Mi opinión
Soy un lector desprolijo, desordenadísimo. Sobre mi mesa de noche y en los demás espacios por donde me desplazo en casa -la terraza desde donde miro el mar, la sala, el comedor o la buhardilla que me acoge en las horas de desasosiego- se amontonan los libros tratando de convocar al hastío que, lo confieso, no tiene cuando arribar, felizmente.
Soy un lector desprolijo, desordenadísimo. Sobre mi mesa de noche y en los demás espacios por donde me desplazo en casa -la terraza desde donde miro el mar, la sala, el comedor o la buhardilla que me acoge en las horas de desasosiego- se amontonan los libros tratando de convocar al hastío que, lo confieso, no tiene cuando arribar, felizmente.
Hace unos días, después de leer El río de Wade Davis, el recorrido del notable antropólogo canadiense por la vida y la rutina sudamericana de los exploradores Richard Evans Schultes y Tim Plowman, encontré la excusa perfecta para rebuscar entre los anaqueles de mi biblioteca una joya que heredé hace tantísimo: el tratado Cazadores de plantas en los Andes, de T. Harper Goodspeed, un relato apasionante sobre las dos expediciones que lideró el etnobotánico estadounidense, en 1935 y 1938, por el Perú y Chile para cazar plantas que fueron a parar al Jardín Botánico de la Universidad de California.
Schultes, Plowman y Wade Davis se dedicaron a lo mismo, el primero a mediados del siglo que pasó, para el Museo Botánico de la Universidad de Harvard. Si Goodspeed puso el énfasis en las variedades de Nicotiana, un grupo de plantas con flores en la que se encuentra el tabaco, los tres de la historia de El río, qué libro tan fantástico, vagabundearon por la Amazonía de Colombia, Brasil y nuestro país detrás de las mejores semillas de caucho y de las bondades de la coca y otras plantas sagradas, una de ellas el ayahuasca, el «elixir de los dioses» que conocen desde hace siglos los habitantes de la cuenca más extraordinaria del planeta.
El libro de T. Harper Goodspeed es una joya, un recorrido exhaustivo por la flora de nuestro país y la inaudita geografía que la sostiene. Se lo referí alguna vez a Alejandro Camino, antropólogo y peruanista brillante, artífice entre otras cosas del Museo de Plantas Sagradas, Mágicas y Medicinales que alguna vez funcionó en el Cusco. A ese repositorio de la farmacopea nuestra, cuando el Sapo Camino lo eche a andar de nuevo, irá a parar el librito que estoy terminando de releer antes de sumergirme en El mesías de las plantas, el promocionado trabajo de Carlos Magdalena, el “conservador estrella”, eso es lo que se dice del colombiano en la solapa de la edición de Debate, del Real Jardín Botánico de Kew, en Inglaterra.
Que no se piense que mis atenciones, todas, están puestas en la botánica de nuestro continente – Schultes, Plowman, Davis, Goodspeed, Magdalena. O que soy un naturalista de los bravos. Para nada: sobre plantas y expediciones para recolectarlas no sabía mucho antes del acuartelamiento al que nos ha obligado el COVID-19. Al contarles lo que les cuento, solo trato de explicar mi errático proceder en materia de lecturas y aprendizajes. Porque al lado de esos tratados científicos están los libros de viaje que suelo tener siempre a la mano: he vuelto en estos días a Javier Reverte a propósito de Confines, el librito escrito por el madrileño a vuelo de pájaro (o a vuelo de buen cubero como diría Alfredo Bryce) después de vagar por el polo Norte y los confines antárticos. No es lo mejor de su producción viajeril pero la prosa de Reverte sirve para aguzar los sentidos e insistir en el oficio con mejores armas.
Y claro también tengo a tiro de íedra los libros de literatura. No he dejado de gozar estos días a Luis Sepúlveda, el genial escritor chileno que acaba de partir. He devorado tres libros suyos: Un viejo que leía novelas de amor, Patagonia Express y La sombra de lo que fuimos. Voy a ir ahora por Nombre de torero y El fin de la historia, las dos novelas donde habita Juan Belmonte, ex guerrillero y escolta de Allende, su alter-ego literario. Me encanta Sepúlveda Calfucura, de Ollave, al sur de Chile, mapuche por línea materna, comunista por influjo de su familia paterna. El autor de Mundo del fin del mundo y buen amigo de Bruce Chatwin vivió entre los shuar, llamados aucas en tiempos de Schultes, de la selva ecuatoriana y fue corresponsal de Greenpeace en los años ochenta. Tengo Sepúlveda para rato.
Y lo voy a leer mientras sigo picoteando El poder del ahora, de Eckhart Tolle, el libro de autoayuda que me recomendó Franco Negri en Lamay y me doy tiempo para terminas las versiones digitales de Frontera Pirata, de Gabriel Arriarán y Alias Jorge, de Ricardo León. Debo hacerlo rápido, me esperan los quince títulos que he bajado a mi compu de los 163 que el Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos ha puesto gratuitamente a disposición, en estos días de cuarentena, para regocijo de los insomnes y de los que huimos del hastío.
Buen viaje, buenos libros…