En la ciudad donde me críe, bullanguera y veleidosa, abundaban las escuelitas nocturnas que atendían a sus estudiantes en el ahora inexistente turno noche. Claro, estoy hablando de centros educativos públicos, abarrotados de escolares bastante subiditos en años, grandecitos, provenientes, por lo general, de las lejanas provincias que en esa capital a punto de desbordarse trabajaban como empleados domésticos en las casas de las clases medias y privilegiadas de una sociedad que los miraba de costadito.
Esos humildes colegios eran, de repente exagero, pero la analogía me puede servir para ilustrar un par de ideas sobre el turismo interno en un país que lo práctica a la mala, los espacios donde los muchachos y muchachas del “interior”, horrenda palabreja, podían culminar sus estudios para tentar porvenires diferentes.
Y vaya si miles, tal vez millones, de peruanos humildes -Lucinda, Oscar, Melitón- no lo consiguieron. Este país que nos duele tanto está resistiendo los embates de la corrupción y los corruptos gracias, también, a los hijos y los nietos de esos estudiantes de la nocturnas urbanas que venciendo el cansancio de las interminables jornadas laborales se educaron pensando y creyendo en un país más justo e integrado.
En estas últimas semanas he tenido el placer de recorrer Paracas, la sierra del Alto Cañete, Moyobamba y Rioja, los bosques de Tumbes y ahoritita nomás, el callejón de Huaylas y en todos estos lugares he podido observar lo mismo: miríadas de peruanos de todos los pelambres tomando por asalto los espacios públicos para gozar, qué maravilla, del solaz y del esparcimiento. Si algo bueno trajo la pandemia, hay que admitirlo, es el aumento del deseo de todos de dejar atrás los encierros para ir en búsqueda del aire libre. De la naturaleza.
(Ah, me había olvidado de decirlo: mis recorridos por los destinos que les he contado fueron por sus impresionantes áreas naturales protegidas).
Una de esas, la Reserva Nacional Cerros de Amotape, en Tumbes, uno de los bosques occidentales más espléndidos de nuestro país. Una mañana entera de un caluroso sábado del mes de mayo, en compañía de tres guardaparques del sistema nacional, me desplacé desde el puesto de control de Angostura por casi toda la quebrada Cabuyal. Primero, para llegar a la catarata El Huarapal y luego, para ingresar al Área de Conservación Regional Angostura Faical, las dos áreas establecidas en esta región para impedir la pérdida de los últimos bosques de algarrobos, faiques, ceibos, hualtacos, guayacanes de una porción de nuestro país caracterizada por los calores extremos y las lluvias antojadizas.
Más info en Wili Reaño: «Las áreas naturales protegidas son los mejores espacios para hacer turismo»
Después de recorrer un bonito camino ecoturístico, efectivamente, llegamos a la mencionada catarata, que no era otra cosa que una tímida caída de agua que en su descenso daba vida a un par de estanques propicios, muy propicios, para el chapoteo. Nuestra llegada de imprevisto acabó con el vacilón: treinta, cuarenta, tal vez cincuenta tumbesinos de diferentes edades se divertían de lo lindo, parlantes a todo volumen a cuestas y ollas de arroz con pollo calentándose sobre improvisadas fogatas. Sin proponerlo, interrumpimos la algazara de un grupo de peruanos, como tú y como yo, felices de gozar de un día de descanso.
Obviamente, todos en franco desacato de las normas que deberían regir el comportamiento en un área establecida para proteger porciones de la naturaleza que estamos perdiendo.
Los guardaparques que me acompañaban, con paciencia y buen humor, se encargaron en un minuto de organizar el desbarajuste; felizmente han sido preparados para ello, saben su oficio. Pacificado el “cataratón”, tomamos una trocha carrozable que nos llevó al otro lado de la bellísima quebrada. Durante nuestro recorrido en una camioneta del Sernanp las imágenes que pude advertir fueron las mismas: en cada uno de los cuerpos de agua que las lluvias de hace unos meses dejaron en el terreno, las familias, los grupos de amigos, las parejitas, los solitarios, todo Tumbes, toditos, se regocijaban de lo lindo. Espléndido: las masas tomando por asalto los espacios de vida natural para el encuentro ciudadano. Y el desparpajo.
Disfrutando, vamos, de los bienes comunes. Eso es lo bueno: lo malo es que haciéndolo en absoluto desorden. Desconociendo qué es un área natural protegida, qué ecosistemas se están cuidando, cuál es la importancia de la flora y la fauna local, por qué tantas normas para el buen uso del espacio y varios etcéteras más.
Jocelyn Supanda, bióloga y guardaparque de Cerros de Amotape, apenas 24 añitos, la encargada de controlar el desorden en la catarata El Huarapal, con vigor y excelentes modos, terminó de darle claridad a las cavilaciones en las que ando desde hace mucho: si nos ponemos las pilas y aprovechamos el desbole para transformarlo en lo contrario, la hacemos, convertimos el turismo -y la recreación y el vacacionismo y lo demás conceptos en uso- en una herramienta poderosa para crecer, para ser mejores. Y ahora sí, la analogía con las nocturna de mis años formativos.
Es evidente que el turismo que nos ha llegado de sopetón, como nos llegaron de golpe los malls, los gyms, los pollos Rokys, las tarjetas Visa y tantas otras ilusiones requiere de un consumidor apegado a las reglas, educadito, más dialogante; si esto no fuera así Plaza Lima Norte, el centro comercial de Lurín donde suelo hacer mis compras o el Open Plaza Huancayo, serían un desastre… pero no, no lo son, en esos lugares de la modernidad siglo XXI que tanto nos gusta reina el orden y el concierto. Esas novedades nos han ayudado a reconocer que nuestra inveterada costumbre de romper las reglas y el sálvense-quien-pueda no siempre nos sirven para el disfrute y el bien estar.
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Tenemos que entrar por el aro, como solía decir un viejo amigo que sobre todo fue un magnífico educador. Y el turismo, sobre todo el que se practica en las Áreas Naturales Protegidas, debería convertirse en esa aula abierta donde todos, todos, ingresamos para continuar el proceso educativo que nuestras malas escolaridades no supieron concluir como se debía. No solamente el espacio formativo para aprender las reglas que permiten la convivencia civilizada y plena en El Huarapal o en el Inca Trail a Machu Picchu, no, también en el ágora pública donde nos enteramos por fin que somos parte de una nación plurilingüe, multicultural, biodiversa, con una historia fundada en la constitución de una civilización única en el planeta, una nación espectacular por donde se le mire. Y que nuestro bagaje cultural no es estrictamente bicentenario, no, muy por el contrario, se constituyó a lo largo de un proceso cultural milenario que nos debe llenar de orgullo, de orgullo patrio.
Si ese turismo que con tanto esfuerzo pudimos construir en los tiempos prepandémicos, ese que fue capaz de salvar de la destrucción activos culturales que estábamos perdiendo -como Machu Pichu- y que nos ha servido tanto para preservar nuestro patrimonio natural -como en El Huarapal, Parque Nacional Cerros de Amotape-, además de haber sido capaz de crear muchísimos puestos de trabajo en casi todo el territorio nacional dinamizando economías locales; si ese turismo interno que pudo dotarnos de autoestima y abundantes dosis de peruanidad en épocas de incertidumbre, lo convertimos en una actividad económica y social de primerísimo orden en la agenda nacional, estoy seguro que transformaríamos nuestro país. O en todo caso lo ayudaríamos a salir del túnel en el que se encuentra.
¿Y saben por qué? Porque al convertirlo en dinamizador del desarrollo que nos hace tanta falta -es decir, si nos convencemos que la capacidad que tiene la actividad, si es bien llevada, para transformar a las personas de cualquier procedencia en ciudadanos ambientalmente responsables, es superlativa- tendríamos a la mano la herramienta que buscamos para salir bien librados del combate contra el cambio climático y las noches sombrías que tanto nos amenazan. Y con un país intacto, lleno de seres humanos henchidos de patria. ¿Suena bien, no? Claro que se puede, el turismo puede.
Buen viaje…