¿Quién tiró la primera piedra en este interminable conflicto entre pobladores encrespados por la posibilidad de perjuicios socio-ambientales y un Estado ineficiente a la hora de mediar, si ese es el término, entre comunidades y empresas privadas? ¿Acaso fue en Piura, marzo del 2001, el día en el que un encapuchado mató a mansalva, de un balazo al corazón, al empresario Godofredo García Baca, próspero agricultor y presidente en ejercicio de la Asociación de Productores de Mango del valle de San Lorenzo, por entonces acérrimo opositor al proyecto minero que trataba de imponer por la fuerza, y apoyo del gobierno de Fujimori, la transnacional Manhattan a pesar de la oposición del 93,95 % de los habitantes de Tambogrande?.
Nunca lo sabremos. De hecho la puja entre comuneros e industrias extractivas es tan antigua como la actividad misma. Baste recordar sino las huelgas, con su correlato de represión y muertos, en Cerro de Pasco, 1930, o las movilizaciones que en pleno gobierno militar del presidente socialista Juan Velasco Alvarado protagonizaron los trabajadores de la mina Cobriza. He tratado de organizar mis notas durante toda la tarde para proponerles datos que construyan esta historia de enfrentamientos que ya suma más de doscientos muertos –entre policías y civiles- en los últimos años y polarizan una discusión que debería darse en un contexto donde lo político tendría que estar supeditado a lo técnico, a lo académico. O a lo que dicta el sentido común.
Si la inversión minera creció en el mundo en el período 1990-1997 en un 90 %; en el caso peruano el crecimiento observado fue de 2000 %, tanto que se estima que en la actualidad el veinte por ciento del territorio que habitamos los peruanos ha sido concesionado al sector minero. Los datos son del Banco Mundial y de Propuesta Ciudadana, no de Conacami o de Tierra y Libertad.
Anthony Bebbington, un estudioso de la conflictividad minera en América Latina, afirma que la inversión que realizan los capitostes de las industrias extractivas en países como el nuestro no se da en “tierras baldías”; por el contrario, se produce en tierras ya ocupadas, tierras que tienen significados culturales e históricos profundos para sus moradores. O como en el caso de Tambogrande, Tía María o Sierra del Divisor, en espacios físicos donde se desarrollan actividades que sustentan las estrategias de vida de la gente que los habita desde siempre.
Sé que en Lima y en los barrios que frecuento la cerrazón para entender esta situación es tan radical como el apelativo que los pobladores de los territorios en pie de lucha reciben cuando se les quiere caracterizar: antimineros. Y no hablo de los huaraqueros que acabaron con la vida del policía muerto en Cocachacra el sábado que pasó. Ni tampoco de los dirigentes supuestamente comprometidos en una turbia negociación bajo la mesa. No, hablo de ese peruano que no quiere que su forma de vida se transforme en otra con el propósito de cubrir los gastos de un Estado mofletudo y dilapidador.
En estricto sentido no son antimineros, simplemente están haciendo uso del derecho legítimo de defender lo que es suyo. Así estén equivocados.
¿Qué hacer para salir del remolino en el que nos encontramos? ¿Cómo apagar las llamaradas que empiezan a envolver extensos jirones del territorio patrio? Tenemos que apelar al diálogo como único medio para que las partes en conflicto negocien una salida a la crisis. Y para ello no hay que hacerle caso a las voces que quieren, de uno y otro lado, exasperar los ánimos, echar leña al fuego, radicalizar las controversias.
Hay que volver al principio aunque eso signifique cuestionar nuestras verdades. Una cultura del diálogo, o de la paz, se tiene que sustentar en la posibilidad de que el otro tenga la razón. Para ello es necesario escuchar lo que nuestro adversario tiene que decir. Mencionaba Javier Diez Canseco, meses antes de su partida, que el error más grave de la izquierda peruana fue su sectarismo. Me animo a decir que ese también fue el mal de la derecha nuestra.
De tal forma que si queremos desterrar el sectarismo que nos caracteriza se hace necesario extremar el diálogo entre nosotros. Y no solamente en la mesa que se tiene que crear en Islay, Arequipa, sino, sobre todo, en las aulas de los colegios del Perú, en las casas donde crecen y se forman los futuros ciudadanos de este país de desconcertadas gentes, en las calles donde circulan nuestros hijos. En todas partes. Dialogar, dialogar, dialogar, aprender a hacerlo, además, nos exige el desarrollo de otra competencia: la de informarnos adecuadamente antes de tomar partido. Otra ausencia de estos tiempos de confrontaciones cainitas y agravios a granel.
Buen viaje…
10/05/2015