Mi opinión
Las cuchillas Opinel, una, nunca más de una en la faltriquera, se convirtieron en un momento de mi andadura particular en ese oscuro objeto del deseo que no dejo en casa así tenga que volver del aeropuerto o retrasar más de la cuenta la hora de partir.
«Vivimos una cultura de mirarnos”, dice Martín Caparrós, que para expresar de un sopetón lo que una piensa o cree estar pensando, que resulta peor todavía, es un as. De mirarnos y de querer tenerlo todo o comprarlo todo, me toca agregar con el perdón del argentino: Homo consumus, las veinticuatro horas del día y sin sosiego.
He pensado en esto toda la mañana mientras arreglaba mis bártulos aprovechando las largas jornadas de confinamiento en las que estamos, que según lo que nos anuncian en los diarios y en la tele podrían convertirse en infinitas. No estoy exento de ese vicio infame, lo reconozco, guardo en un cajón de sastre y también en una repisa ad hoc guantes, gorros, linternas, chullos, licras, vinchas y muchos objetos más –mochilas, sleeping bags, botas de trekking, bastones para caminar- adquiridos por lo general un par de minutos antes de salir de viaje.
Todos han sido, debo admitirlo, objetos de importancia superlativa mientras me iba moviendo de un sitio a otro, pero solo algunos, mis cuchillas Opinel o mis blocks donde anoto todo lo que se me antoja, se convirtieron en fetiches, en artículos sin los cuales me niego a enfrentar una comisión periodística o un viaje cualquiera. Bruce Chatwin, lo comenta Luis Sepúlveda, el notable escritor abatido por el Covid-19 apenas empezada la pandemia, tenía entre sus objetos de culto la colección de libretas Moleskín con las notas de campo que fue pergeñando mientras le daba vueltas al planeta.
El autor de “Patagonia Express”, cuenta Sepúlveda, se tomaba el trabajo de enumerar las hojas de sus libretas para enseguida anotar en la contratapa dos direcciones en el mundo donde pudieran ser remitidas en caso de pérdidas o algo peor. Chatwin se esmeraba en indicar en un lugar visible de cada libretita la jugosa recompensa que recibiría el remitente si se animaba a devolver el adminículo de marras.
Las cuchillas Opinel, una, nunca más de una en la faltriquera, devinieron en un momento de mi andadura particular en ese oscuro objeto del deseo que no dejo en casa así tenga que volver del aeropuerto o retrasar más de la cuenta la hora de partir. Me ha pasado mil veces.
Debo haber tenido varias Opinel n°7 en lo que va de mis trajines pero la que me acompaña desde hace unos diez años, la que compré una tarde de mucho sol en el Rastro madrileño y que sigo guardando como una de las reliquias más solemnes de mi estar sobre el planeta, es con seguridad la navaja con la que más tiempo he convivido: a poco de llegar a mis manos me sirvió de utilísimo tenedor en las faldas de nevado Fitz Roy, en la Patagonia chilena y casi en el ocaso de su viril oficio se afanó en evitar más de un estropicio en la Chiquitanía boliviana. En ese bosque seco infinito y tristemente arrasado por los incendios del 2019-2020, sin y con pandemia, se retiró, invicta, a sus cuarteles de invierno. Ahora la uso solo en casa, trasmutó para transformarse en un elemental e infalible cuchillo de mesa.
Empero la que uso en estos días, brillante, recién salida del obrador, me la acaba de traer mi hijo de Barcelona. Es una belleza: fina, muy cómoda, filuda, sencilla, útil como las que más, ergonómica, práctica. Amo las cuchillas Opinel fabricadas sin parar, pandemias y guerras de todo talante, desde 1890 en la Saboya francesa. No tengo empacho en decir que las SAK, las archifamosas Swiss Army Knife, las que usaba MacGyver, resultan en comparación a las Opinel de mis preferencias un chancay de a medio.
Eso sí, debo admitir que muchos de mis amigos son adictos a las cuchillas suizas, esas auténticas piezas de relojería helvética que todo buen boy scout debe tener siempre lista. Son perfectas, dicen los que la han convertido en sinónimo de vida outdoor, en un santiamén pasan de cortar el lomo de un pez recién abatido a convertirse en el desarmador adecuado que necesita todo intrépido para retirar las bisagras de la puertecita que hay que abrir sí o sí.
No los tomo en cuenta. Para mí, la modesta Opinel n°7 que cargo en el bolsillo, antañona y casi idéntica al prototipo inventado por Joseph Opinel, el hijo de un fabricante de hoces y guadañas de los Alpes franceses que dedicó su vida a crear todo tipo de artilugios, cumple con los requisitos de ley que necesita una cuchilla que se precie de serlo para ser imprescindible.
No es vistosa como su par suiza, que por cierto fue diseñada y puesta en acción recién en 1891, es muy práctica, ya lo dije, bastante barata y a la hora de dar batalla a las adversidades de la ruta sabe lucirse como las mejores y resuelve. Me encantan, vale la pena caer en el pecado de comprar una (o más de una) a la primera de bastos, su mango de madera de haya, su hoja discretamente curva y de acero al carbono, el símbolo inconfundible de la mano coronada y el cierre de seguridad que ha supuesto la única modificación desde que se fabricó la primera, y ya van más de 160 millones, la distinguen de todas las demás. Son el VW escarabajo de las cuchillas occidentales y como el bólido alemán, las Opinel de esta historia saben enfrentarse y vencer a los más empingorotados Mercedes Benz.
Doy fe de aquello, por eso las tengo entre mis objetos de culto. Y así hasta el final…
Buen viaje…