Mi opinión
Hace buenos días que quería conversar con Quique Polanco: la retrospectiva de su magnífica obra última que presentó hace un par de meses en el ICPNA de Miraflores me dejó boquiabieto, me encantó. Polanco es el pintor de la decadencia y la estulticia de una ciudad de por sí decadente: sus rojos fuego, achoradazos que cubren con sus iridiscencias los ríos, cielos, muros, paredes de una ciudad absurdamente definida como gris describen con absoluta claridad el alma de una ciudad que la perdió hace mucho. La conversa con Polanco me encantó, me hubiera gustado mucho continuarla en el Juanito de Barranco con un par de chilcanos de pisco en la mesa. MAestro, Polanco, qué gusto…
Guillemo Reaño para HAZ TU PARTE / Solo para Viajeros
La Lima de Polanco destila fuego y en nada se parece a la del Zeñó Manué o a la del Puente de los Suspiros, los valses que la ensalzan y las evocaciones de una Lima que se fue, tampoco a la fotogénica ciudad mecida por el Pacífico de las postales Promperú. La urbe que describe Quique Polanco (Lima, 1953) ha sido tomada por asalto por los barrabravas, los locos calatos, los maniquíes, los travestis, los gallinazos, la estética chicha y los circos para pobres, los cines buque, los conventillos, los cerros poblados de casuchas que se acomodan como pueden al costadito de un río Rímac de un rojo escandalosamente rojo. Es una ciudad distópica definida por los extravíos de sus habitantes y los excesos. Un baratillo inmenso teñido, nimbado, por el rojo cochebomba de mi generación (que también es la suya) y los colores desbordados, achoradazos como cuenta el propio Quique que eran los colores de los trapos que Humareda compraba por unos cuantos cobres a los ropavejeros de La Parada con el fin profundamente estético de colocarlos bajo su mesa de trabajo en el hotel Lima e ir trasladando sus fulgores a su paleta de exiliado en la misma ciudad, aunque un poco menos violenta, que la que nos ha tocado habitar.
Más info en Un ratito en la expo de Polanco
Polanco es el exégeta de la ciudad desbordada, como a él le gusta decir: el lugar más absurdamente real para desarrollar una obra, un palimpsesto, basada en la estética del abandono, esa forma de expresar lo que ve/siente/vive que lo ha convertido en el pintor de esta Lima funambulesca y maloliente.
Lo visité ayer en la mañana en su taller del jirón Jaén en la zona menos Barranco del distrito de La Ermita y las hazañas mitológicas de Rafael Delucchi, otro amigo común, para hablar precisamente de la amistad en tiempos del colerón limeño y lo tanto que nos queda por hacer para seguir sacándole lustre a la belleza que incómoda a los obtusos y ha satinado de vida su magnífica obra. Polanco acaba de cerrar la muestra “Polanco: dos décadas de color y memoria”, un repositorio de buena parte de lo que ha producido desde el 2004 hasta por lo menos el 2024. De la misma ha comentado Csar Gutiérrez en uno de los estudios introductorios a la obra del pintor miraflorino en el magífico libro de la expo en el ICPNA: “… sus cuadros son barrocos, sucios, contradictorios, saturados de símbolos incompatibles. Es decir, como el Perú nuestro de cada día, ese campo de fuerzas inconciliables donde lo indígena, lo colonial, lo moderno y lo marginal conviven sin resolverse, como decía Arguedas. Polanco pinta en crudo. Una mixtura infernal de altares andinos, vísceras humanas e íconos globales. Esa hibridez que García Canclini llamo la “modernidad desequilibrada” de América Latina”.
Capo Polanco, un maestro…
