Mi opinión
Ya se puede adquirir la versión digital de «Palmeras de la brisa rápida» que acaba de poner en circulación la editorial Altaïr a través de su colección Heterodoxos. Mañana mismo la pido, como se los dije hace unos días, el mexicano de Yucatán es uno de mis favoritos.
Escritor y periodista, uno de los máximos y más brillantes representantes de la crónica en castellano, Juan Villoro vuelve a publicar, 27 años después de su primera edición mexicana, «Palmeras de la brisa rápida». Crónica autobiográfica, este texto es el relato en primera persona del viaje que Villoro realiza a Yucatán, lugar de origen de su abuela y de su madre, lugar desconocido y, a la vez, profundamente familiar gracias a los relatos de su abuela.
Palmeras de la brisa rápida es el descubrimiento de un paraje nunca visitado y, a la vez, el reencuentro con todas aquellas historias de infancia que se convierten en el filtro a través del cual Juan Villoro mira, busca y encuentra un Yucatán nuevo y, a la vez, eterno.
Palmeras de la brisa rápida es un regreso a Ítaca en el que confluyen el horizonte “objetivo” del Yucatán real y el horizonte subjetivo del Yucatán narrado y heredado de su abuela. La confluencia hace del libro un híbrido entre la crónica, la autobiografía e, incluso, la narración de ficción.
Yo creo que Palmeras de la brisa rápida tiene que ver con la memoria, con la biografía y con la crónica y, efectivamente, es un libro que se conforma de varios registros. En mi infancia viví en un Yucatán imaginario: mi abuela, con la que yo vivía, tenía la idea de que todo lo que le ocurría en la vida estaba relacionado con Yucatán. El mundo, para ella, estaba formado por yucatecos que influían en su favor o en su contra; además, mi abuela tenía un fuerte acento yucateco, hablaba de historias que habían sucedido en aquellas tierras, cocinaba al estilo yucateco…, en breve, ella se había trasladado a México sin nunca salir de su provincia. De esta manera, yo crecí oyendo fantasiosas historias de un mundo donde intervenían piratas, príncipes mayas…, un mundo que luego asociaría con el realismo mágico y con este tipo de imaginaciones desaforadas. Junto a mi abuela, estaba mi madre, que había roto radicalmente con su provincia de origen, no le gustaba regresar, de modo que yo conocía las historias de mi abuela, pero no conocía el Yucatán real.
Es decir, que usted conocía Yucatán en tanto que relato.
El sentido del retorno del que tú hablas tiene que ver con regresar o buscar la correspondencia entre la realidad y el mundo del que me había hablado mi abuela. Me parecía un buen motivo por el cual realizar el viaje. Hay ciertos viajes que nosotros hacemos por cuestiones absolutamente sentimentales y quería que mi viaje fuera así: intenté viajar con los ojos de mi abuela, pero dirigiéndome hacia el Yucatán contemporáneo o, mejor dicho, el Yucatán de hace 25 años. Hoy el libro tiene algo de memoria, tiene mucho de libro de viaje, pero con el tiempo transcurrido tiene mucho de libro de historia.
En una entrevista, usted decía: “La crónica no pretende liberarse de los hechos sino hacerlos verosímiles”. En este libro, usted convierte en verosímil el relato de su abuela.
Y el relato desemboca en la búsqueda de la casa donde mi madre había nacido, que es un casa que estuvo a punto de ser derribada y que es la concreción de ese origen. Al escribir, lo que yo quería es convertir las cosas cotidianas del viaje en cosas divertidas, misteriosas y atractivas a través del estilo literario. Hoy en día es muy difícil hacer un viaje tipo Marco Polo o Burton, que fue quien descubrió las fuentes del Nilo. Hoy en día, los viajes son bastantes predecibles y, por tanto, este viaje común puede resultar interesante solo si el estilo literario lo permite; se trata de hacer un viaje con un muy buen compañero, el estilo, y de convertir el libro de viajes en una conversación.
En Palmeras de la brisa rápida usted reflexiona sobre la “inactualidad” de los libros de viaje y sobre la imposibilidad del viaje, entendido como riesgo y descubrimiento.
En los libros de viaje de otras épocas el traslado mismo podía ser una aventura tremenda. Por ejemplo, John Lloyd Stephens, que es el precedente más importante para los libros de viaje a Yucatán, es un tipo que está a punto de naufragar antes de alcanzar tierra, es alguien que llega durante una guerra civil, la llama Guerra de Castas, participa en operaciones a la comunidad Maya, que padecía un mal endémico como el estrabismo, descubre sitios arqueológicos… Lloyd Stephens es, por tanto, un viajero, un descubridor, un arqueólogo. Hoy un viaje como el de Lloyd Stephens es impensable.
Viajar hoy en día es encontrarse con paisajes y lugares que ya se conocen, cuyas imágenes ya se han visto.
Sí, y más aún en estos días que cuando yo escribí el libro, pues entonces no existía Internet. Yo tengo una amiga que trabaja en México escribiendo crónicas de viajes que nunca hace: simplemente se mete en Internet y, a partir de ahí, recomienda hoteles, bares, lugares para visitar… Y la gente que lee sus crónicas cree que ella ha visitado todos los lugares que recomienda y, sin embargo, todo lo que escribe lo escribe a partir de la información que obtiene de Internet. Esto demuestra que hoy en día podemos tener una visión previa de todos los lugares sin haberlos nunca visitado.
Y, por tanto, ¿es el lenguaje y el estilo, al que antes aludía, aquello que hace de un libro un libro de viajes y no la movilidad del autor?
Efectivamente. Cuando yo leo una crónica de Ramón Gómez de la Serna en Madrid o una crónica de Josep Pla desde la Costa Brava, lo que hago es leer crónicas de la vida común y cotidiana que, sin embargo, se convierten en realidades extraordinarias por la prosa de estos maestros.
En su libro, habla además del viaje a través de la mirada desde el café, que se convierte en espacio desde el cual realizar el viaje desde la inmovilidad.
Al respecto, Antoni Martí Monterde tiene un libro maravilloso sobre literatura y cafés [La poética del café, ed. Anagrama]. Yo escribí Palmeras de la brisa rápida antes de leer su libro y aludí al viaje a partir del café porque siempre pensé que los cafés son un buen lugar de observación desde el cual ves pasar el mundo y, al mismo tiempo, ves cómo el mundo se reúne en el café. Yucatán tiene una tradición muy fuerte de cafés, superior a la del resto de México gracias a la tradición española y a la influencia cubana. Yucatán es el único Estado de México que tiene una herencia española de la que está orgullosa; el resto de México, por el contrario, es ideológicamente muy opuesto a todo lo español. Hernán Cortes, por ejemplo, no tiene un monumento en Ciudad de México, su tumba ha sido saqueada varias veces, es un nombre proscrito de nuestra historia oficial, si bien fue un hombre que amó México y ayudó a fraguar nuestro destino. En cambio, Montejo, que fue el conquistador de Yucatán, da nombre a la principal avenida de Mérida; además, la principal cerveza se llama Montejo, se conserva una de las casas de Montejo, es decir, en Mérida hay una relación completamente distinta con España, lo cual es bastante lógico en tanto que Yucatán ha sido siempre bastante separatista respeto a México.
Y esta relación distinta con la herencia española es la que favorece la fuerte tradición de los cafés en Yucatán…
La herencia del café, efectivamente, tiene mucho que ver con la herencia española y la herencia cubana. La gente se reúne en cafés, que son lugares donde poder protegerse de las altísimas temperaturas. El Café Exprés se convirtió para mí en su sitio de observación: es un café que me recomendaron nada más llegar y ahí conocí a muchos de los personajes de mi libro, y es maravilloso buscar personajes y encontrarlos reunidos todos en torno a un mismo Café, el Café Exprés.
El café es el lugar de la mirada, pero esta mirada, ¿se aprende?, ¿se adquiere?, ¿es connatural?
Yo creo que, como todo en la vida, hay una predisposición en alguna gente para mirar y observar a los otros, pero también hay un aprendizaje. El cronista depende mucho de los demás y, por esto, tiene que aprender a verlos y tiene que aprender a distinguir en ellos ciertas características que los hacen peculiares. ¿Cómo puedes tú definir a una persona que conoces brevemente? ¿Qué rasgos rescatas de ella? O, si se trata de una persona muy conocida, ¿qué rasgos puedes ver tú en ella que no se hayan comentado antes? Todo este tipo de cuestiones tienen que ver con una escuela de la mirada y del oído: el cronista tiene que oír mucho a los demás, tiene que escuchar cómo hablan. En Palmeras de la brisa rápida, yo hablo con un baterista de una banda de rock, hablo de agentes que fueron testigos de un ajedrecista muy importante, hablo con empresarios, arqueólogos, historiadores, con un capitán de barco, es decir, con gente muy diferentes. Y era necesario buscar en cada uno de ellos algo diferente, la crónica exige buscar un registro de la mirada y de la escucha que te permita hacer genuinos la realidad y a cada uno de tus entrevistados.
¿Se trata de una exigencia que la ficción no requiere?
En la ficción tú te puedes permitir muchos lujos, uno de ellos es el de poder maltratar a tus personajes, el de poder ser superior a ellos, el de obligarlos a hacer cosas que, quizás, los personajes no querrían hacer; en la ficción, el escritor es como el más tiránico director de teatro. En cambio, en la crónica, dependes totalmente de los otros y tienes que respetarlos absolutamente para intentar ganarte su confianza. En la crónica, la razón siempre la tienen los demás, nunca el cronista porque son ellos, los que te cuentan a ti, son ellos los que conocen su historia. Por esto, en este libro yo me pongo muchas veces en entredicho a través de la ironía: lo primero que hago es demostrar que ni tan siquiera sé caminar por Mérida. Yo vengo de Ciudad de México, que es una ciudad muy neurótica donde todo el mundo camina deprisa, pero si caminas con el mismo ritmo en Mérida, al cabo de una cuadra estás empapado de sudor y agotado porque hay 45 grados de temperatura y una humedad brutal.
Palmeras de brisa rápida es también el relato de un proceso de aprendizaje: el aprendizaje de vivir en Mérida.
Exacto, y la torpeza que se deriva de este proceso de aprendizaje te presenta a ti como un inadaptado que desconoce el lugar. Toda crónica se hace desde los malentendidos: hay cosas que crees comprender o conocer, y no es así. Por esto, yo juego mucho a poner en entredicho mi punto de vista como cronista.
Un juego irónico que se refleja en su mirada hacia lo cotidiano. Usted va de lo particular a lo general, encuentra en lo cotidiano el sentido y reflejo de lo general.
Yo creo que la crónica de vida cotidiana te permite entrar en un microcosmos que finalmente es la historia secreta de lo que acontece; John Lennon decía que la vida es aquello que sucede mientras hacemos otras cosas. Estamos demasiado distraídos por grandes temas para darnos cuenta de lo que realmente está pasando y muchas veces solo nos damos cuenta desde el recuerdo: a veces advertimos que somos felices cuando esa felicidad ya pasó y en el momento se nos escapa la sustancia más intensa de la vida. Y esa sustancia está hecha de cosas mínimas que pasan desapercibidas, como una pastilla de jabón, un insecto, un pañuelo que alguien abandonó y que nos recuerda a alguien… Si tú te fijas en este vocabulario de la vida íntima, creo que puedes encontrar la clave para comprender una época. Palmeras de la brisa rápida se publicó hace más de un cuarto de siglo y, en la distancia, te permite ver cosas que había antes y que hoy ya no existen ni suceden; la descripción de aquel presente es, hoy día, la descripción de una época pasada.
Podría definir la crónica como un género del momento, un género que cuenta desde el presente de la escritura.
Una cosa esencial de Palmeras de la brisa rápida es que cuenta un tiempo en el que no había teléfonos móviles y, por tanto, la sensación de soledad que podías tener era mucho más dramática entonces, al no existir esa línea de comunicación que hoy damos por sentada. Entonces tampoco existía Internet, es decir, no había una pre-noción de los lugares, se viajaba sin haber apenas podido consultar nada del país a donde te dirigías. En este sentido, Palmeras de la brisa rápida es también un libro sobre cómo eran las cosas antes: antes de los móviles y de Internet, pero también antes del narcotráfico, antes del turismo en nada. Cuando escribí el libro todavía no existía la Riviera Maya y el narcotráfico existía, pero no se había apoderado de México.
En Palmeras de la brisa rápida se vislumbra la crítica hacia el turismo de masas sobre el cual indaga en su novela ‘Arrecife’ (2012); no sólo crítica el turismo, sino su carácter de simulacro a través de la construcción de espacios y realidades artificiales.
Este libro es una especie de cartografía o de matriz de muchas cosas que yo iba a escribir después. Fue recuperar el territorio de mi abuela, conocer ese espacio y escribir, posteriormente, cuentos y novelas que tienen que ver con la región de Yucatán. Y como tú bien dices, Arrecife ya tiene que ver con una expansión del turismo muy fuerte, tiene que ver con lo que suele denominarse post-turismo y que se define por los programas de entretenimiento para turistas, por la construcción de espacios falsos, como falsas pirámides mayas, para que el turista se sienta en un espacio auténtico, si bien es un espacio totalmente artificial, tan artificial como los casinos de Las Vegas que imitan pirámides egipcias. Y, luego, los programas tienen que ver con la violencia porque es uno de los grandes problemas de México, pero al mismo tiempo la violencia puede ser muy atractiva para otras gentes: hay quienes buscan riesgo al practicar deportes de riesgo, coleccionar arañas venenosas o acudir a lugares donde les puede pasar algo y, si no sucede, se decepcionan. Entonces, para garantizar que haya adrenalina y acción, el hotel La Pirámide de la novela Arrecife ofrece estos programas de entretenimiento; evidentemente se trata de una ficción y de una distopía, pero tiene su matriz en Palmeras de la brisa rápida.
Usted plantea una distinción entre viajero y turista. Reivindica la figura del viajero y describe el turista como aquel que viaja desde y a partir del simulacro, es decir, como aquel que viaja sin conocer la realidad de los lugares que visita.
Hay muchos tipos de viaje y es un poco pretencioso decir “yo no soy turista”, pues de alguna manera todos lo somos, pero puedes ser un turista con un aire algo más sentimental y vincularte así con la vida común de la ciudad y huir de los centros de atracción. Cuando viajo, si puedo, me gusta visitar una fábrica, ir a casa de alguien, es decir, visitar lugares que no son objeto de interés turístico oficial, pero que te revelan algo propio del lugar. Esto es lo que yo intenté hacer con este libro; evidentemente, yo tuve la posibilidad de estar un mes largo en Yucatán, a cualquier cosa que me invitaban yo iba y así tener una impresión distinta del lugar; digamos que busqué tener una estrategia que rehuyera, en la medida de lo posible, el turismo en serie. Si en México vas a un Holiday Inn, comes comida internacional, vas con un guía extranjero y prácticamente es como si estuvieras en Miami solo que, de pronto, encuentras pirámides mexicanas.
Es imposible leer Palmeras de la brisa rápida sin encontrar un eco de Rulfo, del realismo mágico y de ese juego entre lo real y lo fantástico propio de la literatura de Río de la Plata, literatura de la que usted reconocía ser deudor.
Lo que tú has leído marca mucho la manera en que tú miras el mundo y, evidentemente, nadie puede ser ajeno a su tradición. Para hacer este libro, yo leí muchos libros que son influencias manifiestas y que cito, conformando un coro de voces que me acompañan. Pero, naturalmente, un escritor tiene que ver con todas las cosas que ha leído; hace algunos años preparé aquí en España una antología de Jorge Ibargüengoitia, antología que publicó Javier Marías en Ediciones Reina de Redonda, Revolución en el Jardín, y me parece que la literatura de Ibargüengoitia se conforma por crónicas periodísticas, muchas de ellas de viaje y, de hecho, Revolución en el Jardín es una crónica de viaje a Cuba. Ibargüengoitia tiene una mirada muy irónica, muy desmitificadora, muy juguetona que, evidentemente, me ha influido mucho y, por tanto, quien haya leído a Ibargüengoitia y lea este libro notará muchas similitudes aunque no siempre lo cite.
¿Cambia su mirada o su forma de mirar cuando se enfrenta a un texto de crónica y a un texto de ficción?
Yo creo que cuando tú escribes un género, enfrentas desafíos definidos y nerviosismos específicos, pues cada género presenta obstáculos. Los obstáculos son definidos, pero la manera de sortearlos tiene que ver con todo lo que tú eres. En una ocasión a Daniel Barenboim le preguntaron: “Usted es principalmente un director de orquesta y, sin embargo, a veces compone una pieza, toca el piano en un concierto, da clases…, ¿por qué hace estas cosas no tan destacadas cuando su labor más reconocida es la de director?”. Y él contesto que si él no fuera también intérprete y compositor no comprendería la música como la entiende. Su respuesta define muy bien a quien escribe distintos géneros: el desafío objetivo que plantea un género es uno, pero la manera de enfrentarlo tiene que ver con todos los géneros que practicas.
Esto me hace pensar que si bien en su artículo ‘La crónica, ornitorrinco de la prosa’ afirmaba que para muchos autores el periodismo era una forma para ganarse la vida, para usted el ejercicio periodístico está incorporado a su proyecto literario.
Completamente. Incluso en los cuentos que escribo, hay muchos elementos de crónica periodística y, por ejemplo, la novela Arrecife nace a partir de elementos e informaciones que yo he encontrado realizando crónicas y reportajes.
17/4/2016
Más sobre Villoro en Solo para Viajeros:
«Mi abuela de Yucatán», lo último de Juan Villoro en Heterodoxos de Altaïr