Mi opinión
Voy a extrañar a a Javier Reverte, un hombre sin anteojeras ideológicas que se paseó por el mundo con su camisa de profesor de escuela secundaria y una torpeza propia de quien no se creía más que cualquier otro mortal.
Javier Reverte, madrileño, 76 años recién cumplidos al partir en octubre pasado, viajero impenitente mientras pisó con firmeza la epidermis de este planeta al borde del estallido, amigo de Manu Leguineche y conspicuo miembro de la tribu que el vasco universal supo forjar a punta de carcajadas y viajar para contarlo, solía recordar, con cierta desazón y vergüenza, los años invertidos en redactar textos de marketing turístico, insulsos la mayoría, para agencias de viajes detrás de nuevos destinos u oficinas estatales urgidas de contenidos provocadores.
Artículos y reportajes que por cierto escribió, sonrojado, tan solo con el propósito de seguir alargando el kilometraje y hacerse de las monedas necesarias para llenar la nevera o cancelar las cuentas que los urbanitas estamos en la obligación de pagar. Saber de su temporal abdicación, alimenticia digamos, lo confieso, me sirvió, me ha servido para tragarme sapo semejante y ser como él, guardando las siderales distancias, corifeo de un negocio, el del turismo masivo, que engatusa a los que lo frecuentan con paraísos de oropel y poco, realmente muy poco, qué contar.
De Reverte, nacido como Javier Martínez Reverte en plena guerra mundial y educado leyendo a Salgari, Stevenson, Verne, London, Melville, Denisen, Hemingway y los once tomos de Tarzán de los monos he leído casi toda su obra de periodista detrás de revueltas, guerras fratricidas y viajes por placer; muy poco en cambio, apenas una novela, de su producción literaria que fue prolífica tanto en prosa como en poesía. Aun así, doy fe de su notable pluma y de su esmerado aporte a la literatura de viajes. Lo tengo como uno de mis más apreciados autores. Su partida, víctima del cáncer el año pasado, me produjo tristeza y desazón: Reverte se había convertido en un referente y sus comentarios, siempre claros y llenos de vitalidad, los solía saborear para integrarlos de inmediato a mi ideario particular.
Lo he recordado estos días mientras leía su Venga a nosotros tu reino, una novelita de acción e intrigas vaticanas en la España que edificó Franco sobre los cadáveres de la guerra civil que marcó a su generación.
Javier Reverte fue periodista, como lo fueron su hermano, su padre y un tío suyo, durante treinta años antes de convertirse en escritor a tiempo completo. El éxito editorial de El sueño de África en 1996, el primer libro de la trilogía que envolvió los relatos imprescindibles de su vagabundeo por el continente africano mientras sus pueblos dejaban el colonialismo para enfrascarse en contiendas inverosímiles, lo apartó para siempre de las guerras donde destacó como avezado corresponsal al lado de las figuras más renombradas del mejor periodismo español que conozco.
Imperecederas son las anécdotas vividas por el madrileño con Leguineche en el territorio de la ex Yugoslavia a inicios de los ahora lejanísimos años noventa. En esa otra conflagración fratricida Reverte y el Manu, lo cuenta el primero en La aventura de viajar, un libro publicado en el año 2006 que recomiendo a todos los que se inician en el oficio, pudieron moverse por los caminos de la muerte que les tocó transitar y salir indemnes gracias a las garrafas de vino, jamones, latas de cerveza, jugos de fruta, quesos y mil potajes más que cargaban ex profeso en la maletera del auto que conducían sin miedo a las balas. No hubo milicia a punto de hacer uso de sus kalashnikovs que se resistiera a los encantos de estos dos embusteros ni al cargamento que llevaban a cuestas para aceitar conciencias y apaciguar radicalismos.
Reverte fue un cronista interesado, como Kapuscinski, por la condición humana: para el atento reportero de guerra, también filósofo y, por cierto, poeta, darle voz a los que no la tenían devino en una obsesión y en una búsqueda irrefrenable que lo llevó a recorrer los cinco continentes. Por eso es que en El Sueño de África y también en Billete de Ida, el compendio del 2000 que revive parte de su andadura por Centro América, un territorio apache que recorrió de cabo a rabo, dedica pocas líneas a describir la belleza natural y la biodiversidad de estos dos continentes marcados por las injusticias sociales y las guerras interminables. Mientras los demás testigos preferían las disquisiciones antropológicas o el encendido elogio de la vida silvestre, Reverte pretendió ir siempre a la vena. Lo animaba el deseo de denunciar las inequidades sociales y buscar en la Historia, uno de sus más felices pasatiempos, las pistas que le permitieran denunciar su ofensiva presencia en todos los tiempos.
Sus despachos de guerra son, lo comenté alguna vez, directos, emotivos, evocadores; van al grano, son concisos, a veces demasiado breves; buscaba el viajero que se ha marchado tan pronto, estoy seguro, aliviar al lector de los datos que confunden y de los lucimientos que desmerecen lo que se tiene la obligación de relatar: la suya fue una mirada a babor y a estribor, sin demasías. Fueron los trazos firmes de un escritor que había encontrado en el periodismo la excusa para ejercer su devoción.
Javier Reverte no se cansó de buscar en las páginas de las obras que lo conmovieron el hilo de Ariadna que le permitiera recorrer los pasos de sus autores predilectos por el mundo que construyeron. Lector empedernido de Homero, Joseph Conrad, Malcolm Lowry, Hemingway, refirió alguna vez que los “que amamos la literatura alentamos una especial emoción, que otras gentes podrían considerar algo necia, a la vista de los lugares que han servido de marco a los grandes libros”, y en eso fue fiel hasta el final de sus días sobre la Tierra. Gracias a su devoción por sus viajeros inmortales he podido viajar imaginariamente, de la mano del autor de Corazón de Ulises, el libro que publicó en 1999, por el río Congo y también por las islas Griegas. Conrad y Homero, gracias al tino y la amplia cultura del maestro, se convirtieron en mis cicerones.
Voy a extrañar a Reverte, un hombre sin anteojeras ideológicas que se paseó por el mundo con su camisa de profesor de escuela secundaria y una torpeza propia de quien no se creía más que cualquier otro mortal. En Confines, su bitácora del 2018 sobre las aguas árticas y antárticas que navegó y nos hizo navegar al lado de Pigafeta, Darwin, Amundsen y tantos otros, cita a W.H. Hudson, uno de mis viajeros preferidos, a propósito de su vida en la Patagonia: “Un día [relata Hudson] mientras escuchaba el silencio, se me ocurrió pensar que ocurriría si me pusiese a gritar”. El Javier Reverte que evoco y recordaré siempre supo desafiar el silencio que precede el mirar siempre en lontananza para contar a otros lo que estamos viendo para insuflar nuestras vidas con su grita de profeta y escribidor de historias inmortales. Buen retorno a la tierra, capitán.