Mi opinión
Qué suerte la de estos padres, los de María Paz digo, de haber criado a su niña para que crezca sana y feliz y desde esa libertad poder acercarse a las cumbres que nos permiten divisar el mundo y hacerlo nuestro. Y qué suerte la suya de haberlo logrado.
He tenido el privilegio de compartir oficina y algunos caminos con esta viajera a tiempo completo y llena de planes, de esta limeña energética y vital.
María Paz Ramos, conociéndola he confirmado que el aire libre y los fines de semana de sol y muchos apapachos son utilísimos para forjar ciudadanos de verdad. De esos que necesitamos a montones para construir sobre las ruinas de éste un mundo mejor, un planeta cercado por estrellas que titilan en la noche e iluminan, en todo sentido, a la especie.
Buen viaje, compañera….
Mi presente es la suma de los caminos y atajos que he recorrido. Sin ellos no podría imaginar el check point en el que se ha convertido mi vida hoy. Mi mamá me cuenta que desde los dos años, mientras íbamos en nuestro Volkswagen gris por el Circuito de Playas, no podía evitar desesperarme por llegar a la orilla y entrar al mar. A los cuatro años me perdió de vista unos minutos y ya había enrumbado con un grupo de caminantes hacia la cima de una loma en Lachay. La historia se repitió al llegar a Ticlio. Aceleré el paso y no paré hasta tocar la nieve, esa que sólo miraba en las películas.
El verano de mis siete años empezaba con los campamentos de fin de semana en Puerto Viejo y las historias alrededor de una fogata bajo las estrellas que parpadeaban sin descanso. A los diez años perseguía ovejas con mi mamá en la carretera rumbo a Huancayo y después pasaba dos horas encerrada en el Lada negro (un auto tipo lonchera con alma de 4×4) en señal de protesta por no querer comer las ranas fritas de la laguna de Paca. Ni los picnics domingueros al lado del río Santa Eulalia, trepando árboles con mi hermano y buscándole formas a las piedras. O escaparnos de la vista de mi papá mientras con mi mamá y hermano tomábamos el camino equivocado al subir el Pastoruri y terminar jugando entre las grietas de hielo sin saber que todo podía terminar en un desastre.
Con esos comienzos, ¿cómo no imaginar que lo que haces hoy no es un reflejo de lo que perseguías cuando era niña?, dice mi mamá.
Los siguientes tres años estuvieron llenos de visitas a las chacras de amigos y familia en Ica. No hay nada más delicioso que caminar entre los campos y descubrir cómo la tierra te da de comer, las acequias alimentan los sembríos y son el patio de juego perfecto para lanzar tus sandalias. Descubrí el interminable desierto iqueño y sus atardeceres hipnotizantes.
Mi paso por la universidad no fue más que una reafirmación para estudiar algo que me permitiera estar cerca a la gente del campo. Sentir la tierra y su poder para hacer contigo lo que quiera. Viajar y soñar con propuestas que generen encuentros entre personas. Afortunadamente, encontré una carrera que comparte caminos con mi pasión por viajar. Estudié turismo y hotelería, pero siempre consideré que el reto estaría en aportar a mi país para verlo crecer fuerte, seguro y orgulloso de lo que es. Tomé la ruta que me llevaba a la planificación y gestión del turismo. Era imposible no elegir el área rural como la mejor escuela práctica, el espacio que más disfruto. Durante casi diez años descubrí que la mirada, una sonrisa y la sinceridad forman el mejor saludo entre desconocidos.
La Amazonía peruana es una inyección a la vena de vida silvestre y sus verdores intensos pueden crear espejismos; el incansable sonido del viento entre las copas de los arboles del bosque, de tantos animales, aves e insectos pueden convertirse en un susurro plácidamente adormecedor. La Amazonía es vida constante y su latido viene desde el subsuelo y recorre los troncos de los árboles. Y que si existen momentos que te quitan el aliento y el mundo se paraliza, son aquellos como cuando encuentras una pareja de jaguares a orillas del río Tambopata y llegas a mirarlos a los ojos.
Nuestra Cordillera de los Andes y los vientos helados que te golpean en la cara, pasan entre tus dedos y recorren cada milímetro de tus pulmones, el oxígeno entra a tu sangre y te da un shock que despierta algo más allá de tus cinco sentidos. Tu corazón late más fuerte que nunca, te sientes más vivo que nunca y estás parado frente al premio mayor, unas cumbres nevadas totalmente poderosas.
Los recuerdos son infinitos: las historias de viaje, los maestros con los que compartí, y cada decisión que tomé son parte de mí, además de ese amor por el campo que mis papás se encargaron de potenciar desde mis primeros días. Después de cada viaje tengo una mirada sin filtros y muchos ángulos. Un viajero sabe que el equipaje más útil es lo que va construyendo en su memoria durante cada viaje. Que las bitácoras se pueden perder en la ruta y lo único que te queda son las memorias, los sueños o pesadillas. Recuerdo haber superado mi claustrofobia al explorar la Cueva Palestina y sumergirme hasta la cintura por el río subterráneo que la cruza. También rememoro el primer salto que di en altamar para bucear cerca a los arrecifes del caribe en la Isla de Providencia o haber pasado la noche acurrucada con mantitas bajo una lluvia de estrellas en un campamento de bereberes en el desierto de Marruecos. Otra cosa que estremeció mis nervios es perderme seis horas en el sistema de trenes de París buscando el correcto para llegar a los jardines de Versailles.
Sin embargo, existen las recompensas por cada miedo que me ha invadido, porque contemplar una de las últimas familias de ballenas jorobadas en las Playas del Norte, desear que cada atardecer en las playas de Costa Rica dure más de lo normal, amanecer con la cumbre del nevado Alpamayo despejado en la puerta de mi carpa, encontrarme con familias de refugiados en cada estación de tren en Europa y dejar de verlos como un problema ajeno a nosotros, recibir la visita de una pareja de mantarrayas cada mañana a orillas de una cabañita en las costas de la isla de Providencia, rescatar una mochila que cayó a un río veinte metros cuesta abajo camino a los Pirineos catalanes o congelarme a menos seis grados por ver una puesta de sol prometida, son partes de mi corazón que cada vez que repaso, tal como hice en estas líneas.
El punto es que hasta ahora siento que mi ruta está llena de historias, historias de aventuras, historias de retos espirituales y físicos, respuestas que llegaron antes de tiempo o que hasta ahora no descubro. Historias donde uno es el protagonista y cada personaje que aparece y desaparece en la ruta, permanece en el buen recuerdo, en la memoria que te constituye y te impulsa a desterrar prejuicios, miedos y pensar que hay oportunidades para que las cosas sean mejores, que las ciudades retribuyan su respeto por el campo y su gente, y que las conversaciones y las miradas sean puentes de admiración.
Es difícil estar detrás de una ventana y no querer ver lo que hay afuera, para mí no es posible vivir sin que todo esto se trate de una exploración constante y comprender el mundo desde diferentes escenarios.