Solo Para Viajeros

El amor y la devastación ambiental en los tiempos del cólera / Gabriel García Márquez

Mi opinión

Vuelvo después de muchas lunas a mi habitual cacería de citas, un hábito que me ha acompañado, felizmente, desde siempre y cuyo producto he guardado con extremo cuidado en mil cuadernos de campo y también en un archivo de mi computadora que debe andar por los quinientos folios. Retorno con un hallazgo de mi última relectura, la enésima, de “El amor en los tiempos del cólera”, la novela del Gabo que es, de lejos, la mejor que ha caído en mis manos en tantos años de lecturas. La acabo de cerrar justamente a la misma edad que tenía Jeremiah de Saint-Amour, el refugiado antillano que se puso “a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de oro” en el primer capítulo de la obra de García Márquez, suceso que por cierto desató la serie de acontecimientos que precipitaron la muerte del doctor Juvenal Urbino de la Calle. Les dejo el fruto de mi última salida de caza.


Poco más de una centuria después de que el primer buque a vapor surcara las aguas del río Magdalena, en 1824, para dar por inaugurada la navegación fluvial entre la costa caribe y las tierras altas de Colombia, Florentino Ariza y Fermina Daza, iniciaban el viaje que abría de sellar para siempre un amor que había debido esperar cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches para consumarse. La historia de ese idilio juvenil y sus aparatosas consecuencias en la vida de sus protagonistas es narrada con maestría por el hijo del telegrafista de Aracataca en una obra maestra de la literatura universal que le sirve a su autor para dibujar con precisión el paisaje de la Ciénaga Grande de Santa Marta y los infinitos trópicos que va creando el Río de la Magdalena en su avance hacia las tierras altas del país para cincelar la piel y el espíritu de los colombianos. La novela discurre con la misma parsimonia con la que se vive en las marismas del litoral y le sirve al Nobel para denunciar los extravíos de una ocupación humana que convirtió el paraíso en un campo inerte, sembrado tan solo por los desatinos y la destrucción.

El capitán Samaritano, el piloto del barco de la Compañía Fluvial del Caribe que se encarga de atender a los otoñales amantes durante su travesía por el Magdalena, cuenta el narrador omnipresente, debió abandonar en un playón desierto del mismo río a un cazador de Carolina del Norte que acabó con la vida, de un certero tiro en la cabeza, de una manatí adulta cuya cría lloró a gritos desconsolados sobre el cadáver de su madre. “Sin embargo aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano, que creció y vivió muchos años en el parque de animales de San Nicolás de las Barrancas, fue el último que se vio en el río”, cuenta García Márquez. Para su especie y para otras más, la cacería implacable y el hábito de matar por matar había sido suficiente para borrarlas de la geografía que describe el novelista.

“Navegaban muy despacio por un río sin orillas que se dispersaba entre playones áridos hasta el horizonte”, prosigue más adelante Gabo, “Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de arena.

Es lo poco que nos va quedando del río -le dijo al capitán.

Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta que el río padre de la Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó como la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas, los loros con su algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se le acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer.

El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le parecían señoras condenadas por un extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que le dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo prohibían”. Que no nunca cumplieron, por cierto.

“Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aún en las épocas más crueles de la sequía”, relata en las páginas siguientes. La deforestación a la que había sido sometida la naturaleza había sido tan intensa, que “Había tan pocos lugares para leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores de la tierra, huyendo del cólera invisible, huyendo de las guerras larvadas que los gobiernos se empeñaban en ocultar con decretos de distracción”.

Tremendo, el azote de Dios, nosotros.

Gabriel García Márquez, en sus años postreros, se interesó vívidamente por la salud de la Tierra. Dos textos suyos que guardo por allí testimonian esa preocupación. El primero, El cataclismo de Damocles, es de una luminosidad propia de su genio, solo copio esta parte: “Desde la aparición de la vida visible en la Tierra debieron transcurrir 380 millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos a diferencia del bisabuelo pitecántropo, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso milenario tan dispendioso y colosal, pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón”. El segundo, Por un país al alcance de los niños, es una verdadera joya. Este fragmento es revelador y lamentablemente lo que dice de Colombia es válido también para el Perú: “Somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo”. Vuelvo y vuelvo al Gabo. Es un maestro.

Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
Sudamericana

2015

Deja un comentario