Mi opinión
A Miguel G. Podestá, peruano en París, amigo de esta tribuna desde siempre, la crisis del COVID-19 lo tomó no tan de sorpresa en su buhardilla parisina, poquito después de haber dejado por enésima vez la tierra que lo abriga en la distancia: Ayacucho. Y como todos, sigue resistiendo el confinamiento y la muerte, por KO, del futuro en el que creíamos. Escritor y cocinero, Miguel acaba de publicar en la revista La Alcaparra este relato sobre la diáspora, el exilio y los sueños por cumplir que comparto con ustedes en el contexto del debate que estamos estimulando sobre el turismo que queremos.
Miguel compró hace un año un terreno de 666 metros cuadrados en Luricocha, a diez minutos de Huanta, allí donde la barbarie cegó tantas vidas, para construir una propuesta de turismo –él prefiere llamarlo de hospitalidad- basada en la memoria y en el testimonio de los que vivieron esa época terrible, esa otra epidemia de muertos y abusos infinitos que soportó nuestro país no hace mucho. Y que nos cuesta tanto recordar.
Les dejo el texto que ha tenido la gentileza de compartir con nosotros: en el mismo esboza ideas centrales sobre el turismo como representación en una sociedad adicta a las mercancías y a lo banal. “Pienso en mi terreno, dice, y me pregunto si puedo pensarlo como sujeto de observación para mi proyecto de hospitalidad y de memoria. Para comenzar, creo que sí. Luricocha es el lugar donde mi familia vivió. Terminaron de irse en 1983. La gente hoy apenas se acuerda de mis abuelos. Compré este terreno para discutir con los vecinos capaces de evocar a mis ancestros. ¿Para qué? Para ver en ellos a mí mismo”. Interesante, en este diálogo entre anfitriones e invitados, porque de eso hablamos cuando hablamos de turismo, crecemos todos. Nos vemos y nos construimos todos. Buen fin de semana, #otromundoesposible
Una dosis contra la pandemia
Miguel G. Podesta
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En la mañana del miércoles 12 de febrero todo estaba bien. Me sentía perfectamente. En forma para trabajar hasta la una de la mañana. Como siempre. Sentí el dolor a la garganta al medio día, no tan leve como de costumbre. Al salir de la casa a las cuatro de la tarde empezaron a dolerme las piernas. En el tren -que estaba repleto- me atacó en la cabeza. Por la garganta me dije que tal vez no me había abrigado suficiente en la noche, por las piernas que la tarde anterior hice ejercicios luego de varios días de descanso y por la aparecida migraña… seguro el estrés de las cuentas. Al llegar a la cocina tenía menos dudas. Como si un invisible más grande que yo me abrazara por la espalda y no me dejara andar, como si se sentara sobre mi cuello. Fue la peor noche en cuatro años de trabajo. Arrastré mis piernas como encadenado. A medianoche nadie podía reemplazarme. Mis jefes me dieron un par de pastillas y un tipo nuevo de sonrisa alentadora. Tres días después apenas recuperado me acordé que era migrante y sin ninguna victimización y con el recuerdo de los cánceres de mi abuela antes de ser abuela me levanté de la cama a la ducha helada en pleno invierno parisino para mi último día el sábado. Al día siguiente viajaría a Perú. No había alquilado mi habitación. Llegaría a Lima con una moneda de dos soles que guardé desde mi último viaje el año pasado y tampoco tenía una respuesta positiva del nuevo restaurante al que postulé dos semanas antes. Poco me faltaba para llorar. Me di un golpe en la nuca para botar a lo que se hubiera alojado en mí y salí de casa para mi última tarde aún con cierto estrago muscular.
Antes de llegar a la cocina recibí la llamada de un abogado americano que acababa de llegar a París y me rogó ver mi cuarto ese mismo día a las siete. Aunque no era la primera llamada sentí una buena vibra en su voz. Me dio certeza. Una hora después mi teléfono sonó otra vez. Ya con mi camisa de trabajo en la cocina salí para contestar dejando algunos platos a mitad de hacer, ya no me importaba, era mi último día antes de mi mes de vacaciones. Era del nuevo restaurante: “Miguel, sé que te vas mañana a Perú, siento mucho llamarte ahora, pero si aún estás interesado, queremos trabajar contigo”. Ya no me faltó nada para lagrimear. ¡Un día antes de viajar! En los noventa minutos dos buenas noticias expulsaban de mí el virus que a inicios de semana casi me postraron y casi evitaron que fuera a trabajar donde me dieron dos aspirinas para estar mejor. Tenía planeado beber en la noche del sábado y brindar por mi fracaso antes de viajar temprano en la mañana del domingo. Sin dinero y sin nuevo trabajo. Pero de pronto estaba feliz. De mi fiesta de despedida de esa noche no me acuerdo mucho. Sí del increíble mes de vacaciones entre Lima y Ayacucho con la tranquilidad de saber que volvería a un mejor trabajo a diez minutos a pie de mi casa. Y aun mirando noticias de China que me hacían fruncir el ceño. En verdad pensaba que las imágenes de ese estado de emergencia con militares en la calle y con mascarillas en los rostros era una historia más de aquel universo asiático tan lejano como desconocido. El dilema fue no saber si volver a Francia o quedarme en Perú. Tenía un pretexto para no salir de Ayacucho, pero me di cuenta de su importancia al tomar el último vuelo Lima – París un día antes de empezar el confinamiento.
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Tal vez trabajar en el campo hubiera sido lo mejor para mí al llegar a Francia hace ocho años. Habría sido más consecuente con mis anhelos más profundos. Al regresar a París de mi mes de vacaciones en Perú el 16 de marzo la ira empezó a hacerse incontenible.
La razón por la que pude quedarme tiene 666 metros cuadrados. Un terreno en las montañas. Exactamente en Luricocha, un distrito a diez minutos en auto de Huanta, la segunda provincia más importante de Ayacucho. El sitio donde en 1980 se inició el conflicto armado interno que provocó 69 mil víctimas. Allí mismo compré este pedazo de tierra el año pasado pensando que es una buena inversión para una propuesta alternativa de turismo de memoria a largo plazo. ¿Turismo?
¿Cómo repensar el turismo muy a pesar de ser la cara menos mala del capitalismo culpable de mis nuevos días? Si reabrían el restaurante con las fronteras aún cerradas seguro perdía el nuevo trabajo y mi deuda con el banco de cinco años no la pagaría ni con el paro. Tal vez la pandemia o lo peor de ella duraría un par de meses y ya. Así que tomé ese último vuelo del domingo a las once de la noche y regresé a esta habitación donde solo puedo pensar en mi campo. Diez días después me puse a leer para encontrarme y repensar.
Encontré una lectura muy interesante. Un artículo que describe la acepción filosófica del concepto de hospitalidad comunitaria en Europa aplicada a la actualidad, a la pandemia. La autora, Patricia Manrique, me calmó un poco las cosas. Leerla significa tener cuidado, como ella dice, del apuro en las reflexiones mediáticas sobre lo que nos pasa hoy en día y estar alerta a la mismidad como efecto de esa prisa por internacionalizar nuestros pensamientos individuales. Manrique explica que la hospitalidad es una predisposición a una situación de violencia entendida como una prueba de auto identificación. Como cuando un visitante que llega a casa para ser alojado por unos días y como obsequio le ofrece un espejo a su anfitrión. Entonces me veía en el espejo en las mañanas para encontrar en mi reflejo esa búsqueda de violencia necesaria para lograr un intercambio infinito con la otredad que Manrique considera necesaria reconocer. Se trata de cómo reaccionamos a lo que se viene. Como la autora dice, en un anhelo de búsqueda de autenticidad. Por eso aquí la evoco. En razón de no caer en opinión ni en trinchera, como ella advierte. ¿Pero defender una idea es opinar? Escribir de mi campo en Luricocha como un futuro lugar hospitalario para quienes quieran abandonar Europa por un tiempo necesario para darse cuenta de dónde vienen… no creo que sea mismidad. ¿Cómo voy a integrar un proceso de memoria colectiva post conflicto si no soy capaz de mirarme el ombligo sin ninguna pretensión para exponer lo que encarno en mi vientre y dibujar entre los cerros mi propia memoria individual?
Entre otras estimulaciones, Manrique incluye el término necropolítica a partir de la indolencia y negligencia de los líderes políticos y jefes de empresas al enviar a sus empleados a la muerte haciéndolos trabajar en plena pandemia, por ejemplo. Y yo, otra vez frente al espejo a hacerme preguntas difíciles de contestar. El restaurante donde cocino tiene pactos con cooperativas agrícolas. ¿El mínimo de intercambio entre el sistema y el individuo ha de calmar las iras? Quizá por eso Manrique habla de la inmunidad que Europa pensaba poseer antes de los muertos que ahora nos abundan. Una Europa apática con las clases menos favorecidas.
Qué importa escribir desde abajo, qué importa alzar la voz desde un fondo, no importa, más importa no hacerlo y no ser inmune a la enfermedad de un capitalismo abusador y asesino. Estoy de acuerdo. Volver a la cocina este fin de mes es mi forma de aunarme a la verdadera inmunidad comunitaria, de negociar mi participación en la sociedad en la que sobrevivo porque no he dejado de soñar con Luricocha.
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Pienso en mi terreno y me pregunto si puedo pensarlo como sujeto de observación para mi proyecto de hospitalidad y de memoria. Para comenzar, creo que sí. Luricocha es el lugar donde mi familia vivió. Terminaron de irse en 1983. La gente hoy apenas se acuerda de mis abuelos. Compré este terreno para discutir con los vecinos capaces de evocar a mis ancestros. ¿Para qué? Para ver en ellos a mí mismo. Pero creo que hay algunos conceptos a tener en cuenta para ese día en el que haya podido desprenderme de la necesidad de vivir fuera.
La independencia económica, la autodeterminación, el derecho a la tierra y la soberanía política son algunos de los elementos previos a la necesidad de una auto representación en lugares de potencial y atractivo para visitantes. Si aplico esta fórmula a un futuro proyecto de hospitalidad en mi terreno sólo me queda preguntarme en qué consiste esa representación. Luego de leer a Manrique, leí a Alexis Celeste Bunten para encontrar una respuesta.
La auto representación significa reforzar la identidad. Porque venderse significa maquillar. Acentuar ciertas cualidades, ¿quizá encubrir otras? Crear un personaje. Bunte dice que esto es determinante en el cambio constante de un capitalismo tardío. ¿En lugares donde el capitalismo no ha acabado de seducir? Las comunidades, en muchas partes del mundo, se auto representan para lograr una performance como producto de mercantilización. El capitalismo llega sin querer. Quizá en este punto las iniciativas individuales logran una mayor contestación a la macroestructura si no se trata de mercantilizarse si no por lo contrario ofrecer precisamente una hospitalidad y no con un interés monetario. ¿Qué compartir entonces? Creo que mi propia historia, hacerla interesante, convertirme en alegoría de la violencia del destierro. Haber llegado a Luricocha para demostrar que nunca nos fuimos.
Erick Cohen también ha escrito que la auto representación debe ser auténtica y yo lo creo, que el reencuentro con el otro es un fenómeno. Una llamada a la emoción y a la creatividad. ¡Slackline! ¿Por qué priorizar la auto representación individual? Para Cohen, la auto representación colectiva en su búsqueda de autenticidad es susceptible de caer en la ficción lo que no privilegia su pureza. Y la percepción que provoca la performance de una comunidad es la de un pueblo dominado por un mercado. No hay salida. La resistencia en aprietos. No nuestras ideas.
La economía moral de la contestación: el “turismo” alternativo. Como dice Didier Fassin… para comprender la realidad la experiencia personal debe ser revelada. Invertir la precariedad y darle una oportunidad competitiva y no se trata directamente de dinero, sino de un sistema de intercambio de bienes y ventajas. Reciprocidad. Una solución intrínseca. Pienso que si el estado no extiende sus programas de experiencias rurales comunitarias para visitantes, si por el contrario los cancela y prioriza zonas de acción y si la pandemia nos obliga a pensar en la etapa oscura del turismo en la cual se encuentra, creo que mi forma de resistir a cualquiera de estos viruses es pensar en mi auto representación en mi terreno. Quizá pensando en mi campo seré inmune a los alfilerazos de un capitalismo actualmente herido.
Quien sabe muchos más de los registrados estamos contaminados y combatimos de diferentes formas, algunas que ni percibimos. Pensar que la vacuna contra este virus es individual puede parecer poético. De alguna forma tenemos que defendernos, además conscientemente, del estancamiento de nuestras emociones, pocos los discutirían, los apáticos o insensibles, los que mejor no conocemos. Me aferro a una idea, a un terreno, a un campo en el que me reconstruya y no para ser intermediario, seguramente para reencontrarme y contar a un visitante qué pasó allí, qué me pasó a mí. Cómo mis abuelos perdieron a sus amigos, a sus padres, cómo los perdí yo, sin dramas. Tal vez cocine.
Bibliografía:
MANRIQUE, Patricia, Hospitalidad e inmunidad virtuosa, publicado en La Vorágine, 2020, sitio: visto por última vez el 19/04/2020
BUNTEN, Alexis Celeste, Sharing culture or selling out?, Developing the commodified persona in the heritage industry, University of California, Berkeley, 2008
COHEN, Erick, Authenticity and Commoditization in Tourisme, The Hebrew University of Jerusalem, Israel, 1988
FASSIN, Didier, Les économies morales revisitées, Éditions de l’EHESS, «Annales. Histoire, Sciences Sociales», 2009