Mi opinión
Jorge Vignati era esencialmente un hombre bueno, sin máculas, transparente. Un caballero andante, un gentil hombre extraviado -adrede- en las calles de Barranco. Cual Eguren contemporáneo, supo derrochar bonhomía y clase por donde le tocó andar. Fue un tipazo,
Ya sea en el Juanito, el célebre bar de la avenida Grau, o en Huaraz, donde apoyó varias ediciones del Inkafest, el Flaco Vignati no dejó jamas de expresar su amor incondicional por la buena fotografía, la aventura intensa por cualquier cordillera y el séptimo arte.
Lo conocí en la casa que Raúl Gallegos, el papá de Gabriel e Inés, se dio el lujo de inventar en la calle Cajamarca, a tres pasos de Los Reyes Rojos. En el gabinete-estudio de Raúl, Jorge Vignati, conversador nato, me regaló algunas tardes del último año de Inés en el colegio para festejar al alimón la vida, los proyectos por venir, la ilusión de estar instalados en este mundo a punto de quimeras, de sueños imposibles.
Voy a extrañarlo.
Su muerte, a diferencia de lo que me ha sucedido últimamente con la partida de otros amigos, no me tomó por sorpresa. El Flaco había decidido irse de a poquitos, sin querer molestar a sus amigos, sin perturbar a los que lo habíamos convertido, por méritos propios, en el fundador del mejor cine peruano.
(Me enteré de tu partida, Maestro, en el malecón Tarapacá, en Iquitos, en el restaurante de los Otero, en el Fitzcarraldo, vaya paradoja, y no me tocó esta vez fruncir el ceño. Al contrario, pude reconocer al evocar tu figura de Quijote andino, una sonrisa, interior e inmensa, celebrando tu vida, la vida pletórica en emociones, auténtica y bella que te regalaste)
Kausachun, wayki. Buen retorno a la pachamama.
Documentalista, camarógrafo, hombre de cine: el cusqueño Jorge Vignati es conocido por su trabajo al lado de Werner Herzog en Fitzcarraldo, pero su historia empezó mucho antes y continuó después de su asociación con el mítico realizador alemán. En esta entrevista, Vignati nos habló sobre los principales hitos de una trayectoria ejemplar.
¿Cómo fue tu acercamiento al cine?
Desde niños íbamos al cine con nuestros padres, a las matinés. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? No había televisión. Eso nos obligaba a volver al cine todas las semanas.
Pero el cine, realizar cine, no era entonces algo ajeno al Cusco y a algunos cusqueños…
Cierto, un grupo de paisanos, Eulogio Nishiyama, Luis Figueroa, Hernán Velarde, César Villanueva y Manuel Chambi, se reunían para hablar de todo: de literatura, de pintura, de arquitectura y de artes en general; y a analizar películas. No nacieron con la idea de hacer cine, pero lo hicieron. “Kukuli” (1961) fue su mayor éxito (el historiador cinematográfico francés Georges Sadoul bautizaría este movimiento, posteriormente, como “La escuela de Cusco”). Yo ya tenía el bicho, el cine me llamaba, me gustaba, así que andaba detrás de esta gente. Y quien me agarró más cariño fue el gran Eulogio Nishiyama. Tanto fregaba con el cine, que mi papá me compró una cámara de 8 mm. Yo filmaba mi entorno. Los rollos eran enviados a Panamá desde la tienda de la familia Nishiyama y volvían dos meses después. “Ya llegó tu rollo”, me decía Eulogio. Él tenía proyector, así que ahí los veíamos. También de él recibí los primeros consejos… Yo tendría dieciséis o diecisiete años.
¿Qué hiciste después?
Por un rato, me vine a Lima, a la casa de mi tío Julio Vignati, quien me hizo la misma pregunta que alguna vez me hizo mi padre: “¿Y qué vas a hacer?”. En lugar de responderle simplemente: “cine”, preferí decir: “estudiar y trabajar”. Él era un hombre muy bien relacionado, que me ofreció una gama de posibilidades. “Te puedo poner en un banco”, me dijo. “Puedes llegar con facilidad a gerente empezando desde abajo, no se necesita mucha sabiduría. Cuando te pidan un crédito, basta decir que no con propiedad”. De todas las posibilidades que me ofreció, me gustó la de trabajar en la pesca. Era la época del boom pesquero y me atrajo la idea de viajar, conocer e incorporarme después a la marina mercante.
Sin ninguna idea de lo que tenía que hacer, el joven Vignati se presentó en la bolichera asignada. Solo le atraía el mar, tan lejos de sus montañas y, como cuenta, viajar y tal vez incorporarse a la marina mercante. Tras un comienzo incierto, sumando a la dureza del trabajo la frialdad de los compañeros por considerarlo un privilegiado –entró con medio sueldo y no con el de aprendiz, como correspondía–, pudo capear la tormenta con humildad y ganas de saber. Poco a poco, fue aprendiendo que, por ejemplo, jalar la red aprovechando el movimiento del barco y ponerlo a favor puede facilitar la tarea. Poco a poco, se fue ganando el respeto. Al poco tiempo, ya estaba en el timón. Fue postergando el cine por la idea de viajar, pero ahí estaba el sueño, acechando. Y volvió solo. Los fines de semana, la tripulación del barco se quedaba relajándose en el Callao, pero Jorge prefería el Centro de Lima, tomarse un traguito moderadamente y conversar en algún sitio de la Plaza San Martín.
“Un día, en el Hotel Bolívar, uno de los lugares de trago moderado y conversación exagerada, o al revés, me encontré con un chileno, Guillermo Palacios, director de cine. Y de cine hablamos, claro. Me dijo que en el Perú había mucho por filmar, pero nada filmado. Entonces vi una luz. ‘Habla con mi tío Julio, de repente le interesa’, le dije. Pasó el tiempo y, un buen día –un gran día– recibí un mensaje, después de desembarcar, mediante el cual se me invitaba a la oficina del tío Julio. Sin olor a mar ni a pescado, bañadito y cambiadito, allá fui”.
¿Y qué había pasado?
El tío Julio había hablado con el director chileno y la idea le había gustado. “Estamos pensando en formar una compañía de cine”, me dijo, y entonces salté hasta el techo de alegría. De ahí me bajó. “Un momentito, no te entusiasmes. No vas a ganar lo que ganas en la pesca”, me dijo.
Vignati, en pleno boom pesquero, ganaba un dineral, y ahí solo le ofrecían un poco más del salario mínimo, pero aceptó. Los sueños no tienen precio. Se formó la compañía. El primer proyecto era filmar documentales sobre las antiguas culturas del Perú. Se compraron cámaras, reflectores y hasta grupos electrógenos. El equipo, acompañado por el arqueólogo Federico Kauffmann Doig, emprendió el camino de los vestigios para plasmarlos en el celuloide.
“Yo no era el que hacía cámara, sino Gustavo Tovar. Pero, en poco tiempo, asumí esa responsabilidad e hice la mayoría de los documentales: Chavín, Moche, Kuélap, Gran Pajatén, ¡filmamos todo!, pero necesitábamos una voz conocida para los documentales y entonces cayó por acá Carlos Montalbán, famoso actor y locutor mexicano, la voz oficial en español de los cigarrillos Marlboro. Lo buscamos en el Hotel Bolívar, y pisco sours mediante, le propusimos que los narrara. ‘Si me gustan, sí”, dijo. Y le gustaron.
¿Qué pasó con los documentales?
El tío Julio había sido candidato a diputado por el Cusco, su campaña tenía que ver con el turismo, una industria aún poco explotada. No resultó electo, pero le propuso a un amigo, senador por Huánuco, seguir con su proyecto. La idea fue aceptada en la Cámara de Senadores. Entonces, copias de las películas, únicas en su tipo, que estaban terminadas en versiones en inglés y en español, se vendieron a través de Cancillería a las embajadas y consulados para su difusión. Nosotros vendíamos copias a universidades y centros de estudios de Estados Unidos y Europa, y así se recuperó la inversión.
MILAGRO EN LA SELVA
Hasta que le llegó a Vignati la gran oportunidad que esperaba y que le abrió el telón al exterior: una película clase B, coproducción peruano-estadounidense, llamada Milagro en la selva. “Era una historia simple: un matrimonio separado, y un hijo que en los convenios de tenencia debe pasar un tiempo con la madre que vive en Brasil y viaja desde Estados Unidos. El avión se cae en la selva. A bordo, iban un grupo de rock, un ataúd y unas monjas. El papá llega a buscarlo”, recuerda Vignati.
La aparición de Herzog cambiaría tu carrera. ¿Cómo llega a tu vida?
A principios de los setenta llegó al Perú Dennis Hopper para filmar “The Last Movie” (1971), en Chinchero. Al mismo tiempo, Herzog estaba haciendo “Aguirre, la ira de Dios”. La producción de Herzog había visto algunas películas que hice con el director boliviano Jorge Sanjinés y, como le había llamado la atención el dominio que tenía con la cámara en mano, me contactan, pero yo ya había sido contratado para trabajar con Hopper. La negociación para trabajar en “The Last Movie” fue muy curiosa, se hizo en un hotel. Yo esperaba con un grupo de jóvenes que no conocía. Ellos aceptaron 50 dólares diarios, pero yo dije que no y cerré por 150, que era un buen dinero para la época. Ellos tampoco me conocían, me miraban con cierta suficiencia y se sorprendieron. Eran los cineastas de Robles Godoy, los que creían que el cine en el Perú empezó con Armando… ¡No jodan, pues! Ya había alguna cosita hecha, y yo particularmente tenía unas cuantas. Durante la realización de “Aguirre, la ira de Dios”, Herzog conoció la historia del cauchero Carlos Fermín Fitzcarrald y la transformó en un proyecto de película. Cuando llegó para rodarla, en 1980, me contactó. Fui contratado como asistente de dirección y segunda cámara, que después se transformó en primera. También dirigí algunas escenas.
No fue nada sencilla la filmación, ¿verdad?
Para nada, todo lo contrario, pero lo cierto es que la grabación de la película superó a la propia película. Herzog buscaba grabar en un pongo, esos pasos angostos y peligrosos, con remolinos. Primero, la idea fue hacerlo en el Pongo de Manseriche, del río Marañon, y ahí empezaron los problemas: la comunidad awajún del sitio elegido, que iba a trabajar en la película, aceptó. Se iba a construir toda la infraestructura para la estadía de los actores, los técnicos y los encargados de vestuario con material noble, para que quedara para ellos. Además, el compromiso incluía la construcción de una posta médica, un salón comunal y una escuela. Pero empezaron a arrepentirse. Incluso, nos enteramos de que, misteriosamente, hasta llegó gente desde Europa para impedir que se filmara, con argumentos ridículos, como que el material con que se construirían demostraba que la intención era quedarnos, por ejemplo. Incluso se aprovecharon de un factor como el origen alemán de Herzog para mostrarles fotos de campos de concentración nazis con cadáveres amontonados. Los nativos terminaron quemando el campamento y echando al equipo de producción. Fue una locura inexplicable.
¿Cómo era Klaus Kinski?
Temperamental, neurótico, jodido, pero gran profesional. Estaba al tanto de todo, sobre todo de la continuidad de la luz. Herzog lo provocaba, le cambiaba la luz para la misma escena que se filmaba en momentos diferentes. Kinski, que paraba con un espejo donde se miraba continuamente, se daba cuenta y explotaba: “¡Mierda diletante! –le gritaba a Herzog– ¡La luz está mal!”
Terminó Fitzcarraldo, ¿qué siguió después?
Muchísimo. Viajé a Nicaragua, también con Herzog, para el documental “La balada de un niño soldado”, la historia de una guerra lacerante con niños vistiendo uniformes para grandes. “Los niños son los mejores combatientes, no miden el peligro como los mayores”, me dijo alguien alguna vez. Terrible. Luego, el Himalaya, África, la región que más me ha impactado, trabajando para la Comunidad Económica Europea. Hay gente que baila a pesar de todo, del sufrimiento, de las guerras eternas y de los guetos. Miré a la muerte a los ojos en el cerro Torre, al sur de la Patagonia, cuando se desplomó el helicóptero en el que estaba filmando y que por suerte amortiguó la caída con la nieve. Y mucho, mucho más.
Cae la noche en Barranco, el barrio de Jorge, y la conversación termina entre chilcanos del bar Piselli, en una bruma espirituosa de sombras y luces.
Te veo un poco triste… ¿te sientes olvidado?
No soy de quejarme, pero sí. He sentido ingratitud, mis equipos han envejecido apoyando al cine nacional.
Pero estás conforme con tu vida…
Y, sí… ha sido de película. Hice lo que quería hacer, soy lo que quise ser. Quería viajar y hacer cine. Y viajé por todo el mundo haciéndolo. ¡Pero, ojo! Todavía tengo rollo para rato.
Por Sengo Pérez