El aeropuerto de La Paz es pequeño, ordenado y muy austero, a leguas se nota que he dejado atrás el territorio del “libre mercado” y las lucecitas que se prenden para avisarnos que andamos a velocidad crucero rumbo al desarrollo. Y al igual que en Montevideo, en el aeropuerto de El Alto el servicio público recoge al pasajero, en este caso a este humilde turista perucho, casi donde se cierra la puerta de salida.
Fantástico, en el de Lima solo queda elegir entre las mil opciones de taxis carísimos o el traslado en remise ejecutivo. La posibilidad de tomar un micro o el vehículo que sea en la avenida Faucett es una opción reservada para los más audaces. En el de La Paz en cambio, el turista avispado puede subirse a un mini bus (eufemismo que se usa en Bolivia para llamar a las combis) y por cuatro bolivianos, dos soles, hacer su ingreso, con una sonrisa inmensa, a la capital de la República.
Ya en La Paz me puse a caminar un rato por el paseo del Prado en busca de un taxista que me ayudase a ubicar mi hostel de ocasión en el encantador y estratégico barrio de Sopocachi y con las mismas salir a la calle a saborear el humor y el color de una ciudad indígena, andina, por donde se la quiera mirar, marrón.
El color de la piel de los paceños tiene el tono de los habitantes de Cusco, Puno, Juliaca y aunque parezca mentira de esa Lima que se fue, que alguna vez existió, para horror de los limeños de alcurnia, en los días de la metrópoli invadida por la migración que bajó de los Andes para construir la nueva ciudad, ésta que tanto nos cuesta querer.
Ligero paréntesis: en el centro de esa Lima que conocí, la del Jirón de la Unión poblada de indígenas que hablaban un idioma extraño y una Plaza San Martín tomada por las provincias, el color de piel de sus habitantes era el mismo que percibo en la capital de Bolivia. La diferencia radica en que en la ciudad donde gobierna Evo Morales, los hombres y mujeres que recorren sus calles, avenidas y plazas pisan con firmeza un territorio propio: el de la república plurinacional que ha fundado la Constitución del 2009 .
Y ese pisar firme, decidido, sin complejos ni dramas, define una actitud que saludo. Las mamachas de La Paz, los hombres y mujeres con los que converso, los chicos que me atendieron por la mañana en el Travellers House de Sopocachi, mi casa por unos días, los bolivianos con los que me cruzo en la plaza San Francisco o en la Murillo, en la avenida 6 de Agosto, o por las calles Sagárnaga y Linares, no se sienten extraños en su propia casa. No han venido de las sierras cargando miserias y sueños de un mejor porvenir, nacieron aquí, en esta urbe de calles que suben hasta el cielo y combis como cancha; son los habitantes de una ciudad que les pertenece y de seguro se sienten representados en el perfil racial de su presidente, su empresarios, sus futbolistas.
Linda ciudad, austera como su aeropuerto, ganada también como la mía por el desborde popular y el tráfico, bulliciosa en demasía y poblada de mendigos y pobres. Pero menos desigual, menos altanera, menos escindida, menos desmembrada. Más india, más mestiza, más popular. Claro, hablo de la ciudad que solemos recorrer los turistas, ya tendré tiempo y motivos para husmear en sus intersticios y desilusionarme. O no.
En El Alto, Bolivia