Mi opinión
La crisis del agua, si no se entienden sus ciclos y la importancia que tienen en el Perú las cumbreras, las llamadas cabeceras de cuenca, para la adecuada captación del recurso, no podrá ser enfrentada con éxito. Sobre todo, en las ciudades costeras, una de ellas, la desconcertante Lima. ¿Qué estamos haciendo para cuidar los bofedales, esas esponjas naturales que se extienden por las alturas de los Andes de nuestro país? Hace unos meses escribí a propósito de los que rodean al macizo del Ausangate, en el Cusco, lo siguiente: “Los bofedales u oconales (ocko, húmedo en quechua) son áreas de descarga de aguas subterráneas en la altiplanicie andina. Son un recurso clave para el manejo tradicional de la tierra. Retienen el líquido elemento en las zonas altas de las cuencas hidrográficas, son fuentes importantes de forraje y agua para el ganado domesticado, así como extraordinarios centros de biodiversidad. Las alpacas de la Ruta del Ausangate han especializado su andar y forma de vida a estos ecosistemas que vienen siendo utilizados por el hombre andino desde hace más de cinco mil años”.
Las alpacas y una multitud de seres vivos, entre ellos el hombre. Cuidarlos es vital en estos momentos de inseguridad alimentaria y estrés hídrico. Les dejo esta notable investigación que acaban de subir a su portal los amigos de Ojo-Público sobre la perdida de estas coberturas vegetales en la sierra de Lima, aquicito nomás, como consecuencia de la extracción insostenible -y criminal- del recurso a manos de las pandillas de ilegales que se llevan el ecosistema -literalmente- en champas para comercializarlo como abono o tierra vegetal: útil, utilísimo, para darle vida a los jardines de una ciudad que ambiciona tener los mismos verdes que Miami. Olvidando sus habitantes, clarísimo, que Lima es como El Cairo: una ciudad que se levantó como pudod en medio de un desierto áspero y carente en lo fundamental de agua.
Abramos bien los ojos. Estamos en la obligación de cuidar al milímetro los recursos naturales que nos quedan. Y entender que los embates del calentamiento global hace años que nos están pasando factura. Los nevados de la cordillera andina se están descongelando aceleradamente; el crecimiento desmedido de nuestras ciudades fagocita las zonas agrícolas para transformarlas en cemento y más cemento; el aire que respiramos, qué duda cabe, no es el mejor y ni hablar del estado de salud del mar que baña nuestro litoral, ese que todos llaman el mar de Grau. Son muchas las tareas por delante para sanar el ambiente en el que vivimos: no podemos darnos el lujo de generar nuevos frentes de batalla. Hay que detener la extracción de champas de nuestros bofedales, oconales, turberas o como queramos llamarlos. Eso importa más que la coyuntura política actual. La buena salud de los bofedales garantiza la nuestra.
Se viene el verano, los balnearios del sur por donde me muevo van a ser remozados, no me queda la menor duda. Ojalá que sus jardines no se abastezcan con las pasturas de los bofedales que nos rodean. Para eso, para abonar la tierra y fructificarla, sirve el compost: ese bendito material que debemos elaborar todos los días con los desechos orgánicos que normalmente arrojamos al tacho de basura. Y lo mismo vale para la sierra: que en el Santuranticuy del Cusco se deje de comprar esa “pajita” que les dará vida a los nacimientos y en Abancay, sí, cerquita a la llaqta de los Incas, el municipio y la ciudadanía se pongan las pilas y se prohíba de una vez la venta de champas de sus bofedales y se persiga a los que todavía se atreven a cortar las intimpas, un árbol nativo, en franco proceso de desaparición, que se destaja a la mala para ser convertido en risueños arbolitos de navidad. Hay tanto por hacer… estemos atentos. Somos los guardianes de lo que nos queda y el tiempo apremia. Linda semana, a hablar con los amigos de este tema, la información de esta investigación les va a proporcionar harto material para seguir ganando adeptos a la causa.
En Santiago de Carampoma, una localidad campesina de la sierra de Lima, se encuentran algunas de las reservas de agua más importantes para la capital peruana. Los bofedales regulan el caudal y tienen suelos fértiles que atraen a los extractores ilegales para venderlos luego en viveros o mercados de la ciudad como abono o tierra orgánica. La comunidad ha denunciado el problema, pero nadie ha hecho algo y este se ha acentuado durante la pandemia. Mientras algunos pobladores tratan de defenderlos de un vacío legal, los especialistas empiezan a comparar su depredación con la de la minería ilegal. En una semana, los depredadores arrasan con con el trabajo de más de siete mil años que tomó en formarse el bofedal.
Hace unas semanas, Berjilio Carrillo Bojórquez sacrificó a uno de sus becerros. Dice que todavía estaba chico, pero no tuvo más remedio: después de tres meses y medio de cuarentena obligatoria, en Santiago de Carampoma, una comunidad campesina ubicada la sierra de Lima, habían empezado a escasear algunos alimentos.
Sobre los tres mil metros de altitud, las tierras agrícolas son limitadas y los cultivos que resisten a las heladas, también. Por eso, las familias deben viajar con regularidad hasta la capital -un trayecto que les toma alrededor de siete horas- o negociar con los comerciantes que hacen la ruta, para abastecerse de verduras frescas y otros alimentos. Pero en los últimos meses, con el tránsito restringido por temor al contagio del Covid-19, no han podido salir de su comunidad.
“Todo esto nos ha afectado bastante -dice el agricultor y eventual albañil-. Para los únicos que no ha habido cuarentena es para los champeros: ellos siguen depredando nuestro bofedal y, cada vez, tenemos menos pasto para el ganado”.
El bofedal del que habla es una especie de humedal de alta montaña, ubicado a pocos kilómetros de la entrada del pueblo. Se llama Milloc -como una laguna de las inmediaciones- y, durante décadas, las plantas que crecen en sus márgenes han permitido alimentar al ganado de la comunidad.
Los champeros de los que habla don Berjilio Carrillo son extractores ilegales de estas tierras ricas en nutrientes. Llegan en pleno día y con varios camiones. Drenan segmentos de los bofedales, retiran la vegetación y extraen grandes rectángulos de turba, como si cortaran tajadas de un pastel. Después, solo queda tierra desnuda. “Dicen -cuenta el campesino- que se la llevan a Lima, para venderla como abono para los jardines”.
Nadie recuerda con precisión cuando aparecieron estos traficantes. Sin embargo, en la última década, la invasión a los terrenos comunales para extraer la tierra y vegetación de estos humedales se ha hecho cada vez más frecuente. Varios campesinos han tratado de disuadirlos e, incluso, los han denunciado en las comisarías de Matucana y Santa Eulalia. Pero, al cabo de unos días, los champeros regresan y la historia se repite.
En la comunidad, la mayoría ha perdido la cuenta de esos encontrones. Hace un año, sin embargo, explican que hubo uno distinto: tres familias fueron acorraladas por los camioneros, mientras intentaban proteger el humedal. Los golpearon con los picos y los mangos de las palas. Entonces, aunque pusieron en alerta a los vecinos, los comuneros atacados se negaron a hacer la denuncia formal. “Tienen miedo de que le hagan daño a su ganado o se lo roben”, cuenta Bojórquez, de 33 años.
La amenaza de esta extracción ilegal parece extenderse, también, a otras áreas de la sierra. Un estudio del Consorcio para el Desarrollo Sostenible para la Ecorregión Andina (Condesan) ha identificado que, en la cuenca de los ríos Chillón, Rímac, Lurín y Mantaro, ya hay alrededor de 2.637 hectáreas de bofedales degradadas.
Estos daños pueden responder a diversos factores. Pero algunos especialistas empiezan a señalar el impacto de la extracción masiva de suelos y vegetación. Hace tres años, por ejemplo, la geógrafa Daniella Vargas Machuca Crespo identificó -en su tesis “Efectos de la extracción de turba en un sistema socio-ecológico altoandino: bofedales de Carampoma-Lima”- que, entre 2005 y 2016, se habían perdido 8.41 hectáreas a causa del champeo. Es decir, una cantidad equivalente al 16.11% del humedal Milloc.
El problema, aseguran los pobladores de esta comunidad de la provincia de Huarochirí, se ha acentuado en los meses de cuarentena. Mientras algunos lo ven como una oportunidad para hacer dinero evadiendo controles del Estado, los campesinos y ecologistas advierten que, si esa extracción no se detiene, podría ocasionar efectos devastadores.
“Nadie nos hace caso -dice Bojórquez-. Pero, si esto no cambia, no vamos a ser los únicos afectados”.
La confusión de los nombres
Bofedal, oconal, humedal, turberas. Los nombres son muchos y la confusión, inevitable. Incluso, entre algunos ecologistas. Esto ocurre porque los términos más extendidos en la región son coloquiales y se han empleado por siglos. Así, es habitual que en la sierra norte del Perú se denomine a estos espacios como oconales, mientras en la región central y sur del país, Bolivia y Chile se conocen como bofedales. Y, en ámbitos internacionales, como un tipo de humedal o turbera.
Las variantes, pese a las dificultades que encierran, no han sido descartadas por los investigadores locales. “Lo que hemos hecho es adoptar estos términos coloquiales y, desde el área técnica, tratar de categorizarlos”, cuenta la bióloga Beatriz Fuentealba, a cargo de una de las unidades del Instituto Nacional de Investigación en Glaciares y Ecosistemas de Montaña (Inaigem).
De ese modo, han identificado las características comunes de estos espacios, ubicados sobre los tres mil trescientos metros de altitud, hasta lograr una descripción que combina distintos conceptos científicos. Así, a la hora de definir un bofedal se consideran tres características centrales: vegetación, agua y suelo.
Por un lado, estos humedales poseen una vegetación inusual: pequeña, compacta y capaz de soportar temperaturas bajo cero. A nivel hídrico son alimentados por lluvias y flujos de agua subterránea y, aunque están saturados, puede que eso no ocurra durante todo el año -hay bofedales estacionales y otros permanentes, como el de Carampoma-. Diversos estudios describen además que sus suelos son capaces de capturar y almacenar carbono junto a grandes cantidades de agua. Y algunos llegan a ser considerados turberas, algo que ocurre cuando tienen una profundidad mayor a los 30 centímetros y contienen, al menos, 30% de materia orgánica.
Boris Ochoa, hidrólogo e investigador asociado del Imperial College de Londres explica a OjoPúblico que hay una interdependencia entre la vegetación, la tierra y el agua del bofedal. Y, cuando están en equilibrio, pueden regular el flujo hídrico cuenca abajo, además de mejorar la calidad del agua, pues funcionan como filtros naturales.
“Son como una esponja que almacena agua cuando hay un excedente y la liberan cuando hay un déficit”, detalla el investigador. De esta manera, no solo evitan grandes inundaciones y huaicos en las partes bajas de la quebrada durante la época de lluvias, sino que contribuyen a la disponibilidad de agua durante los meses más secos; y ayudan a retener el agua que se derrite de los glaciares.
Dichas propiedades hídricas no son la única virtud de estos ecosistemas. Sus suelos -tan codiciados, ahora, por los champeros- tienen una historia milenaria. Han sido moldeados por las condiciones climáticas, la altitud y los escasos niveles de oxígeno, que hacen que la materia orgánica de muchos bofedales (hojitas secas, insectos y raíces muertas) se descompongan a un ritmo extremadamente lento y generen suelos orgánicos o turba.
Este tipo de suelos solo representa el 3% de la superficie del planeta, pero almacenan el 19% del carbono presente en los suelos, estima un estudio de Fuentealba y Mayra Mejía, publicado en 2016. Así, aunque tengan una presencia insignificante frente a las praderas o los desiertos, su valor ambiental es decisivo. Por eso, diversos ecologistas han comenzado a evaluarlos con atención durante las últimas décadas.
En 2014, un artículo publicado por la revista especializada “Mires and Peat” comprobó que algunas turberas de la Puna peruana superan el 80% de materia orgánica en la composición de sus suelos. Una reserva de carbono como esa, es extremadamente valiosa en el contexto de cambio climático. Sin embargo, si este componente se libera -como viene ocurriendo con la extracción masiva de los suelos de Milloc- es tan grave como si estuviéramos frente a un incendio en los bosques tropicales.
Un negocio para pocos
“La información -escribió el filósofo Thomas Hobbes, hace tres siglos y medio- es poder”. Muchos peruanos han escuchado la frase hasta el cansancio. Hace unos meses, algunos profesores todavía la repetían en los salones de clase. De cuando en cuando reaparece en los debates públicos, ha sido explotada por decenas de gobiernos y, en los últimos años, se ha expandido todavía más, de la mano del marketing digital. Sin embargo, cuando se trata de recursos naturales, los gobernantes peruanos parecen haberle sacado poco provecho.
La falta de datos sobre este tipo de ecosistemas ha sido una constante, durante décadas. Y los bofedales, junto a otras áreas naturales atípicas y de escasa extensión, parecen las más relegadas. En 2012, el Comité Nacional de Humedales estimaba que el área ocupada por los bofedales era de 549.156 hectáreas del territorio peruano.
Los champeros ni siquiera tienen que hacer grandes esfuerzos para colocar la tierra que extraen de los territorios comunales en el mercado. Sin controles sobre la procedencia de la turba y una demanda que no ha dejado de crecer en la última década, el negocio parece garantizado. “La gente que va a comprar abono y suelos a viveros y mercados de Lima aún no es consciente de que la turba proviene de los bofedales. Y, menos, de que estos ecosistemas son esenciales para la calidad del agua que tomamos”, dice Francisco Román, especialista de Condesan y líder de investigación del proyecto de Infraestructura Natural para la Seguridad Hídrica.
La presencia que tienen estos recursos dentro del mercado aún es incierta, pero los especialistas consultados relatan que han detectado componentes de los bofedales en abonos y musgos que se comercializan en diversos viveros, tiendas de jardinería y supermercados de la capital. “La gran mayoría de sustratos y los tubetes de las plantas tiene turba. Y es probable que esto pase, incluso, con los viveros del Estado; porque no hay una conciencia de la relación entre la turba y los bofedales”, señala el responsable del proyecto de Infraestructura Natural para la Seguridad Hídrica de Condesan.
Depredación sin ley
Al indagar sobre las principales causas de depredación de los bofedales, la respuesta más frecuente es el sobrepastoreo. Sobre todo, cuando se trata de ganado foráneo, como las vacas y ovejas. Sin embargo, Fuentealba considera que esa no es la más dañina.
“Lo peor que le puede pasar a uno de estos espacios -asegura- es que se altere su régimen hídrico”. Es decir, la creación de desvíos del agua subterránea, para alimentar canales de riego, hidroeléctricas, minas; o la construcción de carreteras sin un adecuado estudio ambiental. “Eso hace bajar el nivel del agua del bofedal y desestabiliza el funcionamiento de todos sus componentes”, detalla.
La segunda gran amenaza es la extracción masiva de suelos. Este proceso, además de liberar carbono, requiere drenar el bofedal y retirar la vegetación superior para acceder a la turba. Así, en el camino, daña el régimen hídrico y el desequilibrio se repite.
“En estos casos el bofedal pierde la capacidad de respuesta para recuperarse”, explica. Y las intervenciones de restauración podrían resultar insuficientes. La bióloga ya ha liderado experimentos de este tipo. Entre 2015 y 2018, el Instituto de Montañas realizó la intervención de un bofedal afectado en la Cordillera Blanca, de Áncash. Allí, después de tres años de trabajo, no lograron detectar que la vegetación de cojín haya logrado crecer, siquiera en pequeñas proporciones. Un elemento que, resalta, es indispensable para la protección del suelo y el funcionamiento del ecosistema.
Los bofedales y las turberas existen alrededor de todo el mundo. Y, en el caso de los Andes, tienen 7.900 años de antigüedad, en promedio. En 2014, un estudio de la Michigan Technological University comparó las turberas altoandinas con las de Colorado, en Estados Unidos. Así, el ecólogo e hidrólogo forestal Rodney Chimner detectó que las andinas eran más profundas, y que algunas de ellas almacenan más de tres mil toneladas de carbono por hectárea. Una capacidad mayor, todavía, que la de la selva amazónica.
En ese estudio el especialista estimó, además, que los bofedales andinos podían acumular cada año un promedio de 0.82 milímetros de turba (tierra rica en nutrientes y que los extractores ilegales ofrecen como abono orgánico). Este último dato aún es discutido por algunos investigadores, pues la generación de turba depende de muchos factores; pero ayuda a comprender algo irrefutable: la voracidad de los depredadores no se compara con el tiempo geológico que requiere la formación de suelos orgánicos. En otras palabras, basta una semana para que los champeros arrasen con el trabajo de más de siete mil años del bofedal.
Por eso, cada vez más ecólogos, hidrólogos y especialistas en suelo alertan que esta actividad es insostenible. Perú no es el único país que ha desoído estas advertencias, en afán de priorizar el desarrollo industrial. Irlanda -con una larga trayectoria de minería en turba- lo hizo por décadas. Y, si bien, ha iniciado el cierre progresivo de actividades en turberas por su impacto ambiental, muchos aseguran que ya es demasiado tarde.
Los efectos no se limitan a un tema ecológico. La extracción masiva de turba tiene secuelas en el ambiente y afecta la disponibilidad de agua en toda la cuenca, pero también ocasiona un impacto económico en las comunidades campesinas, al dejarlas sin pasto para sus animales.
Bojórquez, el agricultor que sacrificó a uno de sus becerros durante la cuarentena, lo empezó a notar temporadas atrás. “En los lugares depredados, el agua corre. Ya no se queda ahí, retenida, y alrededor todo se seca”, cuenta.
El problema, explica Fuentealba, es que la legalidad tiene vacíos. No es la única. Aunque el Perú forma parte de la Convención Ramsar -un tratado intergubernamental para la conservación y uso racional de los humedales- y contempla la depredación de flora y fauna silvestre como un delito, diversos especialistas alertan que los bofedales requieren un marco regulador específico.
La importancia de estos espacios es crucial, pero no está contemplada por las leyes locales: no hay un delito en el Código Penal ni a nivel normativo que los mencione, aunque son considerados como un área frágil por la Autoridad Nacional del Agua. “Ecosistemas como este, ameritan la protección bajo un régimen especial, pero eso no se refleja en el ámbito penal ni administrativo -precisa la abogada Fátima Contreras, de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental-. Sin eso, las autoridades fiscalizadoras no pueden ejercer un control”.
Su desprotección frente a los champeros es evidente. Y, en los últimos meses, ha puesto en alerta a las autoridades. Algunos funcionarios del Ministerio del Ambiente declararon a OjoPúblico que, desde inicios de año, un sector del organismo está evaluando un proyecto normativo que busca proteger a los humedales y ordenar las competencias de las autoridades que intervienen en su gestión. Sin embargo, hasta la fecha, el proyecto no ha sido prepublicado ni se ha mencionado de manera pública.
La preocupación también es evidente dentro de la Procuraduría Pública Especializada en Delitos Ambientales: el pasado 3 de julio, su responsable -el procurador Julio Guzmán Mendoza- presentó una denuncia ante la Fiscalía Provincial Especializada en Materia Penal de Matucana, por depredación de flora en el bofedal de Carampoma. Tema por el que la entidad deberá pronunciarse dentro de los próximos meses.
El dilema del progreso
En un país donde gran parte del crecimiento económico reciente ha dependido de la explotación de recursos naturales, las predicciones para los humedales altoandinos son pesimistas. “Si la escala de la extracción sigue aumentando vamos a tener bofedales absolutamente imposibles de recuperar”, advierte Fuentealba.
Las consecuencias resultan familiares para muchos: reservas de agua dañadas, comunidades campesinas acosadas y con serias dificultades para resistir a los extractores ilegales, flora y fauna silvestre en peligro, emisión de gases de efecto invernadero. “Es una situación como la de Madre de Dios, hace 20 años. Entonces, la minería ilegal parecía despreciable en términos de superficie, pero no se controló y ya sabemos en lo que se convirtió. El temor es ese”, dice Francisco Román.
Esta vez, no obstante, será difícil mirar la degradación como un problema ajeno: si no se detiene, implicará la pérdida de grandes volúmenes de agua dulce, que la capital peruana difícilmente pueda reemplazar. Y a eso se añadirá, además, la amenaza de inundaciones y huaicos cada vez más voraces.
“Parece que la gente no se da cuenta. Si no cuidamos a nuestros bofedales, así como vino la pandemia, va a venir una sequía y no va a quedar agua para ninguno”, anticipa Efraín Villarroel, exmiembro del comité de defensa de Carampoma que denunció a los extractores ilegales que operan en la zona.
Algunos de sus vecinos ya parecen resignados y él mismo ha escuchado los rumores. Cuentan que los champeros han empezado a repartir víveres entre algunos pastores, para evitar las denuncias; y que las coimas son habituales entre los policías y las autoridades. Pero que a él no lo van a comprar. “Si nos quedamos sin agua, el dinero no va a servir para nada”, dice por teléfono. El problema -se lamenta enseguida- es que hay muchos que aún no lo entienden.