Mi opinión
Hace unos días encontré esta magnífica crónica de Salcedo Ramos sobre el inmenso dolor que aflige a los deudos de los miles de afectados por la muerte que produjeron las guerras que están dejando atrás y que no dejan de llorar a sus seres queridos.
Entre tantos saludos navideños y parabienes para el 2019, el texto del escritor colombiano retumbaba por su crudeza y potencia.
Me parece que lo subió a la tuitósfera Alfredo Molano, el analista de los conflictos internos más dolientes de su país y miembro de la Comisión de Paz que se instaló hace unos meses en función al cuestionado acuerdo entre la guerrilla de las FARC y el estado colombiano.
Luis Marina Bernal, vecina de Soacha, una población cercana a Bogotá, madre de Fair Leonardo Porras, un joven de 26 años, discapacitado, asesinado por el ejército para hacerlo pasar por guerrillero y de esta manera mostrar los éxitos de la represión gubernamental (y seguramente la insania de los alzados en armas) le relata a Salcedo Ramos su historia que es común, idéntica, a la de tantos latinoamericanos, mayormente pobres, que quedaron atrapados entre los fuegos y el horror de unos y otros.
Se las dejo, apareció publicada en The New York Times en español y sin duda es, no lo ludo, una prueba más de lo que puede hacer el buen periodismo. Saludos desde Ollantaytambo.
Mientras camina hacia la Plaza de Bolívar, en el centro de Bogotá, Luz Marina Bernal define la mala suerte como un encuentro inesperado con la fatalidad. Para explicar su idea se imagina a una persona cualquiera en medio de varias adversidades repentinas: atrapada en un tiroteo, embestida por un río desbordado, aplastada por un alud. En los tres casos —concluye— la víctima tenía una cita con la desgracia y no lo sabía.
“El que está de malas puede morir hasta en el accidente más absurdo”, agrega después.
Algo así le sucedió a su abuelo, Donato Parra, un día de 1935. Había venido a la Plaza de Bolívar para vender alimentos traídos de su huerto. De pronto pisó una cáscara de plátano y resbaló. El golpe que se dio en la cabeza fue letal.
Ahora, para visitar la plaza donde murió el abuelo, Luz Marina se va abriendo paso entre policías y soldados. El aumento del pie de fuerza se debe a que mañana, en este lugar, tomará posesión el nuevo presidente de Colombia, Iván Duque.
Luz Marina Bernal confiesa que algunas veces se ha preguntado si su familia vino al mundo signada por la mala suerte. Tras la muerte de Donato, su viuda, Trinidad Lancheros, se empleó en un cañaduzal. Un día, mientras molía caña, la falda se le enredó en una polea y murió triturada por el trapiche.
“Mi madre y mi tía Ana estaban chiquitas cuando perdieron a sus padres en esos accidentes absurdos. En aquella época se usaba que los niños huérfanos fueran criados por sus padrinos de bautizo, así que las dos hermanas crecieron separadas”, explica.
Muchos años después Mercedes Parra, su madre, se casó y tuvo cuatro hijos. Pues bien: Luis Antonio, el mayor, fue raptado cuando apenas tenía seis años.
Luz Marina advierte, con aire sombrío, que ella también le ha sumado sucesos trágicos a la cadena de infortunios familiares. El 22 de noviembre de 1981, mientras se dirigía a una clínica para cumplir una cita de control prenatal, fue arrollada por un automóvil. El accidente trajo como consecuencia que, cuando apenas llevaba seis meses de embarazo, diera a luz al segundo de sus cuatro hijos.
Tres meses después el bebé fue diagnosticado con meningitis. Padeció fiebres recurrentes, cayó en estado vegetativo. Aunque los médicos pronosticaron que moriría pronto, sobrevivió. Eso sí: creció con retardo mental y parálisis en el lado derecho del cuerpo. “Un neurólogo me explicó que mi hijo Fair Leonardo llegaría a la adultez con la edad mental de un niño de nueve años”, dice.
Luz Marina se topa con una valla metálica que le impide seguir avanzando. Entonces un policía le informa que, por razones de seguridad, el paso de civiles hacia la Plaza de Bolívar estará restringido hasta después de la posesión del nuevo presidente. En el trayecto de vuelta dice que la muerte de su abuelo puede verse en perspectiva como una señal premonitoria. Por algo la primera tragedia que le incumbe se presentó, precisamente, en una plaza que ha sido morada de gobernantes. Setenta y tres años antes de que su hijo Fair Leonardo Porras Bernal fuera asesinado por el ejército para hacerlo pasar como un guerrillero dado de baja en combate, ya su familia, el poder estatal y la desgracia habían coincidido en un mismo espacio.
“Hay citas que no se buscan ni se pueden evitar”, concluye.
Luz Marina Bernal lleva varios minutos hojeando un álbum dedicado a su hijo Fair Leonardo. Primero apareció un bebé desnudo que, según ella, solo tenía diez meses de nacido; después, un niño de dos años vestido con chaleco y corbatín; luego, un colegial ceñudo con la barbilla posada sobre el puño izquierdo.
Luz Marina se detiene entre página y página para contar la historia que hay detrás de cada fotografía. El bebé desnudo sonríe porque su madre le estaba haciendo monerías, el niño de dos años luce elegante porque acababa de recibir la primera comunión, el colegial se ve disgustado porque en la escuela lo habían forzado a cortarse el pelo.
En aquel momento el niño contaba diez años —agrega Luz Marina—, y era negado para el aprendizaje escolar debido a su limitada capacidad de comprensión: no podía sumar ni leer, olvidaba muy pronto lo que oía. En casa, Luz Marina le exigía tanto como a sus otros hijos para que no fuera a sentirse discriminado. Él se esmeraba siempre, pero fracasaba en cada cometido: lavaba torpemente el plato en que había comido, arreglaba mal su cama al levantarse. Entonces ella entraba a hurtadillas en la cocina o en la alcoba y le corregía la tarea. Después lo felicitaba.
“Cuando el suéter le quedaba torcido, me le acercaba con zalamerías: ‘Papito, qué ojos tan lindos tiene usted’, ‘usted está cada vez más hermoso, papito’. Él se ponía contento y, mientras sonreía por los piropos, yo le iba enderezando el suéter sin que se diera cuenta”, recuerda, mientras sus ojos azules, idénticos a los del hijo, se han humedecido.
En la siguiente fotografía Fair Leonardo se empina una botella. Luz Marina sonríe, se enjuga las lágrimas. Entonces explica que ese día el niño cumplía dos años. Como varios adultos estaban bebiendo, él empezó a llorar para que le permitieran imitarlos. Ella le dio jugo de tomate en un envase de cerveza, y con esa jugarreta le quitó el berrinche. En la foto que viene después, tomada el mismo día, Fair Leonardo aparece ensartando una papa con un tenedor. “Todo lo agarraba con la mano izquierda”, dice Luz Marina. “La derecha era inactiva por la discapacidad que él tenía”.
Desde hace treinta y un años vive en el municipio de Soacha, a unos treinta kilómetros de Bogotá. Este martes 7 de agosto, día en que se posesiona el nuevo presidente de Colombia, ha venido a la capital para realizar algunas diligencias personales. Está sentada en un café del centro. A menudo se culpa por pasar tantos años extraviada en eso que llama “una burbuja de ignorancia”. Lo que más deplora no es su limitado nivel de escolaridad —apenas llegó a tercer grado de bachillerato—, sino su desinterés en la historia reciente del país. Ella cree que, enterada de las noticias, habría estado en una mejor posición para defender a su hijo.
¿Dónde andaba ella cuando el país empezó a llenarse de militares infames capaces de raptar a un muchacho que estaba reducido físicamente y tenía retardo mental, para presentarlo como “jefe de una banda narcoterrorista dado de baja en combate”? En este punto se agarra la muñeca izquierda y dice: “Debí amarrarme con él en una mancuerna. El que hubiera venido a llevárselo habría tenido que pasar primero sobre mi cadáver”.
En la imagen que muestra a continuación, Fair Leonardo es un muchacho apuesto de veintiséis años: ojos marinos, pelo castaño cortado al rape, traje y corbata. La foto fue tomada el 5 de enero de 2008, tres días antes de su desaparición. En el barrio de Soacha donde vivían, Fair Leonardo era conocido como un joven servicial que les hacía mandados a los vecinos.
Luz Marina se lo permitía porque pensaba que así se sentía útil, importante, y porque jamás imaginó que en la tienda de la esquina corriera peligro. Allí se reunían algunos de los delincuentes que secuestraban a jóvenes para vendérselos al ejército. Es el episodio conocido con el eufemístico nombre de “falsos positivos”: ejecuciones extrajudiciales perpetradas a sangre fría para inflar los resultados de la guerra contra la guerrilla. La fiscalía señala que, entre 1998 y 2014, se registraron 2248 víctimas por estas prácticas en Colombia, aunque los números extraoficiales que se manejan en el país estiman que las ejecuciones pueden haber llegado a diez mil.
En el reporte falaz que dio el ejército sobre la muerte de Fair Leonardo Porras Bernal había una fotografía en la que él aparecía con un arma en la mano derecha, esa mano que jamás pudo utilizar.
Luz Marina rompe en llanto, cierra el álbum de golpe. Luego, con la voz entrecortada, cuenta que se sabe casi de memoria el expediente del crimen. A los cincuenta y nueve años, agrega, ya no es ignorante pues a estas alturas ha leído mucho sobre derechos humanos y sobre las injusticias de Colombia. Ahora forma parte de Madres de Soacha, una organización formada por madres, esposas, hijas y hermanas de las personas asesinadas por militares en la ciudad de Soacha en 2008. Dentro de tres días asistirá, junto a otros familiares de las víctimas, a la audienciade la Jurisdicción Especial para la Paz donde verá las caras de los 14 militares que perpetraron los asesinatos en su ciudad y escuchará a un coronel que les pedirá perdón por las atrocidades que cometieron.
Luz Marina dice que el bagaje que ha adquirido es un regalo de su hijo: “Yo lo parí para la vida y él me parió para la lucha”.
Entonces vuelve al tema de la mala suerte: si Fair Leonardo no pudo evitar la cita con la fatalidad, ella tampoco evitará la cita con la historia. Mientras le alcance la voz repetirá a los cuatro vientos que su hijo era hermoso e inocente. Es su deber con todas las madres lastimadas de este país tan cruel.