Mi opinión
Cortázar, el más brillante de los cronopios, tenía por costumbre cambiarle de nombre a las personas y los objetos que frecuentaba: » a los seres que amé y que amo, dijo, les fui poniendo nombres que nacían de un encuentro, de un contacto entre claves secretas» . La combi roja era el dragón: «porque el dragón, ya es tiempo de presentarlo, es una especie de casa rodante o caracol que mis obstinadas predilecciones wagnerianas han definido como dragón, un Volkswagen rojo en el que hay un tanque de agua, un asiento que se convierte en cama” y mucho más…
El argentino tenía 68 años cuando se subió a la VW roja de la foto con Carol Dunlop, su segunda esposa, para franquear, despacito, la distancia que mediaba – mayo de 1982- entre Paris y Marsella: 65 parkings o paradas, le cuenta al director de la Sociedad de Autopistas de Francia, en un poco más de un mes de recorrido.
Carol tenía 34 años. Ambos mucho que platicar y, desde luego, hacer. El resultado de esta expedición «alocada y bastante surrealista» fue un librito excepcional, una joya para los que andamos tras el olor a brea de los caminos y las sensaciones infinitas que propone el subirse al lomo de un gigante de cuatro ruedas para derrotar la inmovilidad y el paso inexorable de las horas.
Cortázar, el más brillante de los cronopios, tenía por costumbre cambiarle de nombre a las personas y los objetos que frecuentaba: » a los seres que amé y que amo, dijo, les fui poniendo nombres que nacían de un encuentro, de un contacto entre claves secretas» . La combi roja era el dragón: «porque el dragón, ya es tiempo de presentarlo, es una especie de casa rodante o caracol que mis obstinadas predilecciones wagnerianas han definido como dragón, un Volkswagen rojo en el que hay un tanque de agua, un asiento que se convierte en cama, y al que he sumado la radio, la máquina de escribir, libros, vino tinto, latas de sopa y vasos de papel, pantalón de baño por si se da, una lámpara de butano y un calentador gracias al cual una lata de conservas se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi o se escriben estas cariillas».
El libro se llamó «Los autómatas de la cosmopista» y vio la luz en 1983, lo acaba de mencionar Martín Caparrós en su última columna para The New York Times y es una delicia, un canto de amor a la mujer que se ama y debe partir acosada por la muerte. Carol Dunlop, Osita, no llegó a ver publicada la obra que leo en Pisac, frente al jardín botánico, conmocionado y feliz mientras ternino de apurar estas líneas. Murió seis meses después de haber regresado ambos de la carretera: «Carol se me fue como un hilito de agua entre los dedos el martes dos de este mes. Se fue dulcemente, como era ella, y yo estuve a su lado hasta el fin, los dos solos en esa sala de hospital donde pasó dos meses, donde todo resultó inútil”, comentaría.
Julio, el Lobo, ciento noventa y tres centímetros de humanidad, hizo el mismo recorrido un tiempito más tarde; exactamente un día como hoy de 1984. Ahora es inmortal.
Yo sigo buscando, en cambio, mi dragón en cada vuelta del camino.