¿Qué sabias sobre el Cusco o el Perú cuando vivías en Buenos Aires?
Sabía por la historia, que había estudiado en los colegios, y por las postales que recibía de gente que había estado en Cusco. Recuerdo las impresiones que me dejaron la obra de las mujeres andinas, los textiles. Pero no me imaginé que eso existía en vivo. En el año 1974, tomé la decisión de hacer un viaje, que en realidad tenía como destino final México. La idea era hacer escalas en Potosí, Sucre, La Paz, en el Lago Titicaca, Puno, Cusco, Arequipa, Lima, y seguir hacia el norte. Pero cuando atravesé la frontera de Argentina con Bolivia, todos los parámetros cambiaron. Todo era impresionante. El lenguaje, el humor, la alucinante luz del altiplano, la vestimenta. Primero fueron ese tipo de cosas, pero, mientras me iba adentrando, como decía ése escritor, “por las venas abiertas de América Latina”, comencé a sentir algo que era mucho más que eso exterior que veía.
¿Y qué era lo que realmente veías?
Una filosofía de vida completamente distinta, una espiritualidad totalmente viva, unas pautas de conducta completamente diferentes, una relación con la naturaleza completamente orgánica. Y llamo naturaleza al amanecer o al atardecer; a la presión por el agua, a la relación con los animales, con la propia organicidad. Yo en Buenos Aires jamás había visto a una mujer dando de lactar en la calle. Las conductas eran totalmente reveladoras, todo el tiempo yo sentía y podía decir “esto es verdad”.
Encontraste una nueva cultura
Algo distinto a mi cultura, a mí entorno, a mi manera de vivir. A mi nivel de priorizar. Pero me acercaba mucho a algo que había recibido a través de mi abuela, que fue criada- como ella decía-en Constantinopla, y lo que ella me transmitió, por ejemplo los olores de su cocina, tenían mucho más que ver con la cocina de Cusco, que con la cocina de todas las casas de mis amigos en Buenos Aires.
¿Estás hablando del fogón o de lo que se preparaba?
De aquello que se preparaba. Había algo que sabía a conocido, que estaba conectado con mi infancia, y yo sentía que eso era absolutamente orgánico. Uno va abriendo su sensibilidad, y es a través de ese tipo de impresiones que entra todo y se transforma adentro de uno. Un rayo de luz en tus ojos, que tiene un eco en algo dentro de ti, así como una gota de lluvia en tu brazo, el aire en tu rostro. Te va construyendo. Algo en mi estaba muy sensible y muy dispuesto a ser re-esculpido. Me gustó mucho cómo el lenguaje traducía la filosofía de vida que tenían los hombres de los andes.
¿Cómo era el Cusco en 1974 y cómo veías a los cusqueños?
Yo tengo sentimientos encontrados. Esta por un lado todo este grupo de extranjeros, en el cual me sentía más incluida, y por otro los cusqueños que nos miraban con curiosidad y ganas de saber realmente cómo éramos, o qué hacíamos. Tenían una extraña mezcla, entre un sentido de superioridad, siempre he tenido la impresión que se sentían escogidos por haber nacido en la ciudad imperial, y a la vez, un tremendo complejo de inferioridad, y que esos dos elementos, de alguna manera, estaban presentes en todas las relaciones. Uno sentía, que te decían: yo soy superior a ti por haber nacido acá, tu no tuviste la suerte de haber nacido en el ombligo del mundo, pero a la vez, tú has tenido acceso a no sé qué cosas, tu eres blanco, como si ser blanco definiera ciertas cosas, y de hecho las define.
Yo, por mi parte, establecía unas magníficas relaciones con todas la serranas que vendían en el mercado, y me sentía muy atraída por todo eso. Es más, ni bien llegué participé en una película para el Museo del Hombre de París, sobre ritos mágicos religiosos de los andes peruanos, y me encontré filmando en la punta de los Apus, con los Alto Misayoc y Pampa Misayoc, adentrándome en la filosofía, en la religión y en este mundo tan misterioso, y poco a poco me di cuenta que ya no quería estar en otro lugar.
¿Cuánto tiempo te quedaste viviendo en Cusco?
La primera vez nueve meses. De marzo a octubre. Llegué a Lima, a las ocho de la mañana del 3 de octubre, y a las ocho con treinta comenzó el terremoto, y fue una experiencia muy determinante. Volví a la Argentina a pasar año nuevo, convencida de que me iba a quedar, y resulta que no la aguanté: no me interesaba hacer películas de ladrones y policías; no me interesaba la publicidad de moulinex o de jabones. Ya había tenido acceso a otras posibilidades dentro de mi profesión, que era el cine, que lo demás me pareció un mamarracho. Además, no aguantaba el tono de voz de los argentinos, que me resultaba muy disonante; me molestaba el apuro de la gente, apuro que yo no sentía en el Cusco, donde yo era la única que caminaba rápido, todo el mundo caminaba lento, con una cadencia espectacular, que se me hizo propia porque yo sentía que era más justa con mi verdadero ritmo interior. Siempre siento que fuerzo mi ritmo por exigencias externas, por eso busco espacios para mi vida espiritual, para mis amaneceres. Yo amanezco en silencio, me voy a caminar a la playa, si no tuviera ese pulmón, que airea mi vida, yo ya estaría chiflada.
Ese de tipo de tiempo ¿es posible en el Cusco de hoy?
Yo no sé. Yo estuve en Cusco el año pasado y hay cosas que las siento muy diferentes, y otras que las siento intangibles, nadie las ha cambiado.
¿Qué cosas por ejemplo?
Los viejos en el Cusco siguen mirándote de esa manera que va mucho más allá de lo exterior. La relación de los serranos con sus animales sigue siendo igual de orgánica, igual de cercana, son unos hijos más. El turismo ha hecho daño en algunos aspectos, pero a la vez ha traído una bonanza que también era necesaria, Para mi sorpresa todos los restaurantes fichos estaban llenos de cusqueños. Yo me asombré y le pregunté a Carlos Milla cuanto gana un cusqueño que se puede ir a comer a la Cicciolina. Por otro lado, tengo viviendo allá a mi ex marido, y a su hija mayor, que ha sido mi guagua adorada porque se crió conmigo.
Ustedes pusieron una taberna, ¿por qué le pusieron Hatuchay?
La meta de Hatuchay era que todo fuera muy orgánico, la ristra de ajos y ajíes que colgaban del techo las trenzamos nosotros a mano, con Lucho Kerol y Marita Barea, y el pisco lo traíamos de Moquegua en carro. Tú te comías tu queso y tu chuta sobre tu palto de madera, lo cortabas con la mano, es decir todo eso, con la intención de devolverle un pedacito de la Plaza de Armas a los cusqueños que la estaban comenzando a perder.
¿En ese entonces ya los cusqueños comenzaban perder la Plaza de Armas?
Sí. Porque ya estaba el Abraxas, ya estaban las discotecas excesivamente marihuaneadas, ya estaban los restaurantes tipo Roma. Claro que iban los cusqueños, pero era para los gringos. Ya estaban los restaurantes turísticos con otras facturas, y nosotros nos dimos cuenta que poco a poco se iba perdiendo ese espacio. Por otra parte, traíamos conjuntos de toda Latinoamérica, la idea era que fuese un sitio en el cual el cusqueño y el foráneo compartieran experiencias, música, que fuera un punto de encuentro.
Teníamos una gran pizarra y si querías dejarle un mensaje a alguien, ponías: “Vuelvo a la ocho”, o, “No encontré lugar en el hotel Roma y me mudo al Casona”, por ejemplo. Era un lugar donde todo el mundo caía, y tenía una vitalidad maravillosa. Claro que era muy agotador tener una taberna, porque la gente se va a las 5 de la mañana y tú ya tienes que estar abriendo porque desde temprano te traen las provisiones, las bebidas, etc.
¿Qué servían en el Hatuchay?
Teníamos un trago: el Caipi. La gente cree que se derivaba de la caipiriña, pero no, porque Caipi significa aquí, “en aquí”, para ser más preciso.
¿La década de los 70 fue una etapa económicamente fructífera para el Cusco, y muy rentable para este tipo de negocios?
Sí fue una etapa muy buena de Cusco, para todo el mundo.
¿Recuerdas algunos personajes cusqueños?
Claro, tan entrañables como la abuela de Cecilia Vásquez, o el papá de Tolo Olivera, todo un personaje, chineando a todas las gringas que pasaban. Uno le preguntaba: “¿Y qué está haciendo usted por acá?”, y el repondía: “Recreando la pupila hijita”. Cuando iba al Hatuchay decía: “Me gusta que las gringas lleguen todas tiecitas, porque las devolvemos bien bailadas”.
¿Dónde vivías?
La primera vez que llegué, viví en un hotel familiar de la calle Saphi. Y de allí me botaron porque yo tenía de ahijados a dos cholitos ayacuchanos, y la señora me dijo que ella había aceptado que nosotros nos instalemos en una parte de la casa porque mis hijitas eran todas “gringuitas”, pero cuando me vio con dos cholitos, la señora, que era cholísima, me los choleó. De allí me pasé al hostal Plateros, y de allí me mudé a Choquechaca, viví en la casa de los Nuñez del Prado años, y fue una experiencia muy linda. Así como en ese lugar descubrí que los cusqueños choleaban a los oscuritos, descubrí que los cusqueños también menospreciaban a los arequipeños.
El día que yo decidí mudarme de Choquechaca, les presenté a un chico estupendo que se llamaba Carlos, que trabajaba en el Banco de Crédito, tocaba guitarra, tenía un trabajo super bien, y se había casado con una chica super bien, y estaba formando su familia. Como yo iba a dejar la casa, se los presenté a la Sra. Nuñez del Prado. Y en la noche me llama, y con su dedito me hace bajar, y me dice: “Mira Estercita, yo quiero hablar contigo, tú no has sido muy franca conmigo, y hay cosas que no me has dicho”. “¿Qué cosa le he ocultado?”, le pregunto, y ella me responde: “tú no me has dicho que eran arequipeños”. Casi me muero. Y no les alquiló la casa. Estoy hablando de la mamá de don Oscar. Y dijo con claridad, “arequipeños en mi casa, ¡no!”
Y por otro lado, Cusco tenía muy buena relación con la Argentina.
Sí, pues cuando decía que era argentina allá, tenía todas las puertas de las casa abiertas. El dueño de la farmacia Portugal, el Sr. Vera, que era el tío de Héctor de Loaiza (el director de la película para el Museo del Hombre de París), cuando se enteró de que yo era argentina, se enojaba el día que no iba a almorzar a su casa. Las mejores colecciones de discos de tango que he visto en mi vida han sido en Perú, una del papá de Silvana Dasso, don Javier Dasso, y otra de una persona cuyo nombre no recuerdo, de Cusco. Colecciones que serían la envidia de cualquiera en Buenos Aires.
¿Qué recuerdas del Cusco de ésa época, por ejemplo dónde se hacían las compras, cómo eran las cosas cotidianas?
Las compras se hacían en el mercado central, las telas donde los Cusmar. Había una tienda que quedaba en la esquina de Santa Catalina Angosta, de la Sra. Jara, que vendía todo tipo de botones, todavía tengo cosas que he comprado allí. Tenía una tira bordada para aplicaciones bellísima, yo me moría por ese espacio.
Eso con respecto a las provisiones, pero en relación con otras compras, mis tiendas preferidas eran las de Josefina Olivera, Alicia Willca Huamán y Marcos Tito, donde iba a mover hasta el último de los ponchos, aplicaba mi ojo biónico y le decía “el 14 de arriba para abajo, sácalo y guárdalo que lo quiero para mí”. Eso es una experiencia extraordinaria. También te puedo decir que el café Ayllu, para mi es un hito en mi existencia. Abelardo, el dueño, a mi me hizo aterrizar diez veces en este planeta. Un día yo entro al Ayllu (ya no vivía en Cusco) y estoy por saludar a Abelardo, cuando Jorge Vignati me llama desde su mesa, y me fui donde estaba la pandilla, Vignati pidió un café para mí; lo trajeron, con el azucarero, me hecho el azúcar, pruebo y era pura ¡sal! Veo a Abelardo y me dice: “¡ Al fin me miras, tu odio prefiero a tu indiferencia!” Otro día, voy con mis dos guaguas al Ayllu, y pasa mi marido y me dice que esa noche teníamos visita a comer, entonces le digo a Abelardo, te dejo a las niñas un rato, dales lo que quieran. Y me fui al supermarket Carrillo (que ya no existe) en un verdadero acto de inocencia. Cuando vuelvo la mesa era un chiquero, había diversas cosas, todas mordidas y dejadas, era un asco, entonces miro a Abelardo y le digo ¿qué pasó? Y me responde: tú dijiste dales lo que quieran, y les di lo que me pedían, cada cinco minutos. Y eso fue una lección para mí, porque yo no podía dejar en manos de las niñas lo que debían comer.
¿Siempre han sido gratas para ti las relaciones con los cusqueños?
La mayoría siempre ha sido grata. Pero he tenido algunas muy difíciles. Son muy desconfiados, tienen siempre una segunda idea que tu no llegas a saber, claro nunca he sentido eso con mis amigos, con Teo Allaín, no tenido eso con Techi Milla, pero yo sentía que el tejido de relaciones era mucho más libre; en Lima es más complejo, mucho más complejo.
¿Y qué relación tenías con Cusco y sus vestigios, su monumentos, sus calles?
Yo me sentía empujada a pasar por la calle Siete Culebras, Micaela, mi hija, colgada en mi espalda, acariciaba las culebritas. Tengo una relación muy fuerte con Kenko, donde tuve sueños reveladores y festejé el primer año del nacimiento de mi hijo Víctor.
Pasé noches en Sacsayhuamán, aterrada y a la vez fascinada, y por supuesto en lo que los cusqueños llaman “la Zona X”, donde hay un altar interior dentro de una gruta. En la parte de arriba de Ollantaytambo, tuve una experiencia increíble: había algo que me llamaba y tuve una desaparición, en mi plano consciente si se quiere, y comencé a dar vueltas y salí, me vi echada en la piedra desde afuera, y vi la pirámide de Pakariktambo, que no existía todavía, pues te estoy hablando del año 1974 cuando todavía no la habían descubierto. Todo esto que te cuento parece salido de la cabeza de una fantasiosa, o que me había fumado algo. No, yo no había fumado nada. Y de estas experiencias te puede contar otra. En Pikillacta tuve una revelación, o una visión, cómo dijo después Melchor, que era un sabio cusqueño. El me hizo entrar en una especie de estado de coma, y en ese estado vi a una mujer que caminaba hilando, que tenía un pectoral (yo no hacía joyas en ese tiempo, sino cine), y cuando se inclinaba hacia mí y me acogía, me miraba con unos ojos que eran dos turquesas, y todos los dientes eran de turquesas.
Esto fue una mañana, a las once, cuando fui allí con mi hija Micaela y Rodolfo Bernal (un periodista amigo mío de Argentina). Yo me eché sobre una pared, vi los techos, vi todo el pueblo, y cuando don Melchor me hizo salir de ese estado, me dijo: “Así como lo has visto, así es como había sido”. En la tarde, al contarle a mi marido, el me dice: “¡Qué te habrán dado!”. “Nada”, le digo, “es lo que he vivido, y atrás de esta mujer venían otras, pero esta es la que más recuerdo; me miraba y me acogía, y sin embargo era de piedra, y, muy laboriosas, todas ellas iban hilando, vestidas de un negro que yo no he visto nunca en mi vida, como una fina tela de alpaca. Sus piececitos eran finos, las manos eran finas, yo sentía que eran vicuñas, era una cosa increíble”. “¿Sabes qué?”, me dice Carlos, “mañana en la noche hay una conferencia sobre Pikillacta que la dará Barreda Murillo, que tiene gran cantidad de información luego de veinte años de investigar.Y fuimos a escuchar a Barreda, que dijo que en esa zona había un yacimiento de turquesas, y Carlos me agarra la mano sorprendido, pues en la mañana yo se lo había contado, en ese momento se para un señor, que no recuerdo su nombre y dice: “Esos yacimientos son nuestros, y vengo a reclamarlos porque el INC los ha expropiado”. Se armó entonces un chongo de la patada. Y a mí me vino la imagen de una de las señoras que era la única que no sonreía, lloraba y lloraba como si hubiera perdido algo. Todo estaba tan entrelazado para mí, ¿cómo no me iba a cambiar la vida?
El viaje a Cusco para ti no solo fue de encuentro sino de transformación.
Totalmente.
Llegaste a Cusco con una cultura y saliste con otra…
Todavía no salí. Sigo allí.