Mi opinión
Me encantan estas historias, son inspiradoras, nos dan el necesario aliento para seguir creyendo en la autarquía y en el sueño recurrente de ser eyectados por el sistema para vivir de lo que buenamente nos provee la tierra. Al menos eso es lo que han logrado Fernando Claude y Amory Uslar, una pareja de santiaguinos que dejaron la comodidad de la casita bien puesta en la ciudad para vivir de cara a la naturaleza, en Chiloé, uno de los paisajes más extremadamente bellos que conozco. Esta es su historia, suertudos…
Revista Paula
Hace 12 años, el ingeniero mecánico Fernando Claude y su mujer Amory Uslar, tomaron una decisión radical: vendieron casa y auto, cerraron cuentas bancarias y se fueron a Chiloé a vivir de manera autosustentable, cultivando su propio alimento y haciendo trueque con los vecinos, de lo que no son capaces de producir. «No ha sido fácil, pero fue la mejor decisión de nuestras vidas», aseguran.
Ese día de 2001 cuando el ingeniero Fernando Claude (59) pudo tirar por primera vez la cadena en el baño que él mismo instaló en su casa en Chepu, a 20 minutos de Castro, en Chiloé, celebró con champagne con Amory Uslar, su mujer. Fue la culminación de casi dos años ultra sacrificados en que durmieron en una carpa militar mientras construían con sus propias manos el espacio que les ha permitido olvidarse de Santiago y llevar una vida autosustentable.
Fernando, educado en el Saint George’s, ingeniero mecánico titulado en la U. de Chile, hijo de un ingeniero de la misma universidad, criado en una casona de Lyon con Eliodoro Yáñez, fue desde niño un inventor, un giro sin tornillos capaz de fabricar sus propios motores para los autos que le regalaban en Navidad; incluso su primera casa se la compró con las ganancias de la restauración de autos antiguos.
Ser autosustentable es para Fernando Claude y su mujer estar fuera del sistema bancario y no tener ningún compromiso que implique un pago mensual. Por eso han diseñado un modelo de vida en que ellos mismos fabricaron su casa, cultivan parte de sus alimentos y lo que no pueden producir lo consiguen mediante trueque con los vecinos. También generan su energía mediante paneles solares.
La aventura de esta pareja de santiaguinos –él con dos hijos de un primer matrimonio y ella separada también pero sin hijos– fue gatillada por la repentina cesantía de Amory, quien trabajaba como alta ejecutiva de una empresa representante de una compañía americana que exportaba insumos a Estados Unidos y que fue desplazada por su competencia china. Fernando recuerda el momento preciso del quiebre que les hizo imaginarse otra forma de vida, hace ya doce años:
–De pronto mi señora me dice: «Fernando me quedé sin pega». Ambos teníamos sobre 50 años y le dije que no se preocupara porque yo estaba trabajando, fabricando hornos industriales. «¿Y qué pasa si tú pierdes la pega?», me preguntó.
Empezamos a analizar la situación y pensamos: si en Santiago dejas de trabajar, pierdes la casa, pierdes el auto, pierdes tu plan de salud, aunque hayas cotizado toda tu vida… Nos dimos cuenta de que teníamos todo prestado y de que nuestra vida era como ir montado en una bicicleta y que el día en que dejáramos de pedalear, íbamos a caernos. Y decidimos hacer algo con nuestras vidas: buscar un lugar donde pudiéramos vivir en forma sustentable, sin gastar ni un solo peso y demostrarnos a nosotros que éramos capaces de hacerlo.
Fernando siempre había vivido con la inquietud de hacer un proyecto de vida diferente y se sentía en la ciudad como un león enjaulado, con una energía reprimida que por fin pudo liberar cuando se instaló junto a su pareja con camas y petacas en Chepu, una localidad bellísima a unos 30 kilómetros de Ancud; confluencia de dos enormes ríos que van a dar al océano Pacífico; pequeño caserío donde hoy tienen un sencillo y original emprendimiento turístico, absolutamente autosustentable desde el punto de vista energético.
Al tomar la decisión, allá por el año 2001, diseñaron un plan –él con su mentalidad de ingeniero y ella con su experiencia como gerente– para su futuro hogar. Partieron por vender una casa en Providencia, sus autos y todos sus bienes más suntuarios, conservando aquellas cosas que guardaban algún valor sentimental. Hicieron luego un listado con los materiales que iban a necesitar para ser autosustentables y se dedicaron a recorrer los mercados persas cada fin de semana, donde fueron comprando uno a uno los insumos necesarios para su nueva vida: bombas, baterías, materiales para construir paneles solares, cables eléctricos y sensores.
Paralelamente, buscaban algún sitio en Chiloé, isla de la que ambos habían quedado prendados en viajes juveniles. Amory lo único que pedía es que no estuviera frente al mar por el temor a los maremotos. Hasta que encontraron una parcela de seis hectáreas en Chepu, llena de árboles, frente a un río majestuoso y a siete kilómetros del mar.
«Cuando dejamos Santiago, nuestros parientes pensaron que estábamos locos, dementes seniles. Pero lo increíble es que con el paso del tiempo hemos visto más a la familia ahora que antes. Porque cuando alguien viene para acá lo hace entregado a quedarse uno, dos o tres días, con otra disposición, a conversar, a estar contigo».
Ser autosustentable pasaba, además, por alejarse del sistema bancario y de cualquier compromiso que implicara el pago de mensualidades: «Tratabas de cerrar la cuenta corriente: te metían la tarjeta por debajo de la puerta; intentabas devolver los teléfonos: te ofrecían una línea gratis. No fue fácil, porque el modelo financiero es como un cáncer que crece si le das espacio», reflexiona Claude.
Por fin, luego de cerrar todo compromiso financiero y de pagar hasta la última deuda, en marzo de 2001, partieron rumbo al sur con varios camiones contenedores donde cargaron todos sus bienes y los materiales adquiridos. «Echamos hasta el perro dentro, Randie, junto a una perra que le compramos para que estuviera acompañado, y partimos al sur. Estábamos recién entrando a la isla y se largó a llover a cántaros; los camiones se quedaron pegados. La naturaleza nos estaba diciendo: Bienvenidos a Chiloé», rememora Claude.
La primera noche la pasaron sentados sobre una caja, con una vela y con toda la imaginación y la buena voluntad puestas en el trabajo que les esperaba si querían disponer de un lugar habitable. «Fue como un bautizo, una sensación realmente increíble de volver a nacer. Yo le recomendaría a todo el mundo que se atreva a hacer algo así en algún momento de su vida», reflexiona Claude.
Empezaron construyendo una ranchita, con unos árboles de manejo autorizado que pudieron talar. Mientras tanto habitaban en una carpa militar y creaban las condiciones para captar el agua de la lluvia y generar energía construyendo un molino de viento y varios paneles solares. Levantaron un invernadero y un gallinero y usaron la vieja costumbre chilota del trueque: «Al principio vivíamos del puro intercambio. Yo cambiaba una tele usada por dos corderos, o un chancho; un juego de té por un kilo de queso, un saco de harina por uno de papas».
Con los materiales comprados en la capital Fernando armó su taller donde consiguió construir con sus propias manos, y su talento notable con los fierros, un generador eólico chiquitito para la electricidad, con unas aspas que hizo él mismo a partir de un alternador viejo de auto.
Durante los dos primeros años cumplieron rigurosamente el plan de no gastar un peso y gozar con la solución de las cosas más elementales: «Nuestro primer festejo fue la primera tirada de cadena de nuestro baño recién construido. Fue una liberación porque, hasta ese día, teníamos que salir a campo traviesa en las noches con lluvia. Construí un baño con todas las de la ley, pero que tenía sus restricciones si queríamos mantener la sustentabilidad del sistema: las duchas de agua caliente debían ser de máximo cinco minutos por persona, 27 litros por minuto, para que el agua alcanzara».
A esas alturas estaban viviendo sustentablemente y no le debían un peso a nadie: «tranquilos como nunca en nuestra vida en común», cuenta Amory.
Cuando partieron a Chiloé tenían un terreno, pero no una casa, pues querían construirla ellos mismos. La primera noche la pasaron sentados sobre una caja, con una vela. «Fue como un bautizo, una sensación increíble de volver a nacer. Yo le recomendaría a todo el mundo que se atreva a hacer algo así en algún momento de su vida», reflexiona Claude.
El fortalecimiento de la pareja
La gran duda que tenían ambos, antes de partir, era qué pasaría entre ellos al estar todo el día juntos, habitando en un espacio reducido y compartiendo la precariedad de los primeros días. «Pensamos que viviendo juntos todo el año, lloviendo todo el día, el riesgo era que nos sacáramos los ojos. Pero, la verdad, es que nos unimos más que nunca con la experiencia de vivir de lo que éramos capaces de producir con nuestras propias fuerzas y recursos», dicen.
Me contaban que se casaron acá después de años de convivencia.
Fernando: Nosotros con Amory coincidimos en que esta ha sido la mejor experiencia de nuestras vidas. Nos consolidamos de tal forma que nos casamos en la isla después de 20 años conviviendo. El nacer en un lugar es una consecuencia, pero el adoptar un espacio es algo que uno toma porque quiere. Nosotros sentimos que somos chilotes de corazón, porque decidimos venirnos y quedarnos acá. Chepu significa «lugar de encuentro» y para nosotros ha sido eso. Un lugar de encuentro como pareja y con nuestros sueños más profundos.
¿En algún momento tuvieron ganas de tirar la esponja?
Fernando: Nunca, nunca. Este es nuestro proyecto de vida. Hemos estado cansados, pero nunca hemos renegado ni hemos tratado de volver a Santiago.
Amory: Ha habido renuncias momentáneas, como cuando vienes con la camioneta cargada hasta el tope y se te cae la carga bajo la lluvia, por ejemplo. Una vez Fernando se choreó tanto que dejó la carga tirada y se vino a sentar adentro, enojado. Yo le dije, levantando mis manos: «oiga, aquí hay dos manos y las únicas otras dos las tiene usted, así que ¡a trabajar!».
Y las familias de ustedes, ¿qué opinaron de este proyecto cuando les avisaron que se venían a Chiloé?
Fernando: Que estábamos dementes seniles, que éramos unos locos, que estábamos renegando de la ciudad. Pero lo increíble es que con el paso del tiempo hemos visto más a la familia ahora que antes. Porque cuando alguien viene para acá lo hace entregado a quedarse uno, dos o tres días, con otra disposición, a conversar, a estar contigo. En cambio en Santiago eran visitas de médico; «que se me pasó la hora», «tengo que hacer un trámite». Yo he aprendido a conocer a mis hermanos acá y para nuestros sobrinos somos los tíos choros del sur.
¿Echan algo de menos de la ciudad?
Fernando: No reniego de Santiago, pero no echo absolutamente nada de menos. A Santiago no voy. Fui solamente para el funeral de mi padre.
Amory: Nada. Las últimas dos veces que he ido a Santiago, han sido viajes absolutamente relámpagos.
¿Y no hay algo que extrañes de la vida urbana?
Amory: Sí, claro, el caminar por un mall y ver qué es lo que se está usando en ropa, lo que está de moda, porque es algo que a las mujeres nos relaja. Uno es mujer y eso no cambia. Mis debilidades son las carteras, los zapatos y la ropa interior. Como típica mujer de oficina, de nivel medio alto, me tocó durante años andar bien vestida, elegantita, en especial para las reuniones con clientes. Pero no tengo ninguna queja: fue una vida entretenida y la que tengo ahora lo es mucho más.
Cuando llegaron no tenían ninguna experiencia previa cercana a la naturaleza.
Fernando: Cuando empezamos a interactuar con la naturaleza fue maravilloso. Empezamos a ver los brotes de los árboles, las nuevas cosas que surgen con la primavera. Reconocimos sus ciclos, la empezamos a comprender y a proteger. Hemos terminado siendo protectores acérrimos de la naturaleza.
Amory: Al llegar acá teníamos que hacer de todo y para eso era necesario aprender de todo. Salía a caminar, observaba los árboles, el entorno, tomaba fotos y en la noche comparaba los pajaritos y las hojas de los árboles para ir reconociendo en un libro sobre la flora y fauna del lugar, los diferentes elementos de la naturaleza. Quería saber qué árboles me estaban rodeando, qué usos tenían, qué hierba se podían comer o usar como remedio. En una oportunidad arriba de una ruma de leña encontré un bicho enorme de unos colores preciosos. Le tomé una foto y la subí a la red, porque acá nadie sabía lo que era. Después nos llegaron felicitaciones y agradecimientos del Instituto Entomológico de Budapest por haber encontrado y logrado fotografiar un «opilión cosechador», nativo de Chiloé.
Una pequeña empresa autárquica
En la actualidad la pareja se encuentra viviendo con matices la posición autárquica radical de los inicios. Hoy tienen un pequeño emprendimiento turístico que surgió espontáneamente en el lugar y que les permite generar dinero fresco para resolver aquellas necesidades que no pueden ser resueltas con lo que les genera el entorno.
La idea surgió poco antes de que se les quemara su primera cabaña, con todos los bienes traídos desde Santiago, en el traspié más doloroso que han tenido desde su llegada a la isla y que de alguna forma les obligó a inventar un negocio para recuperar lo perdido. Durante el primer verano en Chiloé pasaron por el lugar numerosos turistas que les pedían en arriendo un par de kayak que ellos usaban para pasear por el río y que habían comprado en Santiago. «Al principio los prestábamos sin cobrar, pero a poco andar, durante ese primer verano juntos en Chiloé, nos dimos cuenta que había surgido espontáneamente una oportunidad de negocio que permitiría generar las lucas verdes que se requerían para adquirir aquellas cosas que no podíamos producir nosotros mismos, como la bencina, el papel confort o la pasta de dientes», recuerda Claude.
Partieron, entonces, construyendo dos cabañitas bien equipadas, con un kayak cada una, para recibir turistas, ganar algo de dinero y recuperarse de la pérdida total que tuvieron con el incendio. Con las pocas personas –normalmente europeos– que llegaban los primeros años estaban más que satisfechos, porque necesitaban muy poco dinero para su nueva forma de vida.
También consolidaron otra de las patas del proyecto autosustentable: dejaron de cultivar en invernadero para crear una mayor asociatividad con la gente del lugar comprándoles las verduras, la carne y el queso a los vecinos.
Fernando Claude es ingeniero mecánico y armó en su casa de Chiloé un sistema computacional de control de agua y electricidad que le permite establecer «ecolímites» de consumo por persona. De esa manera su proyecto sigue siendo sustentable y no tiene que adquirir agua y luz de las redes pagadas.
¿Al parecer el negocio turístico los ha obligado a transar la posición autárquica más radical que tenían en los inicios?
Transamos en algunas cosas y en otras seguimos siendo radicales: cero consumismo, salvo en tecnología para mejorar la calidad de nuestra vida y mantener la sustentabilidad. Tenemos un sistema computacional de control del agua y electricidad, con un método interactivo en que cada persona que nos visita sabe lo que consume. El modelo establece «ecolímites», es decir cuánto puede gastar cada persona para que el proyecto siga siendo sustentable y no tener que adquirir el agua ni la luz de las redes pagadas.
Por este sistema de control del agua, creado por Claude, acaban de recibir un importante premio en la Feria de Turismo de Londres junto a la reserva de Huilo-Huilo. Además, hace un tiempo obtuvieron el prestigioso sello verde internacional Green Globe, al cumplir el compromiso de que todos los productos que utilicen sean sustentables. «La vida es tener un proyecto en el corazón y si no lo tienes, es como andar deambulando a la deriva por la existencia», comenta Claude.
¿Cuál ha sido la principal lección al experimentar una vida autosustentable?
Al vivir como ciudadano de una urbe uno se rodea de cosas y de bienes que no necesita, en cambio como persona sustentable solo tienes lo que realmente necesitas. La gran lección es saber que en una situación extrema no necesitamos el dinero para subsistir y que nuestra felicidad no depende de los bienes materiales. Eso te da una fuerza enorme y un gran sentimiento de libertad.