Mi opinión
Hace unas semanas visité por primera vez el recientemente inaugurado Museo de Sitio de Pachacamac, veintiún kilómetros al sur de esta ciudad tan afecta a las malas noticias. Lo menciono porque a los pocos minutos de haber empezado a recorrer sus salas de exhibición tuve la sensación de haber ingresado a uno de esos espacios -como el Museo Tumbas Reales de Sipán o la Huaca del Sol y de la Luna- que nos reconcilian con lo que somos y podríamos ser si es que de verdad nos ponemos las pilas y aprendemos a sumar entre todos. Testigo de lo que les cuento fue el fotógrafo catalán Raimon Plá.
El nuevo Museo de Sitio de Pachacamac es una joya de la cultura peruana por donde se le mire y aunque parezca mentira se fue edificando mientras perdíamos el tiempo en confrontaciones políticas de poca importancia y cabildeos menudos. Desde la propuesta arquitectónica, desarrollada por dos jóvenes arquitectos peruanos y la excelente gestión que viene impulsando el equipo del Ministerio de Cultura a cargo del santuario, hasta la museografía que se ha puesto en escena, todo, realmente todo es de primera. Como suelo mencionarlo cuando me enfrento a situaciones como ésta: provoca aplaudir de pie y batir hurras por los involucrados.
Volví al valle de Lurín hace unos días con Walter Silvera y Anna Cartagena para preparar una nota sobre el museo y el oráculo de Pachacamac. Gracias a la buena nota de Denise Pozzi-Escott, Carmen Rosa Uceda y Janet Oshiro, del equipo del Ministerio de Cultura, pude recorrer sus salas y algunas zonas del santuario, siempre pensando en volver para seguir hurgando entre sus muros de adobe y sus infinitas historias. La siguiente crónica pretende entusiasmarlos para que se animen a visitar de nuevo el oráculo de Pachacamac.
Denise Pozzi-Escott, la directora del novísimo Museo de Sitio de Pachacamac habla claro, con decisión. Desde el año 2008 y gracias a una invitación de Cecilia Bákula, entonces directora del Instituto Nacional de Cultura, es la responsable del lugar que alguna vez fuera el oráculo más reverenciado de la costa peruana, la Meca para los creyentes de una religión cuyos dioses rigieron la mente de los pobladores de estos pagos más tiempo que los nuestros. ”Desde hace más de mil quinientos años, este asentamiento empezó a ser visitado por multitudes de peregrinos que venían de todas partes para rendirle tributo a unas deidades que predecían el futuro y controlaban los movimientos de la tierra”, lo dice mientras atiende las numerosas tareas que demanda gestionar el testimonio arquitectónico y cultural de nuestro pasado más visitado después de Machu Picchu.
De aquí, de Pachacamac, siglo XVI, “valle delicioso y abundante en fruta” según el cronista Pedro Cieza de León, salían y llegaban regios caminos que entrelazaban el territorio andino; uno de ellos, poderoso y tal vez el mejor cuidado, unía el oráculo con Hatun Xauxa, en la sierra central, después de circundar las tierras del apu Pariacaca, montaña sagrada para los pobladores de estas yungas. Aquí, al borde de las mismas construcciones de adobes que visito y que han sabido resistir el paso de los años, en Pachacamac, valle de Lurín, “valle en extremo encantador”, habrían de llegar en 1533 las huestes de Hernando Pizarro, sedientas del oro y las riquezas que Atahualpa había prometido en Cajamarca.
Para entonces la mezquita de Pachacamac seguía siendo un punto de referencia especial para los pueblos que se ubicaban sobre los valles costeños de nuestro terruño. Sus habitantes hacía mil años que venían reverenciando a un dios fiero, cataclísmico, vinculado a la noche, a las profundidades de la tierra; un dios beligerante que moraba en los edificios de barro que se fueron levantando en un litoral donde reposan las aguas del mar océano y se dibujan las siluetas de unas islas encantadas. Mil años antes de los arrestos del hermano de Francisco Pizarro y sus capitanes, los hombres y mujeres de “estos reynos” vivían y morían según los prodigios o las iras santas de una deidad malgeniada que los regnícolas representaron en unos báculos o bastones que han llegado hasta nuestros días.
Tiempo de plagas
“No era un dios benévolo, lo asevera Denise, para nada, era un dios al que no se le podía mirar directamente a los ojos”. Luis E. Valcárcel, el más ilustre de nuestros indigenistas, lo considera un dios menor, de tercera o cuarta categoría; la Dra. María Rostworowski, en cambio, supone que tal vez haya sido la deidad principal de los famosos paracas y nazcas. Max Uhle, el estudioso que más ha hecho por entender la cronología y la importancia de este asentamiento, valoró como pocos durante sus excavaciones en el área en 1903 el papel organizador del dios prehispánico. Julio C. Tello no le resta ningún mérito. Pozzi- Escott lo siente presente, ahíto, cercanísimo: “Todavía hay quienes vienen a reverenciar estas huacas y nos piden permiso para realizar rituales que solo ellos conocen”.
Cuenta el cronista Miguel de Estete, el soldado de la hueste pizarrista que fue testigo del encuentro entre los capitanes españoles y los guardianes del oráculo de Pachacamac, que el ídolo del dios se encontraba en una habitación “tosca sin ninguna labor, y en medio de ella estaba un madero, hincado en la tierra, con una figura de hombre hecha en la cabeza, mal tallada y mal formada, y a la redonda de él muchas cosillas de oro y plata ofrendadas en muchos tiempos, y soterradas por aquella tierra”. El encuentro entre la soldadesca y el “hacedor de del mundo” debió ser impactante, sobrecogedor. De un lado, los invasores de luengas barbas y armas de fuego; de otro, los súbditos de un dios malhumorado que castigaba a los que osaban maldecir sus fueros con temblores y terremotos devastadores.
“El encuentro ocurrió justamente aquí, conversamos ahora con Janet Oshiro, arqueóloga por la Universidad de San Marcos y miembro del equipo de investigación que dirige Denise, en el Templo Pintado, un edificio construido en tiempos de los ychmas, antes del dominio inca, cuyas pinturas murales en ocre y amarillo fueron estudiadas por Max Uhle”. En esta misma zona, en 1938, el norteamericano Albert Giesecke encontró al llamado ídolo de Pachacamac, un madero tallado que reproduce la imagen del dios venerado en el oráculo y los restos de una puerta con incrustaciones de mullu (Spondylus spp) que se supone permitía el ingreso a la cámara donde se encontraba el báculo.
Una huaca del siglo XXI
Lo veo y no lo puedo creer. Ante mí, en una de las salas del reluciente Museo de Sitio que inauguró el primer ministro Pedro Cateriano en febrero de este año, se exhibe el ídolo de Pachacamac que junto al Lanzón Monolítico de Chavín, constituye una de las dos representaciones (en pie) que nos quedan de los dioses que poblaron el imaginario de los habitantes del antiguo Perú. Aunque Estete, el cronista perulero de apenas 25 años de edad, afirme al recordar lo que había visto en Pachacamac que “el capitán mandó a deshacer la bóveda donde el ídolo estaba y quebrarlo delante de todos”, el báculo que guardan con celo los encargados del museo es verídico. “Se supone que habían varios ídolos, continua la Dra. Pozzi-Escott, posiblemente colocaron tallas como ésta en diferentes lugares del santuario. Para mí el ídolo de Pachacamac es como la cruz para los cristianos”.
En las 465 hectáreas del sitio arqueológico de Pachacamac se sintetiza la historia de los pueblos que habitaron los valles de Lima y la costa central del Perú. Fue, como lo suponían los españoles, el epicentro cultural de una época definida por los contrastes. El oráculo desde mucho antes del gobierno de los Incas estuvo articulado al sistema de caminos que conocemos en la actualidad con el nombre de Qhapac Ñan; pero al mismo tiempo había soportado movimientos sísmicos de gran envergadura que debilitaron sus primigenias estructuras y terminaron de forjar la fama del dios de sus profundidades.
Huaca visitada por escolares de los colegios de Lima, familias de todos los barrios y turistas de paso por el Perú, Pachacamac empezó a cobrar importancia como producto cultural durante la gestión del recordado Arturo Jiménez Borja quien en 1965, hace más de cincuenta años, inauguró un museo que con el correr de los años empezó a evidenciar estrecheces y ciertos anacronismos. “Cecilia Bákula me encargó el sitio arqueológico, refiere Denise Pozzi-Escott, pero sobre todo la responsabilidad de sacar adelante el proyecto de un museo de sitio nuevo, moderno, funcional, integrado a las poblaciones locales y consciente de sus necesidades”. Gracias al apoyo del ministro de Cultura Luis Peirano, la construcción del nuevo museo fue tomando cuerpo. Los espíritus de las huacas debieron soplar fuerte para que el proyecto pasara a engrosar la cartera del Programa Qhapaq Ñan del Ministerio de Cultura y se consiguieran los fondos para financiar la propuesta de los arquitectos Patricia Llosa y Rodolfo Cortegana”.
“Ellos fueron importantísimos, señala Pozzi-Escott, desde un primer momento asumieron con responsabilidad el encargo y escucharon nuestras sugerencias…hicieron y rehicieron planos, aceptaron modificaciones de última hora”. Se nota. El nuevo museo se levanta sobre un área de 4,800 m2, un espacio veinte veces más grande que el que tuvo el museo primigenio. Y lo tiene todo: una sala de exposición de más de mil metros cuadrados, oficinas, cafetería, tienda, amplios servicios higiénicos, estacionamiento, plazas y ramplas para el descanso y la adecuada movilización de los visitantes. Como se lo refirió a Javier Lizarzaburu, estudioso de esta Lima Milenaria que habitamos sin darnos cuenta, “uno de los valores de Pachacamac es su continuidad arquitectónica…y este edificio es parte de esa continuidad: es otra huaquita dentro del santuario, una huaca del siglo XXI”.
Pensamiento Pozzi-Escott
La sala de exhibiciones reúne 280 piezas de una colección de lujo donde destacan los 39 quipus, las cuerdas anudadas que registraban información contable, encontrados en su mayoría en el Templo del Sol y en la Pirámide con Rampa n° 3. También la colección de ceramios, algunos de ellos catalogados como obras maestras: la botella escultórica donde se aprecia a tres personajes usando un telar vertical; el cántaro que inmortaliza a un perro peruano sin pelo, a una perra deberíamos decir, amamantando a su prole y el huaco escultórico y anaranjado que representa a un ave. Ni qué decir de los trabajos en madera, en cuero, en mate, el arte plumario, las figuras en plata que terminan de explicar la ocupación del sitio arqueológico que se visita, que fue poblado en tiempos prehispánicos, lo señalan los paneles interpretativos del museo, por habitantes de las llamadas culturas Lima, Wari, Ychma e Inca.
Hemos terminado la visita al museo de sitio y la incursión vespertina al Acllahuasi, la casa de las vírgenes del Sol que lamentablemente permanece cerrada al público por cuestiones de seguridad. Antes de dirigirnos a la laguna de Urpiwachaq, que este verano fue visitada por un grupo de flamencos o parihuanas, nos volvemos a reunir con la directora del sitio arqueológico para llevarnos sus últimas impresiones: “Este museo puede competir con cualquier museo del mundo y sin duda su modelo de gestión queremos que se conozca y se consolide. En Pachacamac como en Túcume, en el norte del Perú, hemos aprendido a trabajar con las comunidades de los entornos, en especial con las mujeres de los asentamientos humanos próximos. Un museo sin comunidad que lo sostenga y le de vida, no sirve; eso lo tenemos claro los arqueólogos de mi generación para adelante”.
La dejamos que continúe, la Dra. Pozzi-Escott tiene un poco más de tiempo para nosotros: “En la costa sur tenemos mucho por conservar e investigar, nuestro sueño es que este museo articule los esfuerzos de los investigadores que trabajan en esta zona, en Huaycán, en el valle de Lurín, en Malena, en Tambo Colorado…Por lo pronto nos estamos reuniendo más seguido para hablar de los proyectos en marcha. Aquí en Pachacamac, por ejemplo, estamos recuperando la laguna y pronto intervendremos en las islas. Hay trabajo para rato…”.
Va muriendo la tarde sobre las paredes de adobes y de adobitos de las edificaciones del oráculo de Pachacamac, es tiempo de volver a Estete, ha llegado la hora de dejar atrás el santuario y seguir otras rutas. El cronista comentó en su Relación del viaje que hizo el señor capitán Hernando Pizarro por mandado del señor Gobernador, su hermano, desde el pueblo de Caxamalca a Pachacama y de allí a Jauja que la tropa de Hernando Pizarro fue sorprendida a poco de ingresar al valle del río Chillón por un violento movimiento sísmico que espantó a los indios asignados a la comitiva. Huyeron despavoridos seguros de la furia del dios del oráculo molestísimo ante la posibilidad de ver profanadas sus posesiones en el ubérrimo valle. No sabían que mil quinientos años de profecías y augurios iban a terminar de un solo porrazo aquel fatídico 30 de enero del año de nuestro señor de 1533.
Es que a veces los dioses deben resignarse, temporalmente, ante lo evidente.
Nuevos inquilinos habían llegado a morar en el Olimpo de Pachacamac. Comenzaba un nuevo tiempo.
24/6/2016