Mi opinión
A mí también, sobre todo en estos tiempos donde las certezas no existen…o han devenido en falacias que esgrimen los que quieren apuestan por el fin del mundo. Caparrós es un maestro del buen periodismo, un testigo de la hora actual que no renuncia a la toma de posición y a la subjetividad de la mirada de cada quien. Léase esta entrevista como una lección de periodismo. Qué maestro…
Los ojos que ahora miro han visto medio mundo. El horror de la prostitución infantil en Sri Lanka, la guerra sacudiendo como un látigo la melancolía sorda de Belgrado, las entrañas del interior de Argentina, “una entelequia de tres millones de kilómetros de confusiones, variedades, diferencias, inquinas y querencias”. Es el cronista Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), que en su nuevo libro, ‘Lacrónica’ (Editorial Círculo de Tiza), recoge una selección de textos publicados en las últimas décadas, que intercala con reflexiones sobre el género: “La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista”.
Entre pregunta y pregunta, se lleva las manos al bigote espeso e imposible, y se estira las puntas, se las afina y se las curva hacia arriba, un gesto estético que sucede mientras interioriza las cuestiones y explora el lenguaje hasta encontrar respuestas. “A mí me interesa más, en general, hacer sentido con lo visible –como si nunca nadie lo hubiera visto- y tratar de sorprender al contarlo, reponerlo en su contexto, relacionarlo: entenderlo. Entender es una palabra muy poco valorada”, escribe.
Caparrós habla despacio sobre Ryszard Kapuscinski, Juan Rulfo y Tomás Eloy Martínez, sobre la verdad y sus versiones, sobre América Latina, sobre lo que ha ido escribiendo y olvidando en sus decenas de libros publicados desde los años ochenta, donde además de lo periodístico encontramos también la no ficción, novelas que se sitúan en los orígenes de su escritura, en el principio de un estilo que desborda despacio como la vida misma.
El escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, en su conferencia ‘Periodismo y Narración. Desafíos para el siglo XXI’, aseguraba que de todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. “La llama del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante”, escribe. La velocidad con la que transcurre hoy el discurso informativo, ¿ha ido apagando esa llama periodística a la que se refería Eloy Martínez?
El discurso periodístico se parece mucho al discurso religioso y al discurso político en cuanto que no se permite la duda. Simplemente afirman, a veces sin base sólida. A mí por eso me interesan las formas del periodismo que se permiten decir que no saben, decir que no están seguros…, que dudan. De hecho, hay un fragmento en este nuevo libro de Lacrónica, extraído de otro titulado Amor y anarquía, que publiqué hace 15 años, que quise incluir precisamente para poner en escena cómo se puede contar una realidad de la que uno no está seguro y aceptar que uno no está seguro, en lugar de hacer lo que hace la prensa, que es afirmar a ultranza incluso aunque no sepan.
El ensayista mexicano Alfonso Reyes señalaba que el ensayo era el centauro de los géneros y Juan Villoro definía la crónica como el ornitorrinco de la prosa, ya que este género extrae de la novela la condición subjetiva; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto; de la entrevista, los diálogos; del teatro moderno, la forma de montarlos; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; y de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. Una crónica es “literatura bajo presión”, literatura contenida a partir del material de la realidad…
Se me acaba de ocurrir, ya que Juan Villoro quiere situarnos en Oceanía, que la crónica sería el kiwi de la literatura, en la medida que uno no sabe si el kiwi es una fruta o un animal, no sabe si hay que comerlo o correrle detrás. Es un híbrido, una indefinición. Es lo que más me interesa de este género, que uno no sabe en realidad con qué se está enfrentando. Por eso me apena cuando se cristalizan las formas de la crónica y hay gente que sigue escribiéndola como hace 40 o 50 años, en lugar de buscar nuevas maneras.
¿Cuál debe ser el compromiso del cronista con la verdad?
Completo. Eso que llamamos verdad es algo en última instancia inaccesible que depende de quien la busca y de quien la ofrezca. Lo que me parece interesante de una crónica es que, al situarse en primera persona, al reivindicar la subjetividad de quien la escribe, está diciendo: esto es lo más cerca que yo pude llegar de esa supuesta verdad. No es la verdad absoluta.
Cuando hablamos de crónica, cuando hablamos de periodismo narrativo, hablamos sobre todo del arte de mirar, de esa capacidad del cronista de entender y contar el mundo a través de su mirada. ¿No se puede escribir una buena crónica sin aprender antes a mirar y mucho menos sin leer?
Se aprende a mirar como se aprende a escribir. Se aprende a mirar mirando como se aprende a escribir leyendo. Lo perverso es que para aprender a escribir hay que hacer otra cosa, que es leer, mientras que para mirar no se puede sólo nada más que mirar. Con lo cual uno, al principio, se equivoca mucho, porque no sabe bien donde poner los ojos. Decía Quevedo: “Y no hallé nada en qué poner mis ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”. Uno yerra también en eso, en el lugar en el que pone los ojos. Pero creo que con el tiempo va aprendiendo o va creyendo que aprende.
En el artículo ‘Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano’, publicado por la periodista Leila Guerriero, en 2006, en la revista ‘El Malpensante’ de Colombia, se lee: “La crónica es un género que necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse y mucho espacio para publicarse: ninguna crónica que lleva meses de trabajo puede publicarse en media página”. ¿Por qué no interesa hoy a los medios de comunicación publicar textos largos, piezas de muchas páginas?
Últimamente hay más opciones de publicación de textos largos. Una de las ventajas del digital es que permite tanto publicar 5.000 caracteres como 50.000. Hay algunos medios que están dando más espacio a estos textos, entre otras cosas porque el periodismo tradicional está en crisis. Tampoco querría mitificar el trabajo del cronista y decir que necesita mucho tiempo para construir sus trabajos. Muchas de mis crónicas que más quiero y que más se leen todavía las trabajé y las escribí en una semana.
Escribes que la crónica fue tu descubrimiento de América Latina, que este género te hizo pensar el continente de otro modo. ¿Qué papel juega hoy América Latina en el nuevo orden mundial?
Muy escaso y en este momento decreciente. Tuvo un instante, un lapso de relativa gloria en los últimos 15 años, cuando aumentaron mucho las materias primas, que son básicas en los países del continente: el petróleo, el estaño, el café… Ahora empezaron a bajar esas materias primas y la situación de América Latina, que había estado más favorable a cierto crecimiento, ha decrecido. No sé qué va a pasar en los próximos años. En cualquier caso, la región es geopolíticamente poco significativa. Tenemos una población que no supone ni siquiera una tercera parte de la India y no estamos en una zona geográfica decisiva. No tenemos una producción de materias primas que no se pueda conseguir en otros lugares. No es una región importante. Es más importante en un plano simbólico, de producción de mitos y de discursos que en el plano político y económico.
Goethe decía que la gente siempre hablaba de originalidad y se preguntaba ¿qué quería decir con ello? ¿Cómo se puede hoy llegar a alcanzar una voz propia sin que, como decía el artista americano Robert Rauschenberg, se abuse de la estética ajena?
Creo que hay que abusar de la estética ajena y amalgamar las suficientes para llegar a esa ilusión que tú llamas voz propia. Creo que era Picasso quien decía que el genio consistía en no copiar, sino en parecer que uno se había copiado de todo. Hay un poco de cada cual en lo que uno hace. Creo que el trabajo es mezclar las influencias y conseguir hacer algo que no se haya visto antes. El lenguaje propio se edifica sobre los restos de los lenguajes ajenos que has ido integrando.
Criticas el engaño al que nos han sometido los grandes medios de comunicación al conseguir asociar la información con la objetividad y con la honestidad, y la opinión con la subjetividad y la manipulación. Dices que no hay una verdad, sino versiones…
Incluso en lo que puede parecer más objetivo y neutral, la subjetividad juega un papel clave. Cuando uno decide contar lo que pasó, por ejemplo, en el Parlamento catalán, a la hora de seleccionar qué fragmentos va a elegir de lo que se dijo, está interviniendo tu subjetividad, no por mala voluntad, sino porque no hay otra forma de hacerlo. Hay que aceptar que la subjetividad interviene, porque buena parte del contrato falso de la prensa con sus lectores consiste en decirles: “Te estamos contando la realidad”. La realidad como tal no es contable. Lo que uno puede hacer es dar una mirada posible sobre esa realidad de un sujeto o de un conjunto de sujetos.
El reportero polaco Ryszard Kapuscinski, el “enviado especial de Dios”, como lo calificó el escritor John Le Carré, consideraba la entrevista un género despreciable. Aseguraba que nunca había entrevistado a nadie. Asimismo, Juan Rulfo afirmaba que se sabía todas las preguntas de las entrevistas pero que sin embargo cada vez tenía menos respuestas. Sin embargo, el cronista necesita hacer numerosas entrevistas para poder armar una buena historia…
No hay nada que pueda desplazar a ese ejercicio fascinante de sentarse con alguien y escuchar cómo esa persona te cuenta su vida, sus ideas, sus opiniones. Lo que hagas con eso ya es otra cuestión. Es de los momentos que más me fascinan, que alguien te relate tu historia, es un momento de una relación fuerte.
Siguiendo con Kapuscinski, en su libro ‘Viajes con Heródoto’, se pregunta: “¿Por qué los hombres no paran de enzarzarse en guerras? ¿Qué causas aducen? ¿Qué pretenden al desencadenarlas? ¿Qué razones los guían?”. La tecnología ha cambiado el desarrollo de las guerras pero todas desembocan en el mismo lugar común: la destrucción, el dolor, la muerte, el desamparo… Además, en ellas se produce eso que llamas el “efecto colateral positivo”, donde la gente se vuelve más cercana, más solidaria… Las guerras sacan lo peor del ser humano y paradójicamente también aspectos buenos en cuanto a que estrecha las relaciones…
No recordaba haberlo dicho. Me pasa con alguna frecuencia que, cuando dejo algo en un libro, consigo por fin olvidarlo. Supongo que ésta es una de las funciones para mí de escribir: no tener que recordar, sino poder suponer que eso que yo estaba pensando o recordando se ha quedado a cargo de otro soporte, en este caso en un libro. Cada vez me sale eso mejor, me olvido de cantidad de cosas que he escrito. En cuanto a la guerra, las situaciones extremas tienen esa virtud de mostrar de una manera mucho más descarnada aquello que, en general, miramos con más velo. Cuando ya no quedan espacio para los disimulos se ven más claramente todas estas reacciones.
En tu nueva obra titulada ‘Lacrónica’, aparecida hoy, introduces un texto publicado en 1999 en la ‘Revista Veintiuno’ donde relatas tu presencia por primera vez en una guerra, concretamente en la de la ex Yugoslavia, la primera contienda de internet, donde la gente ya ofrece sus opiniones a través de la red. Señalas que las estrategias geopolíticas están detrás del inicio de este conflicto. Los intereses económicos y el petróleo son también otras buenas motivaciones de los países hegemónicos para iniciar una guerra, como hemos podido observar en la última década…
Las guerras cuando estallan, es porque se producen desacuerdos de reparto de la riqueza, bien sea del territorio, del petróleo o lo que sea. Durante cierto lapso, que puede durar más o menos, el reparto de esa riqueza se mantiene constante, porque las partes que participan en ese reparto no creen que tengan fuerza para cambiar la cuota. De pronto, alguna de las partes decide no aceptar más ese coeficiente de reparto, y se declara en guerra abierta. La guerra siempre está en marcha. Tiene algunos estallidos cuando se pone en cuestión el status quo y tiene largos momentos, cuando las partes no están en condiciones o no pueden, sucede eso que llamamos la paz.
La coca, la FARC, la adopción de niños limeños y los desaparecidos durante la dictadura de Argentina son otros de los temas que abordas en este nuevo libro, crónicas que fueron publicadas en los noventa y principios de siglo. ¿Cómo son estos problemas ahora, quince-veinte años después?
Algunos asuntos han cambiado. En Perú ya no está Sendero Luminoso. Ahora Evo Morales es el presidente de Bolivia. Pero el tema del narco sigue tan fuerte como entonces. En Colombia, los campamentos de la FARC siguen ahí aunque parece que en cualquier momento puede firmarse la paz con el Gobierno. Han cambiado cosas y, al mismo tiempo, es curioso ver cómo otras siguen siendo muy parecidas.
Pese a los numerosos conflictos bélicos que se están produciendo hoy en distintos puntos del mundo, ¿crees, como sostiene el psicólogo experimental canadiense Steven Pinker en su obra ‘Los ángeles que llevamos dentro’, que hoy día estamos asistiendo a la época menos violenta de la humanidad?
Yo de hecho, lo escribo en El hambre, que efectivamente, si se compara con todo el siglo XX y con los siglos anteriores, es una época en la que hay mucho menos violencia armada que nunca, al menos en los últimos 70 años desde finales de la Segunda Guerra Mundial, periodo en el que hubo guerras, pero ninguna dio las cantidades monstruosas que venían contabilizándose antes. Creo que es una época de menos violencia pese a que nuestra percepción es de que es violentísima. Es una época también de avances tecnológicos notables, algunos benefician a más gente y otros a menos. La esperanza de vida en el mundo creció y hace que hoy vivamos más que nuestros ancestros. Las comunicaciones hoy no tienen comparación. Hay enfermedades que se curan. Creo que todos estos avances nos obligan a acabar con todos esos problemas que todavía hay en el mundo.
En tu libro ‘El Hambre’ señalas que hay 1.400 millones de pobres que gastan menos de 1,25 dólares cada día y que no tienen casa, comida, ropa, luz, agua, ni presente, ni futuro. 25.000 personas mueren al día por causas relacionadas con el hambre. ¿Cómo podemos vivir con esta vergüenza moral, cómo podemos hacer frente a este fracaso humano?
No lo sé. Cada cual debe contestar a esa pregunta.
¿Cómo es hoy la situación del hambre en España con la pronunciada crisis económica de los últimos años?
Es curioso que en España no hay ninguna asunción oficial del problema de la malnutrición. Cuando tú pones en Google el hambre en España, te sale cómo poner dinero para una ONG que ayude a los hambrientos en otros países. No te sale ningún dato de la situación en España. No porque Google no lo sepa encontrar, sino porque las instituciones españolas no lo producen. De hecho, hace dos años Cáritas hizo un informe y un ministro del Gobierno de España dijo que todo era mentira.
¿Cómo ves el tema ecológico en la actualidad?
La amenaza ecológica parece dirigirse a todos los hombres y mujeres del mundo. Los movimientos ecologistas están mejor instalados en nuestras sociedades prósperas que los movimientos que luchan para que la desigualdad económica se reduzca. Hay épocas que tienen un proyecto de futuro, que han pensado en qué futuro quieren construir. Nosotros estamos en un momento en el que no tenemos claro el proyecto de futuro, de cómo querríamos que fuera nuestra sociedad para que fuera mejor. Por eso no deseamos ese futuro, más bien lo tememos. La ecología es una muestra clara de esa sensación de temer el futuro. La ecología te dice todo el tiempo que lo que va a suceder es peor que lo que está sucediendo, que todo es degradación, destrucción. Ese es el discurso ecologista. Por eso digo que esta es una forma cool de conservadurismo estricto. Lo que pretende la ecología es que preservemos el mundo tal y como está porque se imaginan que los cambios siempre son amenazas.
Tenemos la guerra, el hambre y, sin embargo, cuando te preguntan cuál fue la historia más horrible que contaste en tu vida directamente piensas en los chicos cingaleses, en la prostitución infantil en Sri Lanka. No se puede leer esa crónica sin sentir punzadas de dolor y rabia…
Fue la más horrible, porque mi situación era incómoda en la medida en que para poder escribir sobre eso tuve que estar al lado de los pedófilos. Vivir con ellos y dejarles creer en las charlas que yo era uno de ellos. Entonces esto me produjo una especie de asco que es distinta a la impotencia o el cabreo que te produce, por ejemplo, ver a chicos morirse en un hospital de Níger.
En ‘3puntos’ publicaste en 1997 la crónica ‘La Habana. Siempre Fidelísima’. Entonces escribías: “Casi todos están de acuerdo en que nada ayuda tanto a Castro como el bloqueo americano: lo mantiene, antes que nada, como un líder de la patria amenazada, y con eso se gana el respeto de muchos”. ¿Qué futuro le auguras a Cuba tras el proceso de deshielo, de normalización de las relaciones iniciado hace unos meses con Estados Unidos?
No se sabe. Obviamente, los norteamericanos creen que esto va a debilitar al régimen de partido único, que este desbloqueo va a abrir Cuba a la economía de mercado y luego su sistema político. Yo creo que los americanos hace tiempo que querían hacerlo, pero no podían porque la generación de los cubanos exiliados, en Miami sobre todo, tenían el poder de impedirlo. Ya no lo tienen. Sus hijos son más pragmáticos. Lo que hay que ver es en qué medida esta idea americana del aperturismo del mercado supone también una apertura política, o bien supone una equivocación como ocurrió en China, donde el mercado se abrió y el sistema político no lo hizo.
En tu libro ‘El Interior’ leemos: “Hay ciudades (refiriéndose a Argentina) que tienen puesta la energía en otra cosa”. ¿En qué tiene puestos hoy sus esfuerzos América Latina?
Querría poder creer que tiene sus esfuerzos puestos en bajarse del tiovivo. La Argentina es un país tiovivo, da vueltas y vueltas, y siempre estamos llegando al mismo lugar. Ojalá encontráramos la manera de bajarnos. Creo que una de las cosas, no la única, que hay que hacer es acabar con todo ese aparato de poder que suele llamarse peronismo. Es un aparato que es capaz de cualquier travestismo para mantener a sus miembros en el poder.
La primera novela que escribiste fue ‘No velas a tus muertos’. ¿Para qué te sirvió la ficción?
Yo había publicado cuatro novelas cuando empecé a escribir crónicas. Tenía familiaridad con la escritura de ficción. No sé si esto me sirvió para escribir crónica. A veces escribo ficción. A veces lo que escribo no lo es. Pero no hago diferencias tajantes entre una y otra cosa. No sé si la escritura de una me ayuda a la escritura de la otra o viceversa.
¿Hay lugares donde no regresarías?
El primer lugar que pienso es Daca, la capital de Bangladesh, a la que fui hace una década y me pareció la ciudad más fea del mundo y desagradable. Incómoda. Me dije que no iba a volver más pero, sin embargo, lo he hecho dos o tres veces. Nunca diré de esta agua no beberé porque luego te la sirven con cubitos de hielo.
28/11/2015
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