Cien millones de turistas en un año en un territorio de 48,7 millones de habitantes. Parece un cuento de ciencia ficción o un bulo más de los que estamos tan acostumbrados a recibir cada día, pero no, es verdad, España posiblemente cierre el 2024 con ese espectacular récord de visitación, superando por primera vez a Francia, el país líder en arribos del planeta.
Terrible, como lo decían los críticos de los buenos deseos, la pandemia y el distanciamiento social no fueron capaces de detener el rush del crecimiento del sector que en el 2019 ya alentaba la turismofobia y la consecuente crisis por implosión del sistema, si no todo lo contrario, pareciera que sirvieron para acelerar el hiperdesarrollo de la industria de una manera impensable, loca por decir lo menos.
Y ahora solo nos queda, otra vez, rasgarnos las vestiduras y salir a buscar soluciones que detengan el malestar social (con sus enormes costos ambientales, me temo) propio de un aquelarre que fue festejado en su momento por tirios y troyanos, no nos hagamos los distraídos.
El diario El País en su editorial y también los sesudos artículos que la prensa española le ha dedicado en estos días al asunto están llamando la atención sobre el impacto que dicho crecimiento tiene en las comunidades receptoras y en los propios turistas. En Perú, aunque el crecimiento de los arribos internacionales ha ido a contrapelo de la conducta universal, cuándo no, los malestares y el dolor de cabeza que produce la masificación del turismo siguen siendo pan de cada día. No hay que pasarlos por aguas tibias.
Cosma, la joven alemana que vive en mi barrio, que llegó a Perú hace unos ocho meses para trabajar como cooperante en un albergue para niños de la calle, retornó del Cusco hace unos días espantada de las colas y apuros que tuvo que sortear para vivir con sus padres la experiencia Machu Picchu. Y cuando le tocó recorrer Puno, lejos de congraciarse con la belleza del lago más alto del mundo tuvo que contentarse con poco, abrumada por el indigesto show de los uros y su propuesta vivencial tan poco vivencial.
“Ese no es el Perú que estaba buscando”, me dijo y tuve que darle la razón.
Algo más. Aldo Durand, empresario hotelero en Los Órganos, cerquita a Máncora, con quien conversé esta tarde en San Bartolo me decía lo contrario: el turismo agoniza en el norte y no solo por la ausencia de visitantes, que es en realidad uno de los males menos graves, no, en el distrito donde opera -y resiste- no corre una sola gota de agua en las cañerías de uso público, el sistema en su conjunto colapsó, no sirve.
Urge ordenar la casa común para crecer con responsabilidad y a tono con las urgencias de la hora actual. Acabo de regresar de Tumbes, tuve la suerte de pasar un domingo en una de las quebraditas de Parque Nacional Cerros de Amotape con los guardaparques del Sernanp y los técnicos de Aider, la ONG que ejecuta ambiciosos contratos de administración en tres de las cuatro Áreas Naturales Protegidas de carácter nacional que se han establecido en el departamento fronterizo.
Los esforzados guardianes del área protegida me dijeron que en el sector de Angostura, una de las puertas de ingreso al parque, llevan registrados en lo que va del año el arribo de más de 2,400 turistas, un caudal mayor al histórico. Y lo pudimos constatar: nos topamos con decenas de familias tomando posesión de los espejitos de agua que van quedando en el bosque seco luego de las lluvias de temporada para regocijarse de lo lindo, felicísimos todos sus integrantes, vacilándose como dios manda… sin absoluto cuidado, debo decirlo también, de las normas y el sentido común que deben prevalecer en un área bajo protección estatal como la que estábamos visitando.
Por eso es necesario, urgentísimo, lo vengo diciendo desde hace mucho, apurar las estrategias que organicen la avalancha humana que con justa razón está tomando por asalto los lugares para la recreación y el disfrute que tenemos en nuestras áreas naturales protegidas: en las cercanías del puesto de vigilancia de Angostura, en Amotape, custodiado celosamente por los guardaparques del Sernanp, lo he vuelto a ver, las multitudes están allí, vivitas y coleando, dispuestas a usufructuar los espacios físicos con el mismo desparpajo con el que ocupamos las calles y avenidas de las ciudades que poblamos. Y por aquí, en nuestras ciudades, no hay que estar muy enterado para decirlo, el desbole, la anarquía, es la constante.
Les dejo estas reflexiones mientras alucino que es lo que va a pasar cuando lleguen los diez millones de turistas que se proyectaron cuando se discutía el visto bueno para echar a andar el tan criticado aeropuerto de Chinchero en el Cusco. Y eso que la descomunal cifra ambicionada por tantos no incluía a los peruanos y peruanas, también venezolanos, los vi en Cerros de Amotape, que con justa razón y todo derecho estamos gozando del aire libre y la recreación, dos ingredientes valiosísimos, diría que, hasta imprescindibles, del turismo interno que se está forjando en el Perú pospandémico y que en esta vitrina del pensamiento libre no nos hemos cansado, ni nos cansaremos, de estimular.
Ay, cien millones de turistas. Qué barbaridad.
PD: la titular de la cartera de Comercio Exterior y Turismo acaba de decirnos hoy que la meta de arribos de su ministerio para este año bordea los 4,4 millones de visitantes.
Ay, cuatro millones de turistas, casi cinco, qué miedo.
Buen viaje…
Leer más sobre este mismo tema en Apoteosis del turismo interno / Guillermo Reaño
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