1.
La ocupación del oriente colombiano debió empezar antes de 1850, cuando miles de antioqueños se lanzaron a la conquista de lo imposible, los feraces bosques bañados por las aguas del poderoso río Magdalena. En la ciudad de Manizales, en el departamento de Caldas, una gigantesca representación en bronce hecha hace más de veinte años por el escultor Luis Guillermo Vallejo inmortaliza una epopeya que llena de orgullo a los caldenses, los descendientes -o no- de esos tozudos colonos paisas que desafiaron la geografía para instalarse en una tierra desconocida que en poco tiempo hicieron suya.
En lo alto del barrio Chipre cincuenta toneladas de bronce han servido para erigir el archiconocido Monumento a la Colonización, una alegoría gigantesca que describe vívidamente lo que fue esa gesta de hombres bravos. En ella se aprecia a una familia campesina que intenta a toda lucha coronar una cumbre mientras los más fuertes del grupo tratan de salvar los bueyes que transportan las palas, los machetes, las escopetas, los toneles cargados de agua, las vituallas que se necesitan para hacer frente a esos infiernos. Las bestias que han logrado sobrevivir apenas se mantienen en pie, atrás yacen, en medio de la selva, los cuerpos inertes de los animales desguazados por los jaguares que acechan a los colonos.
El espectáculo es grandioso, la épica que el artista trató de representar sobresalta los sentidos.
2.
Entre las muchas cosas que dijo Francisco en Puerto Maldonado quiero destacar una que ha pasado un poco desapercibida y que sonó fuerte durante su encuentro con la población no indígena de Madre de Dios: “Amen esta tierra, enamórense de ella, háganla suya (…) Esta no es una tierra de nadie”, dijo en alusión al poco afecto que manifiestan por la región los que fueron llegando de todas partes para fundar pueblitos y ciudades a lo largo de la ruta del oro y la madera.
“Los animo a organizarse, no utilicen esta tierra como un objeto descartable”, prosiguió antes de cerrar la idea con una invocación que comparto y que por cierto fue el leit motiv de la campaña #MadredeDiosPuede que tuve el honor de liderar al lado de buenos amigos y mejores socios institucionales: “vivan esta tierra como un tesoro para disfrutar, háganla crecer para transmitírsela a sus hijos”.
Clarísima admonición para empezar a replantear –repensar voy a decir- la narrativa de la colonización de Madre de Dios, este territorio duro, infinito en apariencia y de tantas posibilidades. Y hacerlo de una vez para que los hombres y mujeres que llegaron de “allende las montañas”, ellos pero sobre todo sus hijos, se sientan incluidos en una historia que los tome en cuenta y valore su esfuerzo, sus sacrificios por labrarse un mejor porvenir.
Como ha sido el sueño de todos los colonos asentados a la mala en las regiones del planeta.
Para lograr ese deseo inclusivo, es menester construir un discurso épico que los integre, que les dé un lugar especial en el relato iniciático. Construir con ellos una historia que deje de estigmatizarlos, de acusarlos de un desastre ambiental que ha sido -y sigue siendo- común a los ocho países que conforman la cuenca.
Sé que es complejo, difícil, pero hay que empezar a hacerlo. Es un asunto ideológico.
3.
La colonización de Madre de Dios debió empezar a fines del mismo siglo XIX -como en Colombia- y tuvo como protagonistas a unos hombres que permanecen enemistados con la historia: el tristemente célebre Carlos Fermín Fitzcarrald (pionero y depredador de la Amazonía lo ha llamado en su libro el escritor loretano Rafael Otero) y los bolivianos Vaca Diez y Suárez, barones de la goma al otro lado de la frontera.
Construir con ellos una alegoría que enaltezca sus proezas resulta, por ahora, un sinsentido. Como me lo comentó hace unos días Yessica Patiachi, la profesora harakbut que habló en nombre de los pueblos indígenas en el conclave con el Papa Francisco, Fitzcarrald es el responsable de la muerte de tres mil de los suyos -en un solo día- durante sus fechorías por la región.
Lo mismo se ha dicho de Máximo Rodríguez, el cauchero asturiano que gobernó en la práctica las tierras de la actual provincia de Tahuamanú y se encargó de expulsar definitivamente a los bolivianos que las reclamaban para sí.
Difícil armar con ellos el panteón heroico que suele necesitarse para fundar una narrativa que enaltezca a los padres fundadores. A los colonos que llegaron de lejos para quedarse.
¿Con quién se podría empezar el relato épico que necesita el departamento?
4.
Es menester empezar a elaborar una historia del departamento de Madre de Dios que no estigmatice al colono, que no “barbarice” a ese poblador tan desprolijo con la naturaleza que se instaló en los bordes de un país aparentemente inagotable después de haber abandonado su terruño y las más de las veces a los suyos. Seguir con dolido discurso que insiste en denigrar su osadía y culparlo de los males contemporáneos, enemista al colono y a sus descendientes con la tierra nueva y su futuro, perpetuando equivocadamente su condición de habitante circunstancial y de paso.
Y ellos son, mal que bien, pese a quien le pese, la mayoría poblacional. La cartilla que ha publicado el Ministerio de Cultura a propósito de la visita del pontífice romano trae cifras contundentes: el 83 por ciento de la población madrediosense es andina o mestiza, por no decir foránea. Solo 18,646 indígenas pertenecientes a nueve, o diez, naciones amazónicas -algunas de ellas llegadas durante la época del caucho- viven en sus comunidades, la mayoría de estas en la provincia de Manu.
La colonización de la Amazonía fue un acto bravío, una tarea de titanes. Para el caso de Madre de Dios ésta involucró a curas doctrineros pero también a nativos de otros lares que venían huyendo de las correrías interétnicas; a japoneses errantes y caucheros de mala traza; a mineros sedientos de oro y mercachifles de toda condición; a buscadores de fortuna y madereros astutos. A Mazukos y Apaktones.
Todos ellos ocupando la tierra de otros, entendiendo lo ajeno como propio, como en cada uno de los tantos procesos migratorios que construyen la monumental historia de occidente.
Pienso que es tarea de la academia y de los historiadores hurgar en esa epopeya para juzgar, desde la distancia, a sus protagonistas. Lo que deben hacer los formadores de opinión es morigerar la crítica de un proceso migratorio todavía inconcluso, entendiendo las circunstancias históricas que generaron la ocupación tan a la mala de Madre de Dios, que es solo un capítulo del desmadre llamado Perú. Y hacerlo con el convencimiento de que solo así se podrá generar un espacio para los mea culpas y la construcción de una patria chica de verdad grande.
Lo que deben hacer las federaciones indígenas y los defensores del patrimonio cultural de los pueblos originarios de Madre de Dios -ese ejas, amahuacas, iñaparis, matsigenkas, kiwchas, mashco piros, shipibo-konibos, harakbut y yines – es rescatar su historia y convertirla, también, en un relato épico, en una narrativa que les devuelva a ellos, actores fundamentales de la historia por (re) escribir, el papel estelar que perdieron cuando empezó la llegada de los foráneos, para que de este modo puedan construir las herramientas que necesitan para resistir los arrestos homogenizadores que impone el mundo moderno a los pueblos originarios. A todos, y hacerlo pronto antes de que la avalancha “civilizatoria” los haga trizas.
Bienvenido el debate.
5/2/2018