Mi opinión
Le debemos mucho a Walter Alva, el arqueólogo encargado de mostrarnos la importancia del Señor de Sipán, el reyezuelo lambayecano rescatado del olvido en 1987 por el entonces joven estudioso de las civilizaciones precolombinas que fuera considerado por los entendidos como uno de los descubridores más notables del siglo que hemos dejado atrás. Su hallazgo y la campaña que supo impulsar para convertir en un museo extraordinario la emoción patriótica que el hecho concitó en un país golpeado duramente por el terrorismo y la hiperinflación, definieron una época signada por el derrotismo que bien pudiera servirnos de ejemplo para vencer las adversidades de la hora actual.
El Dr. Alva, cajamarquino de nacimiento, chiclayano por elección, acaba de dejar la dirección del Museo Nacional Tumbas Reales de Sipán; los años pasan –y pesan- y el tiempo de la jubilación le ha pasado la inevitable factura. Tuve el honor de compartir una velada cultural con él y con el cogollo de la arqueología norteña en Túcume, al lado de las pirámides que otros gentiles nos legaron como mudos testimonios de la grandeza del Perú Antiguo, ese espacio-tiempo que sigue siendo una tarea pendiente y una razón más para seguir defendiendo la pluriculturalidad de nuestro país. Les dejo la reseña que la periodista Juana Gallegos acaba de escribir para La República. Mis respetos y agradecimiento a don Walter Alva, peruanista ejemplar y creyente en el futuro que nos merecemos.
En 1987, el arqueólogo Walter Alva se enfrentó a bandas de huaqueros y rescató uno de los más grandes tesoros de América Latina: las tumbas reales del señor de Sipán. Tras más de treinta años de su gran hallazgo, se despide de la dirección del museo que alberga los restos del poderoso gobernador moche
Era 1987, la policía especializada en delitos arqueológicos lo había alertado sobre el hallazgo de piezas inusuales entre los traficantes.Una cabeza de oro en miniatura, dos felinos en cobre dorado y varios restos arqueológicos menores fueron encontrados envueltos en bolsas de papel cuando hacían una redada. El arqueólogo, que venía investigando a los mochicas hacía tiempo –una cultura del antiguo Perú que se desarrolló hace más de 700 años A.C. –, dedujo que las tumbas de donde provenían esas piezas eran de gran valor histórico.
“Estábamos frente a un lugar de entierro de la élite moche, decidimos intervenir lo más rápido posible, si demorábamos una semana más, no quedaría nada”, dice Alva al otro lado del teléfono, desde su casa a las afuera de Chiclayo.
Unos días más de saqueo y no habría señor de Sipán, ni el Perú se habría convertido en el epicentro de uno de los hallazgos más importantes del siglo XX, ni Alva hubiese saltado a la fama como el descubridor de “la tumba más rica del nuevo mundo” como lo calificó National Geographic.
En vista de que Huaca Rajada había despertado una fiebre de oro hasta en los mismos pobladores, que repasaban los escombros que dejaban los huaqueros, Alva y su colega Luis Chero cercaron la zona con apoyo de la policía y montaron un campamento de rescate arqueológico. Como es natural, los saqueadores no se quedaron con los brazos cruzados. Alva cuenta que, además de sus herramientas de excavación, tuvo que guardar en su tienda de campaña una pistola heredada de un tío para su seguridad. “Una vez tocaron la puerta de mi casa y le dijeron a Susana [su esposa en ese entonces] que me podía pasar algo, ella les respondió que estaba preparada para verme entrar en ataúd”.
Pasaron cinco meses para que el barbudo arqueólogo de lentes de aviador diera con lo que buscaba: una tumba real se hallaba en una hornacina subterránea de Huaca Rajada.Un hombre muy poderoso –se notaba por las exquisitas joyas de oro que cargaba – había sido enterrado con su séquito. Lo flanqueaba el esqueleto del que parecía ser un custodio con los pies mutilados; dos edecanes en ambos lados, tal vez sus jefes civil y militar; en la cabecera, una mujer, su esposa, quizás; y a los pies, otro esqueleto femenino, probablemente, su concubina.
La primera visión de Sipán – rememora Alva (lo ha hecho en un sinfín de entrevistas)– fueron unos ojos brillantes que lo miraban, eran unas láminas de oro que como un antifaz cubrían las cuencas oculares del que habría sido un gobernante moche. “Ese encuentro fue un instante eterno, fue una suerte vivirlo, le pudo haber tocado a cualquier otro arqueólogo”, dice Alva con modestia.
No solo huesos y joyas
El retorno de las joyas y restos de Sipán de Alemania, donde fueron restaurados, promovió celebraciones de todo tipo: le rindieron honores a su arribo, pese a que los aterrados diplomáticos le dijeron a Alva que no podían reverenciar a huesos y cerámicos. “Tuve que convencerlos de que no solo era eso, Sipán era la esencia de la peruanidad y de nuestra historia”. Lambayeque era una fiesta, la gente recibió la osamenta cubierta con una bandera tirándole flores desde sus balcones.
“Fue como si estuvieran repatriando un héroe. La gente entendió que ese hombre fue parte de una cultura altamente desarrollada y que él era su ancestro, es así como se recupera la identidad y la autoestima de un pueblo”, agrega Alva, que ha pasado por otro momento de quiebre en su vida: el 28 de junio de este año, el día de su cumpleaños, dejó de ser director del museo de Tumbas Reales de Sipán, que alberga a su gran hallazgo desde 2002. Le llegó una resolución comunicándole que debía jubilarse del cargo ya que había cumplido 70 años.
Alva se aleja así del museo por el que movió cielo y tierra, y el que fue por mucho tiempo, literalmente, su casa. “Era director cama a dentro”, dice, vivía en un pequeño espacio destinado como residencia para el personal, recién hace tres años se compró un terreno para levantar su casa propia.
Tal ha sido su vínculo con Tumbas Reales que ahí mismo fue enterrada su exesposa, la antropóloga Susana Meneses, que participó activamente en las exploraciones de Sipán. “Fue una compañera de trabajo más que una esposa”, dice Alva. Fue ella quien organizó grupos de protección arqueológica con los lambayecanos, que eran como rondas campesinas que mantenían a raya a los saqueadores. También trabajó intensamente en la búsqueda de recursos para construir el museo. “Falleció cuando estaban levantándolo. Su salud se había resquebrajado. Le detectaron un cáncer avanzado. Los colegas solicitaron al Instituto Nacional de Cultura que fuera sepultada allí”.
El arqueólogo cajamarquino se despide por una mera formalidad burocrática, pero seguirá participando de investigaciones que arrojarán más luces sobre los moche. Actualmente se han descubierto dieciséis tumbas de la dinastía Sipán. “No se trató de la tumba de un gran rey, ese hombre era parte de una familia real como lo prueban los análisis de ADN de las otras tumbas. Se sabe que la esposa del sacerdote [su tumba fue develada en 1989] era familia directa del señor de Sipán”.
Alva se siente como el capitán que tiene que abandonar el barco que ha construido. “Aquí estaré dispuesto a dar mi conocimiento por si me llaman”, dice. Durante toda su carrera creyó fielmente que la arqueología no consiste solo en excavar y encontrar objetos inertes, sino que sirve para reconstruir la historia de un pueblo y hacerla llegar a sus descendientes.