Mi opinión
Hace unos días colgué un comentario de José Matos Mar a propósito de la partida del músico popular Máximo Damián; repito el plato esta vez con un artículo suyo publicado en la edición de hoy del Decano sobre las comunidades campesinas de la sierra de Lima y la oportunidad que tienen de convertirse en despensa alimentaria para los ciudadanos de esta urbe que habitamos.
Me sorprende la capacidad intelectual de este peruano que ya sobrepasó los noventa años y sigue lúcido y fecundo. Discípulo de Valcárcel, amigo cercano de Arguedas, fundador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), autor de “Desborde popular y crisis del Estado”, uno de los libros arquetípicos de las ciencias sociales de nuestro país, catedrático emérito de la Universidad de San Marcos y mucho más, este antropólogo nacido en Cora Cora no deja de sorprenderme. Como él, sigo con atención la marcha de la agricultura peruana y el papel que puede cumplir en la erradicación de la pobreza en el mundo andino; como él me preocupa la forma como miríadas de campesinos abandonan sus tierras atraídos por el oro que brilla en los municipios y las localidades más boyantes.
He vivido dos años y medio, de repente un poco más, en la sierra de Áncash; por eso es que soy testigo de excepción de las profundas grietas que el modelo de desarrollo vigente genera en las estructuras sociales de este país antiguo y otrora próspero. Me duele constatar que los campos de cultivo se degradan y se pierden con la migración patrimonios culturales antiguos, ancestrales, muchos de ellos ligados a las altas civilizaciones prehispánicas.
Lean la nota de Matos Mar con cuidado, a pesar de lo dramático de los cambios, el Maestro todavía tiene fe en las posibilidades que tienen los habitantes de las alturas próximas a las ciudades costeñas de articularse a la modernidad como productores agropecuarios y gestores de una actividad productiva vital para la supervivencia de la especie.
En 1950, El Comercio tuvo la generosidad de publicar una entrevista al suscrito para dar a conocer las investigaciones que había realizado en Tupe y Taquile. El propósito era simple: llamar la atención sobre la extraordinaria vitalidad de la comunidad campesina y de sus insospechadas potencialidades para el país. Lo paradójico es que han transcurrido 65 años y ese llamado de atención sigue teniendo vigencia.
En ese momento, las comunidades indígenas reconocidas no llegaban a mil y la opinión general era que representaban el atraso cultural, el subdesarrollo económico y la marginación social. Yo no lo creía así. Alentado por el doctor Luis E. Valcárcel, había ascendido hasta Tupe, en las alturas de la cuenca de Cañete-Yauyos, para elaborar mi tesis de antropólogo y, después, me había trasladado hasta la inmensidad del lago Titicaca para conocer la isla de Taquile, un relicto quechua en medio de la región aimara.
Lo que encontré en ambos casos me dejó maravillado. Una organización basada en la pequeña parcela familiar pero cohesionada por sólidos lazos de reciprocidad y trabajo en común que manteniendo conocimientos y valores de la sociedad andina antigua, lejos de aferrarse al pasado, se proyectaba hacia el futuro articulándose con el mercado y el Estado.
Unos años después pude confirmar estas impresiones cuando dirigí a un extraordinario equipo de estudiantes hasta la comunidad de Huayopampa, en las alturas de la cuenca de Chancay-Huaral, dando lugar al informe que titulé “Estructuras tradicionales y economía de mercado” (IEP, 1968) y que hoy es un clásico de la antropología peruana.
Ese estudio demostraba cómo mientras más se desarrollaba la economía frutera de la comunidad y más se expandía la actividad comercial con el exterior las relaciones tradicionales de la comunidad se mantenían intactas y se reproducían en vez de ser eliminadas por el “desarrollo”.
De poco sirvió mi hallazgo. Es cierto que el régimen militar de Velasco proscribió el nombre de comunidad indígena y lo cambió por el de comunidad campesina, pero ni ese gobierno ni los que lo sucedieron fueron capaces de usar esa conclusión para desarrollar una política de promoción e integración de la comunidad en un plan mayor de desarrollo agrario.
Cuando más, tratando de imitar el “cesarismo democrático” de México con su pacto Estado-campesinado que protegía el régimen ejidal, los sucesivos gobiernos se limitaron a intentar una incorporación clientelista de las comunidades.
Entonces, también se produjo el desborde. Las comunidades en lugar de morir se multiplicaron y hoy llegan a más de 4.000 en todo el país y siguen siendo una fuente inagotable de recursos y potencialidades, habiendo desarrollado por su cuenta la producción mercantil, el comercio, la agroindustria casera, sin contar con financiamiento ni asistencia técnica; constituyéndose en una alternativa viable pero olvidada por el país.
Hoy Lima Metropolitana, centro económico y de poder, cuenta con cerca de un tercio de la población total del Perú y afronta un serio problema de abastecimiento alimentario, pues es una megalópolis que debe atender a más de diez millones de habitantes con producción que viene de todo el territorio pero principalmente del valle del Mantaro a través de una única vía de ingreso, la Carretera Central, que está virtualmente colapsada por el volumen de tráfico.
Esta situación determina que Lima sea sumamente vulnerable desde el punto de vista de la seguridad alimentaria. De otra parte, el valle del Mantaro cada vez es insuficiente como proveedor tradicional de Lima y Callao. Desde el punto de vista estratégico, la única posibilidad que tiene Lima Metropolitana de diversificar sus requerimientos de provisión de alimentos es desarrollando la gran potencialidad que tienen los valles de la región serrana de Lima provincias para convertirse en la mayor “despensa” de la capital del país.
Aquí es donde se revela el potencial comunal. En siete cuencas altas de esa región existen 247 comunidades campesinas reconocidas, con una gama de microclimas y la mayor extensión de andenerías utilizadas en el país.
La potencialidad de estas cuencas altas es tal que poseen una superficie cultivable mucho mayor que la del valle del Mantaro. Su limitante es la baja productividad, debido al predominio de la agricultura tradicional, el incipiente desarrollo tecnológico y el no aprovechamiento del saber ancestral del sistema de cultivo en andenerías. Su fortaleza es la existencia en ellas de miles de “emprendedores comunales” ávidos de oportunidades.
Bastaría que un gobierno con visión reparara en este hecho y generara un gran programa de recuperación de andenería y de promoción del trabajo y la organización comunal (cultura tradicional) con técnicas innovadoras y capital semilla (economía de mercado), directamente vinculado al ‘boom’ de la gastronomía.
Lo promisorio es que las cuencas altas de Lima provincias son solo unas pocas de las existentes en los 52 valles costeños, donde esta experiencia original podría repetirse. Reparar el olvido de las comunidades podría convertirlas en un poderoso impulsor de la producción nacional agropecuaria y de la redistribución de la riqueza.
4/04/2015