Mi opinión
Lucho Vereau es un viajero impenitente, feliz caminante y notable kayakero de aguas marinas y ríos torrentosos, además de excelente catador del pisco, especialmente los de la tierra que lo adoptó -o a la que adoptó- Lunahuaná, donde cualquier fin de semana el viajero puede deleitarse con sus deliciosas pizzas de camarones y demás. Aquí una razón más, tal vez la única o una de las mejores razones para viajar: simplemente, ser feliz…
A mí -como a ustedes, seguramente-, me han preguntado más de una vez ¿por qué viajas tanto? Debo confesar que quizás cansado o sobrecargado de kilómetros y civilización, a veces no he tenido la respuesta contundente e inmediata que me hubiese gustado dar. Y es ahí que volteo al desierto y, por enésima vez, vuelvo a Paracas. Con la camioneta cargada de lo indispensable y la mejor compañía posible, comienzo a internarme desde Pozo Santo en las primeras horas de la noche, siguiendo huellas a veces esquivas y manteniendo a la Cruz del Sur sobre mi hombro izquierdo. Treinta kilómetros después encuentro la costa y respiro casi eufórico ese olor intenso y salitroso, lleno de vida, casi tangible, característico de la Bahía de la Independencia. El sonido de las olas y la punta de playa Karwas me ayudan con el último tramo hasta llegar a La Tunga, donde después de saludar a mis amigos “concheros”, instalo el campamento y prendo la primera fogata.
Todos mis viajes a la zona han sido recompensados de la mejor manera. Algunas veces nuestros kayaks nos han llevado por islas y puntas. En otras, la pesca ha sido la actividad principal y en todas snorkel y máscara nos han permitido flotar suspendidos en las aguas de ese mar de vida tan lejano a la tugurizacion del Chaco, el apetito de las compañías hoteleras y la contaminación de plantas harineras tan evidente en el límite norte de la Reserva. Pero a veces las cosas rayan con lo mágico. A veces, los delfines parecieran haberse organizado para desfilar frente a nuestro campamento, el viento da tregua y el sol brilla como sabe brillar en el desierto iqueño. El único sonido perceptible es el del mar y el grito de las aves, amas y señoras de esta orilla. Caminamos entre las dunas, nos bañamos hasta arrugarnos y sudamos cuesta arriba en el Morro Quemado para ver el más extraordinario atardecer, vigilados por siete cóndores que vuelan sobre nuestras cabezas.
En la noche, de regreso al campamento y con el respectivo vaso de chilcano de pisco en la mano, la respuesta se ve tan clara como Orión en cielo oscuro: Viajo tanto simple y sencillamente porque me hace FELIZ. (Luis Vereau)