Diario de viaje, día 5. Estimado Paco Nadal, a la distancia:
Hubo un tiempo, no muy lejano, estimado Paco, en que lo importante del equipaje que se llevaba a cuestas al cerrar la puerta de casa para recorrer el mundo era un cuadernillo o un block de notas, como decimos los peruanos.
Un cuadernillo y un lapicero, nada más. Eso era todo, suficiente.
Las fotos corrían a cargo del compañero de ocasión o simplemente se dejaban de lado. Hacerlas era cuestión de especialistas, un arte que exigía poderes de alquimista y tiempos sustraídos a la contemplación y al goce.
Ahora los viajeros de ocasión –vamos, debería llamarlos turistas o selfistas- creen que miran, que lo están observando todo, que suyo es el universo entero y todas las criaturas que lo componen. Y al final –o al principio, qué más da- no han visto nada, todo se les escapa de las manos, del visor, como se escabulle entre los dedos el agua de la fuente que alguien puso cerca de cada uno de ellos.
Todo lo han perdido, cayeron vencidos, como miles, como la mayoría, por esta anti dialéctica costumbre de querer registrar lo inverosímil en el iPhone de moda o en el aparatito tecnológico que los amigos, sí, siempre los amigos, les recomendaron comprar antes de empezar a caminar.
Joder, Paco, joder con los smartphones y el selfismo-leninismo que se apodera del planeta tierra para convertir en tono sepia los cromatismos que brillan al viajar, esa aventura personal, humana, única que no tiene registro, que es volátil y subjetiva como el infinito.
Joder con ese vicio inútil de querer contarlo todo…
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Por eso pienso que éramos más sagaces, más intrépidos, vivíamos atentos al bostezo de la rana y no a las iridiscencias de su piel húmeda e impactante. Lo importante era el relato, la narración pausada en tono propio, qué importa que el empaque, el envoltorio fuese una carta o un dibujo de principiante; lo audaz no era el registro en tecnicolor o en 4D, lo audaz era haber estado en ese sitio, único y distante, en la más absoluta soledad, expulsados del reino de los hombres, en el filo de la navaja.
Ahora, en cambio, no tenemos ningún reparo en trasladar al fin del mundo nuestra civilización con nuestros ridículos afanes de Homo consumus. Lo hemos envilecido todo.
En fin, manías de viejo ésta de querer cambiar el mundo de un solo plumazo…
Abrazos desde Lima