivocaron. Su canto coral nos refriega en el alma el absurdo al que hemos llegado como civilización. Estoy deslumbrado con su estilo y su talento literario.
Voy a aprovechar que mi hijo parte a la vieja Europa para pedirle que me traiga La guerra no tiene rostro de mujer, el otro título en español de la escritora nacida en 1948 en territorio ucraniano.
Y mientras buceaba en los anaqueles virtuales de la ibérica Casa del Libro me topé con otro de mis preferidos, Manu Leguineche. Apunto en la libreta de notas de Javier este otro libro: La felicidad de la tierra, el testimonio del corresponsal de guerra vasco escrito durante los últimos días de su retorno a tierra. Sigo por más.