Szyszlo tenía 91 años cuando empezó a escribir sus memorias. Era un hombre curtido por la muerte de casi todos los suyos y dispuesto a partir con hidalguía y en aparente paz. “Si hay algo bueno de haber vivido tantos años, señala en La vida sin dueño, su último libro, es que puedes decir la verdad sin temor a las consecuencias” y en esa perspectiva anota lo siguiente al rememorar la casa en Santa Beatriz donde transcurrió su niñez y gran parte de su juventud:
“Esa casa era como un mundo. Había un jardincito, entre las calles Torres Paz y Soldado Desconocido, donde mi padre tenía una jaula enorme para el oso perezoso que tenía allí. Se llamaba Torcuato y vivió con nosotros treinta años. Algo de sentido del humor tenía mi padre. Cuando escribía cartas a la Sociedad Geográfica de París u otras, firmaba bajo el seudónimo de Torcuato Pérez Oso.
Había un viejo árbol grande en el jardín y a su alrededor se construyó la gran jaula. Ahí vivía Torcuato. Era manso, tranquilo, peludo, grande, poco amistoso, no te reconocía como hacen otras mascotas. Comía flores. Mi padre tenía un amigo dueño de la florería La Moda Elegante, por la avenida Brasil, que le mandaba las flores marchitas para alimentarlo. El perezoso murió tres meses después que mi papá. De viejo, de pena quizá.
Hay una foto de mi padre en uno de sus libros abrazando a su perezoso. Torcuato está sentando sobre sus piernas y mi padre está detrás con un cómico gesto forzado, como quien lo quiere quieto para que salga bien en la foto. Quizá le era más fácil mostrarse afectuoso con los animales que con las personas. En la fotografía se nota que el animal está acostumbrado a ser tocado y acariciado por su dueño. Y creo que él le demuestra más afecto que el que jamás me dio a mí. Y, debo reconocerlo, más que el que yo le demostré a él”.
Tremendo. El maestro recuerda de esa manera a su padre, Vitold de Szyszlo, un emigrante polaco que se comunicaba con facilidad en catorce idiomas y disfrutaba del conocimiento científico y la música clásica como pocos pero que jamás le dio un beso o alguna otra manifestación de cariño más allá de estar relativamente cerca (cuidando con afán un oso perezoso).
Obviamente, el pintor no podía dejar de recordar esas vivencias en su postrero arreglo de cuentas. Válido.