“Viajé al Cusco de un día para otro. En este oficio no hay tiempo para pensar dos veces un asunto. Pepe Encinas quiso que fuera a ver, indagar y contar. – ¿Qué sucede en el sur? He aquí una pregunta que no podía quedarse sin respuesta. Me arrancaron, pues, de Lima en verano. Las playas llenas de gente, la ciudad aún más soñolienta y frívola que de costumbre. El clima fácil y el Parlamento difícil”. Corrían los primeros días de 1964, Hugo Neira tenía 27 años, se acababa de graduar de historiador por la Universidad Mayor de San Marcos y ejercía como periodista en el recientemente fundado diario Expreso. El presidente Belaunde no hacía mucho que había iniciado su primer periodo de gobierno (1963-1968) y las tomas de tierras se multiplicaban en el Cusco. El régimen de la hacienda y los terratenientes empezaba a tambalearse. Los campesinos exigían Reforma Agraria a gritos, soliviantados, sin duda, por la rebeldía de Hugo Blanco y el insurgente ejemplo de la Revolución Cubana.
“Este reportaje era, después de todo, apunta Neira en las primeras páginas de “Cusco: Tierra y Muerte”, el librito que publicó ese mismo año en la inolvidable colección PopulibrosPeruanos, un modo de abandonar el desmayado oasis limeño, sus perezas y neblinas. Lo acepté inmediatamente. Iba a ver la cara del otro escondido y terrible Perú. Y la hallé. Este libro es la historia del descubrimiento de un país campesino, trágico y emergente que ha de cambiar el curso de nuestra historia y el sino de mi generación”.
Tenía razón, al iniciarse la década de los años sesenta la rebelión campesina, el despertar de la raza indígena, trasmutaría el país de manera radical. La Reforma Agraria de Velasco que tanto se ha satanizado, fue el corolario de una agitada lucha de clases que tuvo como epicentro las provincias más pobres del Cusco. El relato de ese tiempo pretérito, difuso, me lo acaba de referir don Arturo Rozas, de Patria, Kosñipata, por entonces estudiante del colegio de Ciencias del Cusco y testigo de un régimen abusivo y feudal. “Ocurría algo más grave que un terremoto: la propiedad de la tierra estaba en discusión. Las invasiones se sucedían unas a otras. Los campesinos no las llamaban así. Les daban otro nombre: “recuperación de tierras”, continúa Neira
“He visto cómo el señorío de una casta de propietarios sobre enormes extensiones de tierra se está resquebrajando a pesar de parecer tan sólido, tan estable, como el mismo cambio de las estaciones o la presencia permanente de los Andes. Han sentido primero estupor, luego indignación y miedo. Al fin, se esforzaron por razonar ante esta enfermedad colectiva que desconocieron sus abuelos. Pero, como el problema es nuevo, y no hay respuesta ni en el recuerdo, ni en los libros, su desesperación se acrecienta. Habituados a aceptar como un derecho semi-divino la posesión de la tierra y de “sus cholos” que los hábitos intangibles de nuestra sociedad estacionaria les otorgaba, la rebelión de los siervos indígenas, su negativa a seguir sirviéndoles, entregándoles jornadas íntegras de trabajo gratuito cada mes, es algo intolerable, un misterio cuya solución tal vez posea la policía. No tardaron en contestarse, mixtificando la realidad: alguien corrompe a los indios. En sí mismos no puede originarse esta energía, esta voluntad que los hace casi blancos, de pronto inteligentes, en fin, hombres”.
¿Quiénes eran los arrendires?, ¿qué papel cumplieron en esta olvidada historia de revueltas y muertes? El corresponsal de guerra, sí, así llamaban a Neira en Lima, acota: “Expliquemos este punto. Antes del Decreto de la Juna Militar [se refiere al decreto emitido por el gobierno de facto de 1962 que creó el Instituto de Reforma Agraria, IRAC], había, en el Valle de la Convención, arrendires. Es decir, había hacendados que alquilaban topos de tierra a campesinos colonos a quienes se les llamaba arrendires. Estos tenían que devolver a su arrendatario, en días de trabajo al mes, o en pago de especies, o en las dos formas, el servicio que éste les daba al permitirles vivir de un pedazo de tierra alquilado (…) El arrendire trabajaba varios días al mes para pagar su “arriendo”. ¿Cuántos? Miré un contrato anterior a la reforma en el valle de La Convención. Es en el año de 1960. En la Oficina Regional de Trabajo, Jorge Arzubialde López y doña Rufina Torres de Arzubialde, y de la parte contraria, arrendire, Simón Cachuana, firman este arreglo: Angel García trabajará 12 días al mes. Nicolás Melgarejo, 8 días. Simón Fuentes, 13 días. Balbino Martínez, 11 días”.
Trabajarán gratis, se entiende. La Edad Media en su máxima expresión. Por este bonito y premonitorio trabajo de 1964, Hugo Neira obtuvo el Premio Nacional de Fomenta de la Cultura partiendo luego a Europa donde continuó sus trabajos académicos. Neira vive en Lima.
Les dejo el libro: Cuzco: Tierra y Muerte